La Ética es un refugio, un lugar de protección. En griego, la palabra ‘éthos’ se refería a la cuadra para los animales, el hangar donde se guardaban los astros diurnos por la noche y por el día los nocturnos; el refugio para los hombres era la moral, constituida por las costumbres acrisoladas que hubieran demostrado ser oportunas y recomendables para la convivencia. Sin Ética, andamos al pairo, desprotegidos, al albur de la casualidad y de las ocurrencias sin fuste, sin usos de garantía, ni costumbres sabias.
La enfermedad es todo lo contrario, un espacio de indefinición. Como dice la palabra, ‘in firmitas’, no hay firmeza, ni seguridad; la inestabilidad se apodera del organismo individual, de la situación, o de la sociedad entera si hablamos de una pandemia. Hay enfermedades de las personas singulares, de los grupos y de la colectividad; y siempre constituyen una amenaza para la supervivencia, por si ganan los agentes patógenos, el coronavirus de turno.
Nietzsche dejó dicho que la ética intencional, la que se apoya en buenas intenciones, no deja de ser más que la expresión de un prejuicio. Llevaba mucha razón: si nos proponemos ser buenos, queremos hacer el bien; pero, ese bien, de no haber otro apoyo, se soporta en las creencias ideológicas previas, que pueden ser erróneas. Por tanto, la ética intencional no es un refugio seguro.
La seguridad que presta la Ética la otorgan los hábitos que han demostrado ser eficaces para resolver problemas. Ésta es una ética pragmática, apoyada empíricamente en la experiencia diaria y, desde luego, más sólida que la intencional. El pragmatismo ha permitido que la humanidad consolidara su proyecto existencial y haya desarrollado la civilización.
Sin hábitos de trabajo, no se puede trabajar bien, y tampoco puede haber ética pragmática, la de andar por casa en zapatillas, en la que se fragua la Ética con mayúsculas. Los hábitos se adquieren trabajando, del magisterio que tiene el quehacer cotidiano, que puede llevarnos a ser virtuosos en nuestra competencia: la técnica, la empírica, la científica y la de phrónesis, perdón, de la prudencia, quiero decir.
Cuando los dirigentes de una sociedad carecen de experiencia, tampoco tienen el realismo que da el sentido pragmático y sólo les queda el recurso de la ética intencional: un maremágnum de pretensiones en pugna, según sea el punto de partida ideológico. Cada uno cree que hace el bien, simplemente, porque sus ocurrencias son coherentes con su credo, mera prolongación del mismo, la expresión del prejuicio que está a años luz del saber de phrónesis. Y así nos va: los consejos de ministros duran siete horas, para alumbrar el parto de los montes, porque la zaragata es ideológica, como de monjes escolásticos medievales. Los ideólogos son muchos y todos igualmente ineficaces e imprevisores, ilusos y utópicos, probablemente.
Permítanme un descanso del filosofar: el monte de El Pardo, es un espacio público de 16.000 hectáreas que, por cierto, incluye la zona de Mingorrubio…, donde habitan 200 especies de vertebrados. Una de estas son los jabalíes. Desde que se fue el dictador, dejaron de organizarse batidas para mantener la puntería en forma. En consecuencia, los jabalíes han dejado de tener depredador y han proliferado, como los cargos políticos. De tantos que son, el monte no los puede alimentar y las jabatas salen con sus rayones a buscar de comer por las poblaciones aledañas, con nocturnidad y alevosía, o a plena luz del día, según el hambre que tengan.
Es todo un símbolo. Para los griegos, el jabalí es un icono que representa la prepotencia de los gobernantes contrapuesta a la voluntad de los ciudadanos. El poder devorador de la calamidad que oprime y consume al pueblo. Pero hoy no contamos con un Calidón que organice monterías.
La ecología prohíbe atentar contra estos animales, aunque carezcan de depredador (en el monte de El Pardo, ahora, que yo sepa, no hay lobos) y se conviertan en una plaga. Una enfermedad. En consecuencia, tal presupuesto ideológico inmoviliza a los políticos de Patrimonio Nacional, gestor del monte, y a los políticos de los ayuntamientos infectados por la plaga, que sufren la invasión y los riesgos. Cualquier día, un niño se acercará a los rayones para jugar con ellos, ética intencional, y se encontrará con un mordisco, o con la muerte. ¿Quién será responsable de la catástrofe? Posiblemente, la ética intencional, no lúdica, en este caso, sino ecologista ilusa.
Lo mismo ha ocurrido con el coronavirus, una amenaza letal suelta que, en España, ha prosperado gracias a la ética intencional de los dirigentes. Primero, dijeron que se trataba de una gripe vulgar, que se curaba espontáneamente en el 85% de los casos, que otro 10% requeriría algunos cuidados caseros y hospitalización sólo el 5% restante. Esta falacia amparó la inacción e imprevisiones de los primeros meses. Había que celebrar el 8 de marzo, como fuese. Ética intencional.
Luego, hubo que hacer prisioneros a 47 MM de personas, atemorizándolas por las consecuencias letales del virus. Las mentiras se sucedieron sin cuenta desde el 24 de enero pasado, porque la ética seguía siendo intencional; no había que alarmar a la población. Y los embustes y engañifas se sucedieron torrencialmente, pese a que la población ya estaba secuestrada y en estado de estupefacción y los muertos proclamaran, por miles, la inoperancia manifiesta de unos dirigentes desbordados. ¿Por su propia bisoñez? ¡No!, en absoluto.
El virus mismo se ha hecho ideológico, un arma arrojadiza entre la derecha y la izquierda, para acusar al contrario de la irresponsabilidad obvia. Se desempolvaron recortes materiales, se resucitaron políticos que habían muerto, víctimas de su propio fracaso, como el psiquiatra o psicólogo Barbero; siguió menguándose la amenaza e incrementándose las previsiones que nunca llegaban, mientras crecían los muertos y los contagiados, en la realidad de los hechos.
El poder ideológico del virus ha conseguido descubrir el nazismo, que andaba camuflado tras la xenofobia de unos y la pasividad colaboracionista de otros: los mayores de 75 años dejan de ser personas humanas con derecho a test y, si pasan de 80 años, no hay UCIS, ni respiradores para ellos, que ya han vivido bastante. Todo fruto de prejuicios ideológicos. Ética intencional.
El buen revolucionario saca mejor partido del hambre que de la prosperidad. Así pues, también se ha sembrado hambre, propiciando un paro masivo, deteniendo la economía del país, cosa que no han hecho en otros sitios y han tenido menos muertos y menos contagiados. No es justificado ni lógico, pero sí ideológico. El desastre, bien alimentado por el pánico al virus, puede germinar y dar una cosecha opípara para la revolución. Más tarde, llegarán los agitadores sin escrúpulos a estimular a la grey: ‘apretad, apretad fuerte; que no se diga’, hasta que todo reviente. Ética intencional, amasada con estrategia maquiavélica de un prurito destructivo. El masoquismo de carácter español siempre cuenta con un dictador sádico al acecho y las etapas de felicidad pública han sido un hueco en la entalpía del odio.
Tomar consciencia es el primer paso para introducir cambios. Ese es el propósito de este trabajo.