Aznar es el único político de relevancia que ha sido derrotado en dos ocasiones sin ser candidato en ninguna de las dos. En 2004 su obsesión guerrera y las manipulaciones ante la tragedia más horrible vivida en España en democracia, llevaron a que su Partido liderado por su sucesor fuera derrotado en una jornada histórica de un final de invierno que no olvidaremos nunca. En 2019, el regreso del aznarismo más reaccionario de la mano de uno de los políticos menos preparados que se recuerdan ha llevado, de nuevo, al PP a la derrota, a una verdadera debacle, a pesar de que la derecha, y no lo olvidemos, tiene muchísimos votos, eso sí dispersos, una de las causas de la derrota, aunque no sólo, como aquí defendemos.
Entender la política como un ejercicio de menosprecio constante del contrincante, mezclando medias verdades con mentiras mayúsculas, sazonada con grandes tintes de chulería y arrogancia, fue desterrado de nuestro país cuando comenzó la democracia. El apocalipsis que proclamaban aquellos “magníficos” de Alianza Popular se derrotó sin paliativos. Gran parte de la derecha, en cambio, hizo un esfuerzo modernizador en las ideas y en el mensaje de la mano de Suárez y de la UCD, algo, por cierto, que no ha aprendido el hijo del presidente, a pesar de que ya tenía edad para observar lo que hacía su padre. Luego, Fraga mantuvo un discurso muy tremendo, pero derrotado sistemáticamente sin grandes esfuerzos. Fue Aznar quien, en su estrategia para relanzar al Partido Popular, estableció en clave interna la necesidad de potenciar el orgullo de ser de derechas después de una década tan socialista, además de aunar esfuerzos y degollar a personajes que fuesen demasiado brillantes, sin olvidar atraer por las buenas o las malas a otras formaciones del mismo o parecido signo político. Pero, sobre todo, hacia fuera se lanzó, con campañas muy agresivas y con el apoyo de determinados medios, al cuello de los socialistas, una estrategia que no terminó de cuajar en 1993, aunque sí, pero con reservas, en 1996. Una vez alcanzado el poder se rebajó, en parte, este cainismo, ante la necesidad de contar con los nacionalistas catalanes para gobernar, pero el éxito sin paliativos de 2000 emborrachó de soberbia al PP, vilipendiando a los “progres” por antipatriotas, y creyendo que se revalidaría la mayoría absoluta.
La situación actual se complica por el auge del discurso de la extrema derecha, sazonado con aportaciones del populismo extremista de fuera. Aznar, harto de un Partido demasiado poco “viril”, asaltó en esas primarias tan raras de hace unos meses el poder de la mano de un delfín al que poder insuflar su pensamiento, sin dejar de hacer guiños a los líderes de las otras derechas. El eterno “salvador de la patria”, tan disgustado con los suyos porque los “marianistas” eran unos desagradecidos y malos gestores, además de “flojitos”, regresaba para salvarnos, en medio de la crisis catalana, de la moderna anti-España, esa extraña mezcla de socialistas, podemitas, nacionalistas catalanes y vascos, miembros de las “mareas”, sindicalistas, activistas LGTBI, feministas, ecologistas, etc… Casado sería, pues, el instrumento, joven fácilmente manejable, y los resortes funcionaron. El sector moderado del PP fue laminado y comenzó la Reconquista. Si hacía falta se pactaría con VOX y con Ciudadanos. Y parecía que esa estrategia funcionaba, como vimos en Andalucía. Pero, de nuevo, la prepotencia, el extremismo, el machismo, la homofobia, el monopolio del concepto de España, y su concepción excluyente hacia otras maneras de entenderla, el propio ejemplo andaluz, la xenofobia y las manipulaciones provocaron que una gran parte de la ciudadanía, tan diversa en su manera de entender la política y la vida misma, acudiera a votar, y a derrotar, una vez más a Aznar.