En la vida política española se está normalizando el conflicto radicalizado y extremo. No se trata de la diferencia legítima y saludable de pareceres. No se trata tampoco del debate, la polémica o la controversia lógicas en una sociedad plural y democrática. Estamos asumiendo como normal una dinámica de conflictos de gran intensidad, que imposibilita el ejercicio de la política para organizar el espacio público y socava la mismísima convivencia democrática.
A pesar de los esfuerzos del Gobierno por normalizar el debate en torno al problema territorial en Cataluña, los partidarios de la radicalización del conflicto lanzan a diario expresiones como fascistas, golpistas, traidores, opresores, vendidos, presos políticos, expolios… Las sesiones parlamentarias de control al Gobierno se han convertido en un concurso de descalificaciones en las que cada dos minutos y medio se acusa falsamente al ejecutivo de ‘pactar con filoetarras’, ‘arrodillarse ante los separatistas’ y ‘vender España’.
El crimen machista sobre la joven Laura Luelmo ha sido utilizado sin ambages ni escrúpulos como arma reprochatoria contra el PSOE por su oposición a la cadena perpetua. Y un debate parlamentario sobre los métodos de estimación de voto en las encuestas del CIS, que debía transcurrir entre argumentos de carácter científico y técnico, se ha convertido en una cacería con tal ensañamiento hacia su presidente, que el diputado proponente llegó a verter hasta 24 insultos en apenas cinco minutos de intervención en tribuna.
¿Cuál ha sido el proceso que nos ha llevado hasta aquí?
Las ideas se han ido sustituyendo por las identidades. Las ideas son compatibles, complementarias, maleables, perfeccionables, modificables. Las identidades no, al parecer. Las identidades son exclusivas y excluyentes. Una idea se mejora con otra idea. Una identidad se afirma contra otra identidad.
La argumentación se sustituye por la propaganda, y los documentos o las exposiciones por los tuits o los pantallazos de Instagram. Tenemos acceso al mayor caudal de comunicación de la historia, pero cada cual solo habla a su parroquia y solo escucha a su parroquia. Y en cada parroquia se abomina de todos los que no son de la parroquia.
El debate se sustituye por la diatriba, porque el primero requiere conocer y entender al otro para responderle, mientras que la segunda tan solo exige voluntad. Y ya no se rebate la perspectiva del otro, sino a la persona del otro. La política consiste hoy en negar al otro el derecho a ser escuchado.
Los frentes sustituyen a las posiciones. Las posiciones son relativas, cambiantes, intercambiables en función de los hechos y del aprendizaje. Los frentes son férreos, concebidos para la confrontación. El que sabe adaptar su posición es un actor flexible e inteligente. El que se sale del frente es un traidor.
En las instituciones políticas no hay compañeros de distintas filiaciones. Ni tan siquiera existen ya los adversarios políticos que confrontan ideas y posiciones. Ahora hay enemigos. Con el adversario, el diálogo es obligado y el entendimiento es aconsejable. Con el enemigo no vale ni el diálogo ni el entendimiento. O muere él o mueres tú.
Como dijera Unamuno en otro contexto histórico, ya no se trata de convencer, sino de vencer. No se persigue compartir ideas o posiciones con el de enfrente. Ni siquiera se procura ya que el de enfrente asuma tus ideas o posiciones. Se trata de hundir al otro, de borrarlo del mapa político.
No vamos pues hacia sociedades integradas sino hacia sociedades crispadas y fracturadas, y no nos conducimos por la senda de la mejora de la calidad democrática en nuestras instituciones y en nuestros comportamientos. Cada día damos pasos hacia atrás.
No es la primera vez que este escenario se produce en el seno de las democracias occidentales. Durante los años treinta del siglo pasado vivimos episodios semejantes. ¿Y qué nos dice la historia sobre lo que viene después?
Vienen los salvadores y taumaturgos, promoviendo la anti-política, el desmantelamiento de las aburridas instituciones democráticas, el fin de los partidos que solo piensan en ellos mismos, el cuestionamiento de los medios de comunicación que forman parte del sistema, la eliminación de intermediarios y contrapesos estériles, tantos Parlamentos, tantas televisiones públicas…
Entonces llegan los que ‘hablan claro’ aunque no digan nada sensato, los que ‘mueven el cotarro’ aunque no resuelvan ningún problema, los que señalan a los ‘culpables evidentes’ aunque sean falsos culpables, los que plantean ‘soluciones sencillas’ aunque las dificultades sean complejas, los que ‘dicen aquello que la gente quiere oír’ aunque aquello solo procure retrocesos…
¿Y si nos lo pensamos un poco antes de que lleguen los que ya están llegando?