La pareja humana, y el matrimonio sobre todo, se mantiene con un esfuerzo constante en pro de la convivencia, máxime cuando se agostan los efluvios amorosos. El amor, sin poesía lírica, se queda en química gonadal y de la oxitocina. La primera se sacia, la segunda evoluciona hacia la amistad por diferentes laberintos; y también puede ocurrir que ambas dejen de secretar.
El esfuerzo por convivir es liviano, porque no se nota, durante la época rosa del enamoramiento, cuando ambos amantes proyectan sobre el otro la fuente de la felicidad inmensa que siente cada uno. La duración de esta fase es irregular; se puede prolongar indefinidamente; en otros casos, parece que claudica, pero se renueva o, al menos, esa es la vivencia mutua. No hay problema alguno, ni esfuerzo, y están muy lejos los juegos de poder.
La pelea por el poder, de poder masculino a poder femenino y viceversa, surge cuando ya no queda amor entre cónyuges: marido y mujer, o marido y marido, o mujer y mujer. Sin amor, no hay componendas. Todo se viene abajo, en cuyo caso, lo higiénico es separarse, toda vez que los juegos de poder en la pareja, necesariamente, arrojan dos perdedores.
Si falta coraje para disolver la pareja, la guerra comienza con escaramuzas pequeñas: pullas por minucias que antes pasaban inadvertidas; burlas sobre hábitos, que chocan con los hábitos del otro; recuerdos de errores o fallos del pasado, que sonrojan al/la protagonista. Esta fase del juego crea un/a aparente ganador/a, que sólo rentabiliza una posición ascendente como atacante, relegando a su víctima a un papel pasivo, que absorbe la acrimonia del, por ahora, triunfador, aunque acumula vivencias de rabia, frustrada por no expresarse. Dijera que, en esta fase, el ganador saca la energía que roba a su víctima. La suma es cero.
Todo cambia cuando la víctima da cauce a su rabia. Entonces, se genera un bucle de agresividad directa entre los contendientes, que irá creciendo hasta resultar funesta. La pareja ha fracasado por ambas partes. Y, ante la ruina, cada miembro opta por buscar sucedáneos de la felicidad perdida, recurriendo a juegos de azar, alcohol, drogas, sexo compulsivo fuera de la pareja, dependencia laboral y así. El remedio es peor que la enfermedad, porque agrava el deterioro de la situación y deriva hacia un cuadro depresivo de los agentes.
Entre tanto, los litigantes estarán buscando alianzas y apoyos para su causa personal, bien en los hijos, si los hay, aunque sean pequeños, o en círculos concéntricos, en los padres, hermanos y amigos. Ahora, el conflicto adquiere una dimensión externa a la pareja. La saña entre ellos será mayor, cuanto más intenso sea el apoyo recibido. Ambos litigantes se defienden atacando, muchísimas veces sólo con la palabra; otras, con mal trato recíproco; y siempre, perdiendo la dignidad que corresponde a un ser humano, hombre o mujer.
Cuando irrumpe la Ley, entra con muchos sesgos ideológicos y muy lejos de la equidad. Por tanto, en vez de impartir justicia, viene a luchar en favor de parte, agrandando la vesania de la situación. Conviene recordar que en este proceso hay un/a victimario/a, que dispara sin compasión; pero, la víctima también puede ser perseguidora. Desde la posición de estar abajo, se puede manipular tanto como manipula quien se ha situado arriba. En ese contexto, la Ley carece de empatía, no atiende a emociones; procura ‘objetivar’, a través de las subjetividades de quienes la administran…, que constituyen un coro polifónico compuesto por funcionarios vocacionales de todos los espíritus y profesionales mercenarios.
De resultas del juego, llamado de Tribunales, tenemos más de una mujer muerta por semana y un número indeterminado de hombres que se suicidan, unos después de matar a su mujer, y otros lo hacen solos, antes de matar a nadie. Sin contar los parricidas que sacrifican a sus hijos para castigar al cónyuge… Son facetas del conflicto que reflejan el fracaso clamoroso de la Ley, con toda su balumba de medios coercitivos y sentencias iatrogénicas, que proclaman un/a vencedor/a pírrico/a y un/a zarria, despreciado/a y despreciable que, de no estar muerto/a se va a revolver como fiera malherida. No es la Ley la solución del juego. Bien a la vista está.
Todos los juegos de poder son un fenómeno que estudia la Psicología Social. Dijera que son una enfermedad más bien, la patología de la interacción. Por tanto, su prevención y sanación corresponden a este cuerpo de saberes. Así como la Medicina sólo recurre al Derecho excepcionalmente, ésta disciplina debe respetar el campo que corresponde a otras.
Anteriormente, la Iglesia dirimía todos los debates y decían: ‘Roma locuta, causa finita’. Luego el poder de intervenir pasó a ser monárquico y, por delegación real, al aparato del Estado. Aún quedan muchas parcelas a conquistar por la sociedad civil y su madurez. Esta es una.
La profilaxis de los juegos de poder dentro de la pareja, desde el plazo largo, está en la pedagogía: enseñar a gestionar el conflicto, manejar como inteligencia las emociones y defender con asertividad los propios intereses. Ni reyertas, ni rendición. La enseñanza de la comunicación no violenta y la inmersión en valores éticos que preservan la convivencia, como puedan ser la empatía, el respeto a los demás, la cooperación, etc., son otros tantos recursos. Esto exige trabajo y dedicación para educar. No basta con instruir. La empatía ya es una asignatura escolar, por el Norte de Europa.
A medio plazo, es de aplicar el saneamiento de todos los niños y niñas que han sido víctimas de violencia en casa, o han presenciado la agresión entre sus padres. Hemos de considerar que estos niños, al tomar partido por uno de sus progenitores, han quedado huérfanos del otro… Y, en todo caso, quedan traumatizados por la lucha encarnizada que han presenciado. Unos vivirán intrapunitamente esa violencia, dirigiéndola contra sí mismos, en atención a sentimientos de culpa no elaborados. Otros serán violentos, como lo fueron sus padres, por identificación de carácter, u obedeciendo dictados de sus neuronas espejo. Todo trauma ha de ser elaborado; si no, es un cocodrilo que parece estar dormido. Hacer este trabajo es más barato que mantener cárceles y sufragar entierros.
Aquí y ahora, en el cortísimo plazo de la inmediatez, cuando el fragor de la batalla entre cónyuges está en alza, mucho antes que el juez dicte sentencia, es momento de la mediación. Esta no tiene que buscar el arreglo de la pareja, cuando ha muerto el amor. Es suficiente con recuperar el respeto a la dignidad propia y a la de la otra persona, poner de relieve el daño infringido a los hijos con las trifulcas y estimular la reparación del mismo. Ni siquiera es suficiente el perdón mutuo. Sólo tras el armisticio, puede ser bien recibido el tratado de paz. A fin de cuentas, serán necesarios más trabajadores sociales y quedarán liberados muchos abogados. Es cuestión de trabajar con inteligencia y aparcar las puñetas de los ritos arcaicos.