El debate político sobre Cataluña parece haber atrapado a varios de sus protagonistas en una especie de jaula para hámsters. Tanto los actores independentistas -sin tener razón- como los actores de la derecha constitucionalista -aún teniendo razón- se limitan a dar pasos acelerados hacia… ninguna parte. Unos y otros actúan tal que presos de un bucle autorreferencial sin salida.
No cabe equiparar legitimidades ni conductas, porque unos desafían la legalidad quebrando la convivencia, mientras otros reclaman la vigencia de la ley como fundamento de la convivencia democrática. Sin embargo, la realidad es que en ambos bandos prevalecen aquellos que, bien por cálculo electoralista o bien por temor a ser tachados como traidores, se limitan a reiterar una y otra vez los argumentos ya conocidos sin procurar solución alguna.
Pero, ¿dónde nos lleva esta dinámica? La responsabilidad de quienes nos dedicamos a la representación de la ciudadanía en las instituciones políticas no consiste en evidenciar una y otra vez cuánta razón tenemos nosotros y cuán poca razón tienen ellos.
Nuestra responsabilidad pasa por avanzar al menos alguna contribución para resolver los problemas. ¿Avanzar hacia dónde? Lo urgente, desde luego, es recuperar la convivencia entre catalanes. Y lo importante, sin duda, es encontrar un nuevo encaje institucional para el autogobierno de Cataluña en España y en Europa.
Este camino tiene algunas condiciones, de forma y de fondo.
Las condiciones de forma pasan por el reconocimiento mutuo de las diversas posturas y de quienes las representan, para hacer viable el diálogo y para hacer posible el acuerdo. Además, como imperativo democrático previo, deben respetarse las instituciones y los procedimientos del ordenamiento legal vigente. E, indudablemente, cualquier resultado de aquel entendimiento ha de someterse a la votación de los catalanes y del conjunto de los españoles.
¿Cuál es el fondo del debate a resolver? Se trata de acordar un nuevo marco institucional que ofrezca satisfacción a las demandas identitarias y de autogobierno en la sociedad catalana. Este acuerdo ha de enmarcarse, por una parte, en la necesaria actualización del modelo territorial de España y, por otra parte, en el proceso paralelo de construcción de la unidad europea.
Y en estos contextos propios de nuestro tiempo perderán razón y vigencia esos viejos conceptos de patria, soberanía, frontera, independencia y autodeterminación, que tanta emocionalidad negativa y tanto conflicto político han ocasionado hasta ahora.
El nuevo gobierno socialista ha sido valiente. Ha salido de la noria del hámster y ha llamado a un diálogo abierto, con la sola condición del respeto a la legalidad democrática. Se trata de una buena oportunidad para superar la fase de conflicto y afrontar una solución acordada.
Primero, una reforma constitucional que alumbre un nuevo modelo territorial, negociada con todos los actores políticos, sociales y territoriales de España, y votada por todos los españoles. Y, después, un nuevo Estatuto de autogobierno en Cataluña, votado por todos los catalanes y refrendado en el Parlamento español.
Este era, a mi juicio, el sentido de la moción que el pasado miércoles 12 de septiembre acordamos en el Congreso los representantes del PDCat y del grupo socialista. Apenas unas horas después, alguien decidió frustrar el intento desde Barcelona. Para seguir corriendo hacia ninguna parte…