El pasado día 3 de febrero debía ser un buen día para el parlamentarismo en España. Los representantes de la ciudadanía debatíamos la convalidación de una norma que mejoraba las condiciones de trabajo de millones de españoles y de españolas. Sin embargo, la sensación al final de la jornada fue en buena medida de bochorno.
A lo largo de la historia, la derecha ha demostrado con creces su disposición para convertir cualquier institución en un lodazal a fin de acceder al poder o mantenerse en él.
Un día se apoyan en el transfuguismo más inmoral. Otro día bloquean la renovación de un órgano que les favorece con descaro. Al siguiente hacen uso de policías y fondos reservados para tapar su corrupción. Y la Justicia ha agotado ya la nomenclatura para los múltiples casos de latrocinio que han de investigarse en muchas de las administraciones que gobiernan.
Durante el debate de la reforma laboral en el Congreso de los Diputados, ningún orador de la derecha desarrolló argumento alguno para justificar su oposición al contenido del Real Decreto Ley que se sometía a votación.
En su empeño inútil por demostrar que Rajoy provocó menos parados que Sánchez, el PP torturó los datos hasta lo inverosímil. La ultraderecha desplegó todas sus fobias habituales contra comunistas, socialistas, bolivarianos y batasunos, sin aludir jamás a los artículos del Estatuto de los Trabajadores que eran objeto de modificación.
Y los tránsfugas de la derecha navarra ni tan siquiera tuvieron la decencia de subir a la tribuna para dar a conocer los motivos (o los pagos) que podrían explicar su traición.
Pero lo que allí se estaba decidiendo era de una importancia crucial para la vida de millones de trabajadores y de trabajadoras en nuestro país.
Estábamos tratando sobre cuán estables debían ser los contratos de trabajo, cuánto salario habían de recibir los trabajadores, cómo establecer las jornadas laborales, qué alternativas ofrecer a la empresa para evitar el despido… Estábamos decidiendo acerca de la legitimidad de sindicatos y patronales para dialogar y acordar respecto a las condiciones de trabajo en millones de empresas.
La reforma laboral aprobada mejora la estabilidad de los contratos, porque a partir de ahora los contratos habituales serán los fijos y no los temporales. Mejora los salarios, porque el convenio de referencia será el sectorial, casi siempre más ventajoso que el de empresa. Reduce el riesgo del despido, porque ofrece a la empresa alternativas de ERTEs y nuevos mecanismos de flexibilidad. Reequilibra la negociación colectiva, al acabar con la amenaza de la caducidad de los convenios.
Sin embargo, nada de esto fue criticado, matizado o siquiera mencionado por los representantes de la derecha patria en el Congreso. Imagino el pasmo de los dirigentes sindicales presentes en la tribuna del hemiciclo y, sobre todo, siento la decepción de los españoles que a esa hora se atrevieran a seguir en directo la contienda.
A la derecha no le va el trabajo ni los debates sobre reformas. Le van las trapacerías. Ahí se mueven con comodidad, aunque no con eficacia, a la luz de los resultados de aquel jueves.
Ante el resultado adverso en la votación de la reforma laboral, los dirigentes del PP adujeron primero que los ordenadores del Congreso -de procedencia cubana, seguramente- transformaban mágicamente los noes en síes, al margen de la voluntad de quienes los manejaban.
Después denunciaron que los ujieres al servicio de la conjura socialcomunista habían impedido acceder al hemiciclo a uno de sus diputados, que curiosamente aparece en todas las grabaciones sentado justo detrás de la dirección del grupo popular.
Más tarde, y como prueba definitiva del contubernio bolivariano, distribuyeron por doquier la fotografía de un apartado de una resolución de 2012… que había sido modificada con sus propios votos en un acuerdo de Mesa del año 2020.
También exigieron, con gran solemnidad y aspaviento, que se corrigiera la ignominia de no haber convocado una reunión solicitada de Mesa, cuya supuesta solicitud no aparece por parte alguna.
Tan solo nos libraron del gorro de cuernos en el asalto tumultuario al despacho de la presidenta del Congreso para intentar intimidarla. Fueron allí, sí, con ánimo intimidatorio… pero sin gorro de cuernos.
La sensación de bochorno solo resultó soportable porque pudimos comprobar que, a fin de cuentas, son incompetentes hasta en la trapacería.
Y millones de españoles y españolas van a trabajar mejor y van a vivir mejor gracias a la reforma laboral acordada por sindicatos y empresarios, y convalidada tras tanta lamentable peripecia por el Congreso de los Diputados.