El pensamiento nacionalista es por definición un pensamiento excluyente. Antes que por afirmar la identidad propia, se caracteriza por negársela a los demás, a los distintos, a ‘los de fuera’. Cuando este pensamiento es minoritario, la convivencia se tensa. Cuando se extiende por contagio emocional, la convivencia se rompe. De ahí la contundencia de aquella frase de Stefan Zweig sobre ‘la peste’ de Europa, tan oportunamente reproducida en estos días.
La acción política que se deriva del pensamiento nacionalista no subraya los valores de la sociedad o la cultura propia, sino que se afana por distinguir esta de las demás. Yo soy catalán y tú no lo eres. El nacionalismo político amplifica los agravios cuando los hay y los inventa cuando no los hay, porque la victimización es el combustible emocional con el que alimenta el afecto entre los supuestos asediados y el desafecto ante los falsos asediadores.
La utilidad electoral de este clima inflamable es evidente. La dialéctica entre el nosotros y el ellos es tan clara como falsa. Nosotros somos los de aquí y ellos son los de allí. Y todos los que veis aquí que no comulgan con mis ideas en realidad trabajan para los de allí. Son falsos catalanes, malos patriotas, traidores o fascistas. Eso sí, la defensa de la patria exige adhesión incondicional y acrítica hacia quienes la lideramos, porque lo contrario supone ponerse de lado de los falsos catalanes, de los malos patriotas, de los traidores y de los fascistas.
El pensamiento nacionalista es a la vez simple y peligroso. Pero también resulta cansinamente anacrónico y reaccionario. En un mundo que globaliza sus relaciones económicas, su fenomenología social y su acervo cultural, restringir los espacios públicos y limitar las identidades es como poner puertas al campo. Las identidades son cada vez más libres, más compatibles y más compartidas. El futuro es el mestizaje. La pureza nacional, como la racial, son conceptos y expresiones de un pasado que no volverá, que no ha de volver.
Yo soy leganense, y soy madrileño, y son castellano, y soy español, y soy europeo, y soy todo a la vez. Unos días me levanto más madrileño que español, pero me acuesto encendidamente europeo. Otros días me siento ciudadano del mundo o no siento más identidad que la que me une a todos aquellos que sufren injusticias, vivan donde vivan, hablen la lengua que hablen y tengan la nacionalidad que tengan.
Mi identidad es algo propio, que forma parte de mi libertad, y sobre la que nadie tiene derecho a imponer o a recortar. Y lo catalán forma parte de mi identidad, porque ese es mi sentimiento y esa es mi voluntad. Las romanzas de Albéniz y las Paraules D’Amor de Serrat son carne de mi carne musical. Las poesies de Maragall, El caso Savolta de Mendoza o El embrujo chino de Marsé fueron parte de mi despertar a las letras. El park Guell de Gaudí es paisaje de mi memoria infantil, como lo es el Pirineo leridano o la Costa Brava. El éxito de Barcelona 92 lo viví como mi éxito, el éxito de mi patria…
Pero, ¿quiénes son Puigdemont, Forcadell o Junqueras para amputar mi identidad? ¿Quiénes son los de las esteladas para negar esa parte de mí? ¿Cómo se atreven a llamarme extranjero en mi propio país? ¿Cómo pretenden hasta negarme el derecho a opinar y a votar si mi país sigue siendo mi país o si lo rompen, lo fraccionan y separan la parte que ellos quieren para sí solos?
Europa nació precisamente para superar la barbarie nacionalista. El nacionalismo es excluir y Europa es compartir. El nacionalismo es frontera, separación y debilidad, mientras Europa es la fuerza de la unidad. El nacionalismo es pasado y Europa es el futuro.