Por Rafael Simancas*.- | Enero 2018
La ideología supremacista avanza ganando exposición pública y adeptos por doquier, a veces de manera explícita y en ocasiones con sutileza. Y es preocupante, porque a lo largo de la historia de la Humanidad este pensamiento ha dado lugar a algunas de las tragedias más terribles.
El supremacismo parte de la convicción falaz de que unos seres humanos son superiores a otros en virtud de su etnia, de su credo religioso, de su nacionalidad, de su género o de su identidad sexual. Tal convicción suele tener su raíz en la ignorancia o el miedo, y suele conducir al intento de dominación sobre aquellos a los que se considera inferiores. Las consecuencias de tales conductas, como es lógico y ha sido dolorosamente comprobado, alteran gravemente la convivencia en paz y en democracia.
Durante el último tramo del siglo XX, el mundo parecía vacunado ante la amenaza supremacista. El drama de los seis millones de judíos asesinados por el supremacismo ario, la lucha por los derechos civiles en Norteamérica, los zarpazos agónicos del régimen del apartheid… estaban demasiado recientes como para que alguien intentara revivir aquellas locuras con algún eco. Pero el tiempo pasa, la memoria es frágil y los locos son persistentes.
Otra enseñanza de la historia del siglo XX, además del peligro que supone el avance de estas ideas, está relacionada con la actitud que adoptan los demás, los que no comparten ni la convicción supremacista ni el propósito consiguiente de dominación. Y la historia nos cuenta que la actitud silente, permisiva, tibia o neutral, bien sea por prudencia, por miedo o por pereza, conduce irremediablemente al desastre.
Ha de preocuparnos mucho el supremacismo zafio y grosero del Presidente de los Estados Unidos, que descalifica a los inmigrantes latinos como salidos de ‘agujeros de mierda’, y que insiste en erigir ese monumento al racismo y la inhumanidad que sería el muro previsto en la frontera mexicana.
Ha de preocuparnos sobremanera el avance de los supremacismos nacionalistas en varios países de Europa. Desde el supremacismo que ganó el Brexit en el Reino Unido hasta el que ha logrado gobernar en Austria o en Hungría, el que ha obtenido buenos resultados en Alemania, Francia u Holanda y, más recientemente, el que pretende ganar las elecciones en algunos territorios de Italia. ¿Cómo estarán las cosas en la Lombardía para que lidere las encuestas un señor que alerta del supuesto peligro que la inmigración africana supone para ‘la supervivencia de la raza blanca’?
Preocupante ha sido el supremacismo religioso que llevó al cristianismo a cometer tantas barbaridades, en nuestro país especialmente. Y preocupante es el supremacismo yihadista que siembra terror y muerte en los cinco continentes. Como preocupante es la respuesta supremacista que el Estado judío de Israel aplica sobre sus propios vecinos, a pesar de su propia historia.
Un supremacismo profundamente arraigado en nuestra cultura es el machismo. La convicción de la superioridad del hombre sobre la mujer, está detrás de los crímenes que llamamos violencia de género, y también sobre la multiplicidad de desigualdades, discriminaciones e injusticias que las mujeres padecen desde el principio de los siglos.
Y supremacismo es también la estigmatización y persecución de las personas homosexuales en todo el mundo, en España en menor medida que la media, reconozcámoslo. La idea de que el amor que un ser humano siente por un semejante, sea cual sea su género, pueda ser tachado de ilegítimo o ilegal por otro ser humano, es pura falacia supremacista.
Pero hay expresiones más sutiles del supremacismo, ante las que hemos de estar especialmente alertas, por su capacidad de camuflaje.
¿O no es supremacismo ignorar la muerte por aplastamiento de esas seis mujeres porteadoras en la frontera ceutí, mientras lloramos con razón cada asesinada por el machismo autóctono?
¿No es supremacismo pasar de puntillas sobre el drama de cientos de criaturas muertas junto a nuestras playas del Mediterráneo, con el único pecado de intentar escapar de la guerra o la miseria? ¿Sentimos o no sentimos menos cerca estas muertes que las de los europeos blancos atropellados vilmente en Barcelona, en Niza o en Londres?
¿Y, salvando las distancias, no es supremacismo claro ese llamamiento de Ernest Maragall en el Parlamento catalán de que ‘Este país siempre será nuestro’? ¿Por qué si no el secesionismo catalán solo encuentra aliados en Europa dentro del ultraderechismo xenófobo?
Tengamos muy presentes las causas del triunfo supremacista en la terrible historia europea del siglo XX, y procuremos no cometer los mismos errores. Al supremacismo se le combate primero identificándolo, desenmascarándolo y denunciándolo, haciéndole frente.
Al supremacismo, como a todas las ideas que parten de la ignorancia y el miedo, se le vence con educación y con cultura. Y a los supremacistas se les gana restándoles el caldo de cultivo de la desigualdad y la injusticia social en el que se cuece la frustración y la ira de muchos ciudadanos de bien.
Pues vamos a ello.
- * Rafael Simancas es Diputado electo por Madrid, Secretario General del Grupo Parlamentario Socialista en el Congreso de los Diputados y Profesor de Teoría Política de la Universidad Rey Juan Carlos