La Constitución autoriza al Rey a ejercer el derecho de gracia
L@s español@s pasamos por ser, junto con l@s israelíes, l@s más autocríticos del mundo. El dicho italiano “non piove, porco Governo” adquiere aquí dimensiones desaforadas. Empero, también figuramos entre l@s más imaginativ@s. Y dada hoy la situación estatal en España, ha llegado la hora de acudir a la imaginación para idear una salida razonable a la crisis vinculada a los graves problemas estatales de fondo que escarnecen al país: el más agudo, aquel que pone en cuestión la legalidad y la legitimidad del régimen monárquico constitucional de 1978. Sobre él se ciernen todas las impugnaciones problemáticas que se proyectan desde múltiples frentes.
Es preciso ser sinceros: un hecho objetivo, contrastado y comprobable es hoy que la mayor parte de la juventud, golpeada por la crisis, se pregunta, ante el presente estado de cosas si la Corona y la Constitución sirven para solucionar los graves problemas que le afligen. Ninguna de las dos instituciones, piensan l@s jóvenes, parece tener respuesta sobre dos de los principales rasgos que caracterizan la actualidad que vivimos: la incógnita de cuál va a ser la apuesta de la Economía española en el siglo XXI –en síntesis, de qué van a vivir-; y la evidencia de que una franja notable de la población de Cataluña se opone a la permanencia de la Comunidad Autónoma en el seno del Estado español.
La gravedad de tal cuestionamiento –el futuro está en juego- exige la movilización de toda la imaginación estatal posible para salir al paso de un dislocamiento de la ecuación legalidad-legitimidad sobre la que se asienta la integridad del Estado, de todo Estado. Hoy esa ecuación está aquí en entredicho. Comparece hondamente descompensada. Desde amplias franjas sociales se demanda una nueva legalidad y se cuestiona la legitimidad vigente. Si no se acierta a resolver sendos problemas, España puede declinar hacia el abismo de una confrontación generalizada e incontrolable. El sistema de libertades puede acabar por llegar a ser percibido como inútil por parte de los sectores sociales mayoritarios. De ahí a los autoritarismos fascistizantes solo hay un paso.
La fijación de la apuesta económica estatal corresponde, evidentemente, al Poder Ejecutivo, con Europa como referencia. Pero la decisión de la senda a seguir para satisfacer la demanda de asegurar el porvenir vital de la población ha de obedecer necesariamente al consenso entre las fuerzas parlamentarias. El grado de desacuerdo entre las principales formaciones políticas nunca hasta ahora había rozado en España límites tan elevados e inquietantes de recelo y sospecha. Ergo, no parece posible que la prioridad de la apuesta económica enunciada pueda ser así satisfecha. En cuanto a la segunda prioridad, el Gobierno de la derecha -mentor corrupto de buena parte de la deslegitimación de la política- adoptó respecto al proceso catalán una vía punitiva estancada hoy en una senda muerta que no conduce a salida alguna.
Pese a la naturaleza distinta de ambos problemas, la solución de los dos puede pasar por una institución: la Corona, investida por la Constitución no solo de atributos representativos o privilegios de tod@s conocidos sino también de responsabilidades propias. Como vértice simbólico de la Nación, le corresponde ejercer funciones de arbitraje en la arena estatal, señaladamente cuando se encuentra tan intrincadamente revuelta como ahora. Puede pues inducir a las fuerzas políticas al consenso para que estas determinen cuál será el procedimiento prioritario para procurar el futuro bastidor económico de sustento de la Nación. Y puede, asimismo, movilizar su ascendiente como institución de arbitraje moderador –atribuciones que la Constitución le asigna- para ofrecer una salida imaginativa a la cuestión catalana: la gracia.
El artículo 62, apartado i de la Carta Magna establece que el Rey puede ejercer el derecho de gracia con arreglo a la ley. Tras la sentencia judicial, presumiblemente condenatoria, contra los responsables de haber puesto en marcha el denominado procés, cabe pues al Rey poner el marcador a cero, rebobinar la moviola estatal y graciarles, teniendo muy en cuenta el castigo que, preventivamente, han recibido en el año largo cumplido en prisión sin que mediara sentencia inculpatoria.
Con ello se conseguirían numerosos objetivos. Primero, demostrar que la Corona puede – y debe- contribuir a solucionar problemas de la gravedad descrita. Segundo, por la vía del sentido común, la medida coadyuvaría admirablemente a redirigir la impugnación independentista a un cauce de sensatez, al mostrar la neutralidad de un arbitraje estatal de concordia como el que la gracia implica y un marco estatal de soluciones políticas o constitucionales para ampararlas. Tercero, invitaría a la clase política más inculta a reflexionar seriamente sobre la necesidad de comprender en qué consiste la política: dialogar, decidir, resolver, en definitiva, consensuar. Por último, que no menos importante, la medida de gracia restablecería el equilibrio entre legalidad y legitimidad amenazado en grado sumo por la peligrosidad de una coyuntura con aristas tan cortantes como las que hoy reviste la actualidad política en España. Corona y Constitución recobrarían, a ojos vistas, la legitimidad erosionada que hoy muestran y la facultad resolutoria que legalmente atesoran, fortificando su potencial legal y legitimante.
Y, en un estadio ulterior, puestas las bases para el hallazgo imaginativo de soluciones eficaces, desde la serenidad y la inteligencia, plantear en qué medida ambas instancias, Corona y Constitución, demandan asimismo profundos cambios.
Eludir la vía de la gracia solo procurará a España la tribulación de nuevas y más profundas desgracias. Aún hay tiempo –y soluciones- para atajar el desastre.