Es seguro que a la salida de la crisis que atravesamos, habremos perdido mitos, usos y pseudologías que considerábamos incólumes, pero se han demostrado ineficaces. La costumbre de mentir con descaro, o con sutilezas, puede ser un elemento a depurar.
Estamos muy acostumbrados a competir, con tal de prevalecer, mentimos, inventamos subterfugios con medias verdades, hacemos restricciones mentales para ocultar errores y partes de la realidad que ensombrecen nuestra trayectoria, o tergiversamos datos reales para construir pseudo-verdades al servicio de la línea editorial, es decir ideológica, del periódico, radio o televisión que nos da de comer. Todo vale, si es útil para ganar al contrario.
En la vida pública, la mentira es un juego agonal de competición con la verdad, un torneo, un pugilato que rezuma agresividad en múltiples vertientes. En cualquier caso, es un juego sucio que pisotea la verdad, desde luego. Por tanto, los embustes producen un daño moral neto, porque el valor a respetar debe ser aproximarse a la verdad y reconocerla; nunca taparla, ni deformarla, porque estas son formas de despreciarla.
El amor a la mentira está tan enraizado que lo consagran nuestras leyes, cuando aceptan que el ajusticiable y sus deudos inmediatos puedan mentir para eximir de culpa al reo. Esto no es tener piedad, sino devoción a la falacia, que envalentona a muchos abogados defensores en pro de la mentira creada ex profeso. Algunos fiscales y jueces descuentan las mentiras creando otras pseudologías, o fiándose de juicios paralelos de la prensa, u ONG concernidas por el caso. El resultado foral no es justo, sino nefasto, tanto si triunfa el abogado defensor, como si el juez escora su criterio, según sea la presión.
En la esfera de la convivencia, quien miente presume que es más hábil que su víctima, porque puede zafarse de sus reproches y quedar a salvo. El mentiroso menosprecia a aquellos a quienes miente; los considera inferiores, ingenuos, hueros de inteligencia y, en consecuencia, susceptibles de engaño. Paradójicamente, a esto unos lo llaman marketing político, otros táctica comercial; estos lo consideran ingenio y habilidad social; aquellos sutileza intelectual. Pero, en el fondo es una degradación de la condición humana.
En el plano psíquico, el embustero es un fugitivo peligroso, que huye hacia adelante; puede creer sus propias mistificaciones y hacer un cuadro psicopático: la realidad es lo que él, o ella, crea. Los neuróticos, los psicópatas y los psicóticos se hacen, no nacieron siéndolo. Lombroso no acertó.
Enseñamos a mentir en la familia, en la escuela, en la prensa, en la política, ante Hacienda y en los juzgados, porque tenemos miedo a la verdad. Esta puede acarrearnos castigos: censura social, una pena judicial, perder las próximas elecciones, una multa onerosa. Todo eso es terrible, porque es el palo, el estacazo a propinar si asoma la verdad, el lenguaje que entienden los burros. Mentimos siempre desde abajo, desde una bajeza inferior a los animales; ellos son de fiar, siguen su instinto y no saben mentir.
En cambio, el hombre tiene otra dignidad, que debiera ser distinta a la de un animal. Y, ante la verdad, del delincuente incluso, caben reacciones menos punitivas que el estacazo, como pueda ser la comprensión empática y la compasión de quien tiene autoridad y potestad. La pena de cárcel, por ejemplo, excluye al reo de la sociedad, no lo redime, sólo lo condena. Este hecho simboliza el fracaso que la sociedad ha cosechado en ese caso concreto: no supo educar, favoreció el desvío y al final castiga a la persona expulsándola de la convivencia. Todo un oxímoron.
El infractor, voluntario o no, por su parte, en lugar de mentir, puede aprender a asumir su responsabilidad frente a la verdad, e incluso pedir perdón, si ha lugar a ello. Dice Voltaire, en su Tratado de la tolerancia, cuya lectura no tiene desperdicio, que “la razón inspira indulgencia,…, y hace amable la obediencia a las leyes más todavía de lo que la mantiene la fuerza”. La segunda parte de esta idea volteriana ha venido a demostrarse con la Psicología del Aprendizaje, comprobando que los refuerzos negativos, el castigo, la fuerza mantiene la conducta indeseada, consecuencia, tal vez, del proceso oponente emocional, cuya explicación aquí sería larga y premiosa.
Pero, la razón, dice Voltaire, es indulgente, comprensiva cuando explica, analiza, o descubre el canal que ha conducido al error. El infractor es quien ha de razonar primero y confesarse la verdad, si es posible; en primer lugar, porque ha de conseguir perdonarse a sí mismo. Si no lo hace, tampoco podrá pedir perdón a sus víctimas; su horizonte es la locura, porque la culpa, en la intimidad, es una actitud destructora, crea ansiedad y agonía.
En segundo lugar, ya situados en la plataforma del perdón entre ofendido y ofensor, entrambos podrán establecer el acuerdo sobre la reparación que proceda. El ofensor es un ser humano que razona; tiene un marco de referencias. Analizar el “delito” desde su propio marco de referencias, puede descubrirnos matices insospechados y, a la postre, comprensión. Pero, es necesario escuchar al autor sinceramente, sin prepotencia rimbombante, ni prejuicios, ni amenazas de despido fulminante; al desnudo.
El ofendido, si es fuerte, puede ser generoso con el débil, con quien se equivocó, lo reconoce, quiere enmendar su error e integra el aprendizaje que se deriva de él. Los errores, una vez reconocidos, deben enseñar, más incluso que los aciertos, tanto a ofendidos como a ofensores. De ahí deriva la tolerancia. En cambio, si los errores se camuflan bajo apariencia de aciertos, se repetirán indefinidamente y nos convertirán en fanáticos de nuestros propios desaciertos.
La crisis actual es una excelente oportunidad para crear anticuerpos frente a la mentira, alentar la indulgencia ante los errores y asentar plataformas de aprendizaje sobre la experiencia real. Es de aprovechar.