El episodio lamentable de las sentencias contradictorias en el Tribunal Supremo ha reverdecido dos debates interesantes para determinar la calidad de nuestra democracia: la libertad de crítica a los jueces y la garantía de su independencia.
La estabilidad y la calidad de la democracia no se resiente cuando la ciudadanía ejerce la crítica sobre las actuaciones de sus poderes, se trate del ejecutivo, del legislativo o del judicial. En ocasiones, los jueces, como los ministros y los diputados, actúan de manera anómala, incorrecta o irregular, y la ciudadanía tiene derecho a manifestar su disconformidad y su reproche.
El daño a la democracia y a la Justicia no deviene de la crítica legítima sino de la influencia ilegítima y del desacato explícito o disimulado. A la democracia y a la Justicia se la daña también cuando se la mal utiliza y se la manipula. Se la daña incluso cuando, sin serlo, la Justicia aparece como influenciable, manipulable e injusta. Pero no cuando se critica a los jueces.
El otro debate, el relativo a la independencia de los jueces, ha dado un giro inesperado e interesante a propósito del posicionamiento del Supremo en favor de los intereses bancarios.
Mientras Ciudadanos (el partido) y otros grupos derechistas intentaban situar el debate sobre la independencia judicial en la crítica a la elección parlamentaria (y democrática) de los vocales del Consejo General del Poder Judicial, millones de ciudadanos (de a pie) caían en la cuenta de que lo realmente importante es garantizar que los jueces sean independientes respecto a otros poderes no democráticos, como los poderes financieros.
Realmente es preciso asegurar que tanto los miembros del gobierno de los jueces como los propios detentadores del poder jurisdiccional ejercen sus funciones con independencia. Pero esto no quiere decir que unos y otros deban ser personas sin atisbo de inclinación ideológica o de convicción política. Fundamentalmente porque esas personas no existen. Se trata simplemente de lograr que actúen en el ejercicio de sus responsabilidades con honestidad, con rigor, con imparcialidad, y con independencia respecto a interés parcial o partidario alguno.
Los vocales del CGPJ ejercen tareas muy relevantes, como la inspección, la formación, los nombramientos o las sanciones a los jueces. Deciden, por ejemplo, si hay que reforzar la formación de los jueces en la lucha contra la violencia de género y cómo hacerlo. Y aún contando con su comportamiento honesto e independiente, importa su ideología, su trayectoria, su pensamiento.
¿Quién ha de determinar en una democracia de calidad el perfil de esos vocales? ¿La voluntad corporativa de los propios jueces, como plantea Ciudadanos, o la voluntad de la ciudadanía española a través de sus representantes legítimos en el Parlamento? ¿Y quién dice que los vocales elegidos por los representantes democráticos (e ideológicos) de los españoles serán menos independientes que los vocales eventualmente elegidos por las asociaciones profesionales (e igualmente ideológicas) de los propios jueces?
Las funciones jurisdiccionales de los jueces y su papel en el control de legalidad resultan igualmente determinantes para la vigencia del Estado democrático de derecho. En consecuencia, también resulta prioritario garantizar su ejercicio en condiciones estrictas de independencia e imparcialidad. Independencia e imparcialidad respecto a los otros poderes democráticos, desde luego, pero también respecto a los demás poderes, en la economía o en los medios de comunicación, por ejemplo. Y esta garantía quizás exija adoptar respecto a la judicatura algunas de las medidas de transparencia que ya se aplican en el ámbito de los poderes ejecutivo y legislativo.
En conclusión, los jueces y las juezas deben ser independientes, respecto a los intereses políticos y respecto a otros intereses también. Además, deben parecerlo. Y esta es una tarea en la que quizás haya que ayudarles desde una sociedad cada día más exigente con la calidad de su democracia.