El 9 de abril de 1977, Sábado Santo, Lalo Azcona, el presentador del Telediario de la noche del único canal de televisión existente, anunció la decisión del Ministerio del Interior de legalizar al Partido Comunista inscribiéndolo en el denominado «registro de asociaciones políticas». Mi mujer y yo estábamos en Jávea, donde habíamos ido a pasar cuatro días con nuestros hijos, de tres y dos años, en el pequeño apartamento de mis suegros, cerca de Cala Blanca. La noticia no nos sorprendió.
Dos meses y medio antes, una fría noche de enero, regresábamos en coche a casa desde un cine del centro y cruzamos frente al alto portón de madera de un edificio de la calle de Atocha. En la segunda planta estaba uno de los despachos de abogados laboralistas más conocidos de Madrid.
Vimos el portón entornado y los alrededores vacíos a una hora en que los demás portales de la zona estaban ya cerrados. Fue una visión fugaz que nos extrañó, pero cuyo verdadero significado sólo comprendimos cuando los informativos de la mañana siguiente relataron, según las primeras investigaciones y mostrando fotografías en blanco y negro de las víctimas, lo sucedido en aquél despacho prácticamente a la misma hora en que nosotros habíamos pasado frente a él.
Mi mujer, el rostro desencajado, la voz rota, me dijo que había ido allí dos días antes. Durante el último año Javier Sauquillo, una de las víctimas, les había estado asesorando en un par de pleitos y al hilo de eso, ella había ido conociendo a la mayoría de sus integrantes. El impacto emocional de lo ocurrido le duró varios meses. Durante ese tiempo, y aunque era el camino más corto, las tardes de domingo en que volvíamos a casa tras visitar a mis padres que vivían en el otro extremo de la ciudad preferíamos dar un rodeo y no pasar por allí.
Por supuesto fuimos al final de la calle Génova, no lejos del Palacio de las Salesas, la fría y áspera tarde del entierro, conscientes de lo que se estaba jugando. La consigna era evitar provocaciones, garantizar el orden a toda costa. Una consigna ilusoria porque desde varias horas antes de la establecida la marea humana allí congregada sobrepasó cualquier cálculo. Sin embargo, aquella multitud compacta e imponente llegada de todas partes, mantuvo un orden estricto. El silencio, tenso y gélido, era roto ocasionalmente por aislados gritos de «Vivan las Comisiones Obreras» o «Viva el movimiento obrero», acallados rápidamente por los asistentes. Aquellos gritos aislados subrayaban con su solitaria espontaneidad la disciplina reinante. En el ambiente flotaban una pena honda y una rabia contenida. Se levantaron puños al paso de los coches fúnebres, despedidos entre fuertes aplausos a medida que llegaban a la Plaza de Colón y se perdían luego calle de Alcalá arriba. Fuera de eso no hubo enseñas ni banderas, ni un gesto de rencor, ni una expresión de odio o de revancha. Hasta la prensa más reaccionaria lo consideró una demostración de organización sin precedentes. Todo el mundo dio por hecho que la legalización del Partido era solo cuestión de tiempo. Por supuesto, sabíamos que muchos de los allí congregados ni eran ni serían nunca militantes o simpatizantes del Partido, que gran parte de ellos ni siquiera se consideraba de izquierdas. Pero era imposible que aquél «baño de masas» no despertara en nosotros un cierto optimismo, que semejante demostración de fuerza no nos generara falsas expectativas. Y, sin embargo, la ansiada legalización, con su lógico correlato del regreso de los exilados, se retrasaba. Adolfo Suárez enfrentaba importantes resistencias internas.
A finales de marzo terminé mi periodo formativo como MIR en el Hospital Clínico de San Carlos y solicité una plaza de médico adjunto en los dos hospitales públicos de Granada, el Clínico de San Cecilio y la residencia de la Seguridad Social Virgen de las Nieves. Ignoraba que ese año, la denominada «crisis del petróleo», había obligado a hacer recortes en el presupuesto de la Seguridad Social. Los recortes se comunicaron a los centros cuando las plazas estaban ya convocadas por lo que, aunque resultaran adjudicadas, carecían de dotación presupuestaria. Los jefes de los respectivos servicios me explicaron que tenía dos opciones: empezar a trabajar sin cobrar -ni saber cuándo cobraría-, o retrasar mi incorporación hasta que alguna de las plazas se dotara, es decir, como mínimo un año.
Pero para eso faltaban aún varias semanas. Recuerdo que aquél sábado de 1977 el tiempo en Jávea era variable y más bien nuboso. De cuando en cuando soplaba una brisa racheada que levantaba pequeñas nubes de arena. Antes de comer, paseamos un rato por la playa, pero no nos bañamos. De regreso al apartamento, llamé a par de amigos, miembros como yo de la dirección provincial del Partido en Madrid, pero no di con ellos. Esa noche, las celebraciones ante los locales más o menos camuflados del Partido fueron escasas y comedidas. Como luego se supo, a la mayoría de los dirigentes la legalización les pilló por sorpresa. Carrillo estaba en París visitando a un familiar. Suárez, quien al parecer tomó la decisión el martes anterior tras consultar a un pequeño grupo de colaboradores muy cercanos, jugó bien sus cartas. A la mañana siguiente volvimos a la capital, justo a tiempo de conocer la dimisión del Ministro de Marina, el almirante Pita da Veiga, y la nota de repulsa a la legalización firmada por una veintena de capitanes generales y otros altos mandos militares. Las tensiones entre Suárez y los ultras del Ejército comenzaban a ahondarse.
Poco después, Carrillo le impuso al Partido la aceptación de la Monarquía y de la bandera roja y gualda, y cuando a primeros de mayo, a la entrada de la conferencia provincial previa al IX Congreso, un dirigente me preguntó, le dije que me parecía bien. Fue una decisión adoptada sin discutir, pero me pareció bien. El eurocomunismo daba entonces sus primeros pasos públicos, pero ni esa ni otras decisiones razonables, muchas de ellas tomadas de arriba abajo en un clima de grandes urgencias, provocaciones ultras y frecuente ruido de sables, impidieron que en las primeras elecciones democráticas de junio de ese año el PCE (9,4%) quedara muy por detrás del PSOE (29,3%). El sorpasso comunista con que algunos soñaban no se produjo y un PSOE renovado y con un líder joven y carismático se alzó con la hegemonía de la izquierda española. Sin duda a ello contribuyeron el escaso atractivo del entonces ya declinante modelo soviético, y el que Dolores Ibárruri, Carrillo y su entorno fueran percibidos como residuos de un pasado lejano e incómodo por amplios sectores de la opinión pública. A partir de ahí la confrontación entre pro-soviéticos y eurocomunistas se fue enconando y terminó rompiendo el Partido cuatro años después. La mayoría de los eurocomunistas –por lo general jóvenes profesionales y líderes obreros fogueados en las luchas de masas de la década precedente- dejamos el PCE y, de un modo u otro, acabamos aceptando la oferta de volver a «la casa común de la izquierda», formulada desde el PSOE. El resto forma parte de la historia reciente. Una historia que desde luego no habría la misma sin aquella decisión hecha pública con un lenguaje más bien leguleyo y anodino un Sábado Santo de hace ahora cuarenta años.