El próximo domingo 20 de noviembre comienza el mundial de fútbol. El evento comparte año con el comienzo de la guerra de Ucrania y el nacimiento del terrícola ocho mil millones. Si yo tuviera que definir el encuentro deportivo lo haría parafraseando a Vicente Fernández: otra piedra en el camino (de la humanidad) que insiste en retar a los dioses como en el pasado lo hicieran, Prometeo, Sísifo, Ícaro o Adán y Eva.
Mis 17 lectores habituales conocen bien lo que ocupa los titulares estos días previos al comienzo del mundial: la negativa de artistas de fama mundial a actuar como protesta al desprecio por la mujer y la persecución de homosexuales en Qatar; las continuas denuncias de ongs internacionales por la ausencia de derechos laborales que ha llevado a la estimación de la muerte de 6.300 trabajadores inmigrantes en la construcción de los estadios y el último escandalo al determinar las autoridades cataríes la prohibición del consumo de cerveza en los estadios para disgusto de Budweisser, chela oficial del Mundial.
También saben que podría ser peor, que, si hubieran sido las vecinas Arabia Saudí o Emiratos Árabes Unidos quienes años atrás hubieran encargado a Zinedine Zidane la dirección de la delegación que fue a comprar a la corrupta FIFA de Joseph Blatter el derecho a custodiar en la sede de Doha la copa de copas, hablaríamos de riesgo de las personas homosexuales a ser ejecutadas, porque en esos países la homosexualidad se puede llegar a castigar con pena de muerte como en otros 58 países más en el mundo. Quienes estén interesados tienen miles de recursos a su alcance para profundizar en lo absurdo de Qatar 2022, y pueden contrastar esta avalancha de noticias con lo silenciosa que está siendo la celebración de la COP27 en Shar el-Sheikh (Egipto) que culmina hoy 18 de noviembre. Quizás sea porque la reunión mundial sobre el clima no pase de repetir consignas y compromisos de mínimos que todos que quienes gobiernan de un modo u otro puedan aceptar para continuar mirándose en el espejo, un espejo cada día más empañado.
Yo, que escribo para un medio loretano, me quedo con uno aparecido recientemente en el diario El comercio para acompañar a un video sobre el funcionamiento del aire acondicionado en los estadios cataríes: “tecnología sobre la naturaleza”, decía el rotativo limeño en sus redes sociales. En la Amazonía tenemos aún una naturaleza indómita que alberga a pueblos cuyos dioses e historias enseñan a convivir como iguales. Los Kukamas, que buscaron la tierra sin mal, usan el término karuara para referirse a gente, y gente son todos los seres de la creación, incluidas las personas, por lo que ninguno es más que el otro. Ahora, junto con el resto de pueblos amazónicos sufren el acoso del desarrollo, que piensa que lo más valioso de la naturaleza son los restos de los dinosaurios que desaparecieron hace millones de años y descansan en forma de petróleo en las entrañas de la tierra. Hace falta energía para encender los aires acondicionados y las televisiones donde ver el Mundial.
Los dioses e historias de la antigüedad también enseñan sobre el aire acondicionado en los estadios. Ícaro creyó que podría alcanzar el sol pese a las advertencias de su padre, Dédalo; Sísifo se creía el más vivo de todos, capaz de engañar al propio Hades y escapar del inframundo tras su muerte; Prometeo robo el fuego a los dioses para entregárnoslo a los hombres, en buena hora; y Adán y Eva creyeron a la serpiente y comieron del árbol de la ciencia del bien y del mal. Todos ellos fracasaron y recibieron un ejemplar castigo. Las historias no son otra cosa que una advertencia hacia el peligro de retar a los dioses, que, en una visión panteísta, como la de los pueblos amazónicos, no deja de ser otra cosa que la propia naturaleza de la que formamos parte.
Como especie hemos tomado conciencia de nuestra inteligencia y la capacidad que ésta nos da para progresar a través de las habilidades sociales y científicas, pero en vez de hacerlo formando parte de la naturaleza lo hemos hecho, y continuamos haciéndolo, creyéndonos por encima de ella para instrumentarla a nuestro capricho. Primero aprendimos a crear herramientas (que enseguida usamos como armas, tradición que no hemos abandonado); después a amaestrar animales que nos ayudaran a cazar; amaestramos también la tierra y guardamos los animales junto a nuestras casas. La industria y el comercio vino a alterar la relación entre humanos y resto de la naturaleza creando una brecha que no ha dejado de crecer desde que el mundo paso paulatinamente de tener carácter rural a tenerlo urbano, y los conflictos entre estos dos mundos y sus intereses muestran que no terminan de entenderse.
Con el siglo XXI llega una nueva vuelta de tuerca, pasamos de una economía productiva a una financiera, donde todo es especulación. La norma sigue siendo muy sencilla, para triunfar hay que tener más recursos y menos escrúpulos que el oponente, pero recursos económicos infinitos, como el caso de Qatar gracias al gas, y ausencia de democracia puede alterar las cosas. Ejemplo: Qatar le gano la sede del mundial a Estados Unidos que la ambicionaba. Es como si Sísifo y Midas jugaran al ajedrez. Sabemos como acabaron ambos, uno empujando una piedra durante toda la eternidad por la ladera de una montaña y el otro convirtiendo en oro todo lo que tocaba. Sabiéndolo, porque lo sabemos, miramos el tablero fascinados y felices con nuestros artefactos de última generación ya ecológicos y salvando el planeta porque pagamos las bolsas del supermercado para dejar de llenar el planeta de plásticos (con el logo del supermercado haciéndole publicidad gratis, así de listos somos).
“Tecnología sobre la naturaleza”, y nos quedamos tan tranquilos, y no entendemos. Creemos que la tecnología y la ciencia serán capaces de salvar al planeta. Los continuos avisos que éste nos da quedan en la hemeroteca y en las conversaciones de bar: qué terribles las inundaciones de Australia o Pakistán; ola de frío, ola de calor, incendios; y ¿cuándo llega el verano? Y ¿cuándo llega el invierno?; desaparición de especies, sí, siempre las ha habido, pero ¿a este ritmo? El problema de la tecnología y la ciencia es quienes la pagan, y quienes la pagan están muy lejos de entender otra cosa que no sean consecuencias económicas tras los desastres, y lo que es peor, oportunidades de negocios. Las finanzas lo controlan todo y la inteligencia artificial ha empezado a relevar al hombre en la toma de decisiones, el problema es que los humanos que pagan para programar los algoritmos de la IA tienen en su cabeza no más de tres o cuatro objetivos a cual más absurdo: la guerra siempre, la carrera aeroespacial en busca de un nuevo hogar, se ve que ya dan por perdido éste (y encontrar fuentes mineras ahí fuera, no se olvide) y la inmortalidad, para ellos, claro. Ósea, vencer a la naturaleza de una vez por todas, como si Marte no fuera naturaleza.
El problema es que somos ya 8,000 millones de humanos y el aire acondicionado sólo alcanza para los que están dentro del estadio, así que a los que quedamos fuera nos venden pantallas de todos los tamaños para ver fútbol y sexo. Así de básicos somos, hasta que no lo entendamos sólo nos queda confiar en que los pueblos no contactados o en aislamiento voluntario no sean desaparecidos en nombre del desarrollo, porque ellos serán los únicos que sabrán manejarse cuando los dioses terminen de enfurecerse y nos manden al carajo.