Por Luis de Benito.- / Octubre 2019
Ya queda menos. El próximo martes, día 15, la Sala Nueva Estafeta, del Ateneo de Madrid acogerá un nuevo homenaje de la serie que organiza el profesor de filosofía Antonio Chazarra. En esta ocasión, serán seis los participantes en un acto que glosará la figura y la obra de Indalecio Prieto, el político y periodista que no deja indiferente a nadie y cuyo acercamiento provoca grandes amores y no menos grandes odios. La propaganda franquista se empleó a fondo para desprestigiar a una figura que, como la de PRIETO, bien se puede decir que ha influido decisivamente en el pensamiento político y social español contemporáneo. Avanzado de su tiempo, sus escritos, sus ideas, sus artículos y sus libros no han perdido vigencia. Muy al contrario, la lectura de su obra resulta asombrosamente fresca y bien pudiera reflejar, en muchos aspectos, la más rabiosa y palpitante actualidad.
Serán, como queda dicho, seis los intervinientes en una sesión que promete, como corresponde a la figura que van a analizar, profundidad, análisis y, rasgo también destacado de Prieto, polémica. Octavio Cabezas, Aladino Cordero, Matilde Isabel Díaz Ojeda, Matilde Fernández, Alfredo Líébana y Alonso Puerta escudriñarán todos los rincones de una tan apabullante personalidad. Resulta casi imposible abarcar todos los perfiles de un personaje tan prolijo y con tan exuberante actividad. Pero sí se puede afirmar que, una vez que finalice la sesión, todos los presentes conocerán mejor a Indalecio Prieto y tendrán, en consecuencia, más y mejores elementos para enjuiciar el papel histórico que jugó, y en muchos aspectos sigue jugando, el socialista a fuer de liberal tal y como él mismo se definió.
El acto del Ateneo será presentado por José Antonio García Regueiro y contará con la coordinación y moderación de quien suscribe estas líneas, un periodista (colega pues de Prieto) cuyo primer contacto con él fue, hace ya muchos años, cuando todavía niño cayó en mis manos y en mis asombrados ojos un libro llamado ‘La dominación roja en España’. El panfleto, con el paso de los años no he podido denominarlo de otra forma, dormía en el despacho del padre de unos amigos y estaba vedado a la curiosidad infantil debido a su truculencia y morbosidad. En secreto, aquellos niños, temblorosos y temerosos, repasaban infinidad de fotos de cadáveres, de cabezas destrozadas, de ataúdes semicerrados, de milicianos que, decían aquellas líneas, gozaban con sus tareas de auténticos verdugos. Y en medio de aquella exagerada y manipulada vorágine, su retrato, el retrato de Indalecio Prieto, el causante, decía el pie de foto, de todos los fusilamientos, de todos los asesinatos, de todas las quemas de iglesias (el libro de marras se ve que caló hondo en algunos actores políticos de la actualidad) que durante los años de aquella Guerra Civil se produjeron.
Para mis amigos de la infancia, aquella fotografía, era poco menos que la reencarnación, si es que el Ángel Caído hubiera tenido ese privilegio, del diablo. Todos los males, se encarnaban en él. Yo no tenía las cosas tan claras. Era imposible, razonaba para mis adentros, que alguien fuese o hubiese sido tan sumamente malo, tal malvadamente perverso. Con el paso del tiempo, aunque me costó ya que de vez en cuando soñaba con él, olvide el libro. Pero no pude, aunque confieso que lo intenté, quitarme de la cabeza la imagen de aquel ser que, decían los cronistas de la época, tenía el poder de ser el responsable de tanta desgracia.
Llegó el momento de ir al colegio. Por supuesto, y tal y como obligaba la época, colegio de frailes que, en este caso, no decían misa pero que sí actuaban como los que podían oficiarla. Yo les tenía un poco despistados. No podía ser posible que aquel niño, casi adolescente ya, que tan buenas notas sacaba y que tantas horas destinaba al estudio fuera tan rebelde. ¡Ni siquiera pertenecía a la Congregación del Santísimo Niño Jesús! Tampoco llevaba agua de rosas en aquellos lejanos meses de mayo donde se adoraba a la, en versión de aquellos frailes, única mujer pura que en el mundo ha existido. Todos los jueves por la tarde visitábamos la biblioteca del colegio. Ripalda era el autor más solicitado. A mí, todavía en el recuerdo, se me ocurrió pedir un buen día algo de Indalecio Prieto. El escándalo fue mayúsculo. ‘Ya decía yo – comentaba uno de los hermanos del babero – que este niño no era muy normal’. Estuvieron a punto de expulsarme del colegio y, de paso, condenarme al fuego eterno de aquel lugar del que Lucas y Mateo coincidían al señalar que ‘allí era el llanto y el crujir de dientes’.
Tuve que esperar todavía unos años para comenzar a satisfacer mi ya adulta curiosidad sobre las obras y milagros de aquel personaje que a punto estuvo de convertirse en crucial en mi vida. ‘Acaso en España no hemos confrontado con serenidad las respectivas ideologías para descubrir las coincidencias que, quizá fueran fundamentales y medir las divergencias probablemente secundarias, a fin de apreciar si éstas valían la pena de ventilar en el campo de batalla. La confrontación de ideologías, que no se hizo entonces, debe hacerse ahora. Porque es necesario un esfuerzo generoso en busca de puntos de concordia que hagan posible la convivencia, tratándonos como hermanos y no peleando como hienas’. Este fue uno de los primeros razonamientos que deglutí de Indalecio Prieto. Quizá se le olvidó decir, aunque seguro que lo pensó, que, al igual que no discuten, dos tampoco acuerdan si uno no quiere. En efecto. Por fin deduje que no era tan perverso como, durante los años de la dictadura franquista, nos lo pintaban y como los herederos de esa dictadura lo pintan ahora. ¿Se puede ser tan profundamente humanista? ¿Se puede decir mejor? ¿Se puede ser más actual? Prieto, además, hizo constantes llamadas de atención a la izquierda española para recuperar la cordura en un momento, dijo, de grave excitación colectiva. El mensaje iba dirigido a los exigentes comunistas de ¿entonces? Y al sector liderado por Largo Caballero embarcado en un suicida proceso de ‘bolchevización’ ideológica y táctica.
P.D. Hace tan solo unas horas me corroían todavía unas punzantes dudas. Me dirigí al oráculo. No, me dijo Antonio Chazarra, Prieto no fue el responsable de la caída del Imperio Romano. Me tranquilicé. Y pude, así, añadir de mi cosecha que tampoco fue ni es el culpable del cambio climático que sus más acérrimos detractores se empeñan en negar embarcándose, de esta manera, en un dilema de difícil solución. Si el cambio climático no existe, dirán ahora, es porque Prieto no tuvo la inteligencia ni la visión de preverlo. ¡Qué inutilidad!