Cuando alguien, con quien manteníamos una relación de amistad fallece, deja un vacío. Es difícil de llenar y suele ser de gran ayuda el recuerdo. Quien se va, está en todas partes, pero fundamentalmente en nosotros, en nuestro interior, porque forma parte de momentos inolvidables de nuestra vida.
De Enrique Tierno Pérez-Relaño pueden y deben decirse muchas cosas. Fue un hombre culto, generoso que hablaba y leía en cuatro idiomas, europeísta, humanista, un científico, un profesor, un intelectual… más, por encima de todo, un hombre íntegro capaz de renunciar a honores, comodidades y otras satisfacciones por ser fiel a sí mismo y a sus convicciones.
Admiraba a su padre, Enrique Tierno Galván, del que heredó algunas de sus cualidades como la ironía, la tolerancia y la defensa a ultranza de lo público. En las charlas con él, le gustaba comentar que su padre fue el autor del Preámbulo de la Constitución del 78, un texto hermoso del que pueden extraerse no pocos compromisos democráticos.
Enrique se sentía muy atraído por la música clásica, el pensamiento y la literatura, especialmente británica y alemana. Sentía debilidad por “Los papeles póstumos de Club Pickwick” y su vitalismo, compatible con un cierto pesimismo y melancolía, le llevaba a disfrutar de “Gargantua y Pantagruel”. Repasaba constantemente alguno de los libros sobre los que había trabajado con tanto ahínco y dedicación su padre.
Se formó como científico pertrechado de unos conocimientos económicos profundos, con sólidos estudios de matemáticas y física teórica a sus espaldas. En unos años en que los españoles vivíamos encerrados en una cárcel de mediocridad e ignorancia, tuvo la oportunidad de estudiar en universidades como Princeton, Essex o Giessen obteniendo los grados PHD y un doctorado con premio a la mejor disertación.
En esa época de su vida encontramos su faceta de investigador. Las más prestigiosas publicaciones en el terreno de la física experimental, han recogido algunas de sus colaboraciones.
No se ha hecho igualmente, el énfasis que se debería, en sus conocimientos sociológicos, fundamentalmente germánicos, que eran abundantes y profundos.
Profesionalmente estuvo vinculado a instituciones financieras de Estados Unidos, Reino Unido y otros lugares especialmente en Asia, donde dejó muestras de su capacidad y de su buen hacer.
Hablemos del hombre, de su generosidad, de los valores republicanos en que creía y de aquello que despreciaba: la corrupción, la doblez, la mediocridad y las prácticas espurias de aquellos que se dejan llevar por la ambición de un enriquecimiento rápido.
Visto de lejos, daba la impresión de seriedad e incluso su gesto era adusto. Sin embargo, de cerca podía apreciarse su ironía, su sentido del humor, su escepticismo y ese oscilar entre una vitalidad y el exquisito cuidado para no caer en el pesimismo.
Era un magnífico conversador, con él podía hablarse de la socialdemocracia europea, de las nuevas fuentes energéticas y de la amenaza que, constituían y que constituyen, los nacionalismos exacerbados, los populismos desenfrenados y la reaparición de movimientos ultraderechistas de signo nazi. Con él podía pasarse de Maquiavelo a Cicerón y de Michael de Montaigne… a la Escuela de Frankfurt.
En el tiempo en que lo traté más de cerca, en su etapa como Presidente del Ateneo de Madrid, demostró con creces su elegancia, su sentido ético y sus iniciativas para levantar la “Docta Casa” modernizándola para que volviera a jugar un papel destacado en la cultura madrileña.
Otro rasgo apreciable de su carácter era su profundo sentido laico, inseparable de la vida, de su sentido y de su visión del ser humano.
Creó y encauzó la Asociación para la Reflexión y el Debate Enrique Tierno Galván. Recuerdo el homenaje que le hicimos en Covibar, Rivas Vaciamadrid, con magníficas intervenciones como la de Miguel Iceta o la del Congreso de los Diputados con motivo del Centenario del nacimiento de Enrique Tierno Galván.
Enrique Tierno Pérez-Relaño era un demócrata de los pies a la cabeza. Conocía muy bien las flaquezas e imperfecciones del régimen democrático y los peligros que podían dar al traste con lo que tanto había costado construir.
Le gustaba recordar algunas obras emblemáticas de su padre. Hoy bastante poco leídas, pero que todavía pueden y deben arrojar mucha luz sobre el futuro de la sociedad española. Tal es el caso de “Federalismo y Funcionalismo Europeos”, “España como futuro” o la ironía y sutileza que se desprende de “Cabos sueltos” por la manera en que salda cuentas pendientes, con quienes se habían hecho merecedores de su desprecio.
Enrique siempre comentaba que entre los colaboradores de su padre sentía una especial simpatía y afecto por Antonio Rovira que con tanto mimo y rigor se hizo cargo de la publicación de sus obras completas, de Manuel Ortuño por su fidelidad en sus años de Alcalde de Madrid o por Rafael Moro que vigilaba por su seguridad.
Enrique Tierno Pérez-Relaño valoraba el trabajo, la capacidad de analizar la realidad, el arrojo y la valentía para proponer ideas y proyectos innovadores… a la vez que sentía un profundo hastío por la apatía, el conformismo y las miserias de alguno de sus compañeros de viaje.
Fue un racionalista que nunca renunció a los proyectos utópicos ni a un compromiso permanente con la libertad, la justicia y la igualdad.
Es obligado mencionar en unas notas a vuelapluma como estas a Karin Faber, su esposa, que le ha acompañado a lo largo de su vida y con la que mantenía lazos no sólo de afecto y cariño sino de complicidad.
Es momento de ir finalizando estas reflexiones In Memoriam. Tiempo habrá para análisis más reposados de todo lo que emprendió y de lo mucho que le debemos. No puedo dejar de mencionar, sin embargo, un proyecto que le ilusionaba en estos últimos años: su pertenencia a la Real Academia Europea de Doctores y el desempeño como Grado Trigésimo Tercero y Primer Teniente Comendador del Supremo Consejo Masónico de España.
Finalizo con su último gesto entrañable. En su despedida laica, que se celebrará en breve, no quería rostros lúgubres ni tristeza… sino valoración de la amistad, epicureísmo, afirmación de los valores laicos y una copa de buen vino para acompañar tan emotivo acto.