El ser humano es autopoyético, se hace a sí mismo, al tiempo que hace su vida. Es decir, mientras desarrolla su oficio, o cualquier quehacer cuotidiano, va construyendo su identidad en cuatro estratos: el orgánico que es el cuerpo, el psicológico o psiquis; el social o sintalidad y el espiritual.
La persona humana, cada hombre y cada mujer, es un complejo sistema de sistemas: el cuerpo, el yo material de W. James, soporta el entramado de las otras realidades, cada una de las cuales constituye un sistema tan intrincado y laberíntico como el propio cuerpo. Incluso éste se transforma, estructuralmente, en diálogo con esos otros sistemas que constituyen a la persona; y, funcionalmente, el cuerpo es capaz de enfermar y hasta de morir en su afán de mantener el equilibrio entre los diferentes sistemas que componen al yo.
Sobre el sistema biológico, cuya integridad, edad, necesidades instintivas y limitaciones fisiológicas debemos respetar y atender, gravita el segundo sistema, yo psíquico en el lenguaje de W. James, que, estructuralmente, reside en una parte del cuerpo, el sistema nervioso, cuyas funciones son casi autónomas y originan el conjunto de creencias, pensamientos, saberes, deseos, imaginaciones y sentimientos.
En tercer lugar, encontramos la sintalidad o yo social, que deriva de los roles que realizamos: somos padres, esposos, amigos, socios, empleados y ciudadanos. Todo eso constituye nuestra identidad social, donde coinciden y se solapan la persona y el personaje. Ambas creaciones del propio yo, con los cuales cosecha éxitos y fracasos. Estos, a su vez, repercuten en la psiquis suscitando motivos de satisfacción, o de angustia, que despiertan alegría o dolor que, a su vez, alteran la química del cuerpo por efecto del estrés, que experimentamos antes y después de los eventos sociales que protagonizamos.
Por último, en cuarto lugar, está el yo espiritual, el sistema de creencias y valores culturales, el campo axiológico de donde arranca el sentido que damos a nuestra vida y la significación que vamos configurando a través de lo que hacemos. La espiritualidad no es una substancia, está en lo inmediato del día a día, porque la constituye el valor que otorgamos a nuestro quehacer, que da nuestra razón de ser como personas, la significación y sentido de nuestra vida
El desajuste grave de cualquiera de estos componentes, va a irrumpir produciendo síntomas. Un síntoma es una llamada de atención, una denuncia que el conjunto hace ante la consciencia del individuo para que tome medidas correctivas. El síntoma es un reclamo de algo que está de sobra o está faltando; por tanto, es insobornable, porque habla de una necesidad, de una disfunción, de un incumplimiento esencial, de una traición a la homeostasis, al equilibrio básico que garantiza la vida y la viabilidad del sistema complejo que somos. Ejemplos de síntomas son el insomnio o la hipersomnia, la inapetencia o desgana, y su contraria la inquietud o excitación constante, los rituales obsesivos, el dolor, la dispepsia, la culpa, la angustia, etc. Todo síntoma detecta los rejonazos que nos pegamos.
Si no atendemos al síntoma, el proceso desencadenará un síndrome, una enfermedad, in firmitas, la no estabilidad crónica, una denuncia más seria de que el sistema está amenazado y que, de no poner remedio, puede terminar en la muerte, como solución del fracaso previo.
La posibilidad de enfermar físicamente está en los genes. Cierto. Va con nosotros desde el momento que se forma el gameto en el seno de nuestra madre. Y, tales posibilidades se activan si tienen oportunidad, cuando el sistema de defensas, por efecto del estrés o las toxicomanías, baja la guardia y deja entrar otros elementos tóxicos externos, o permite el desarrollo de toxinas internas. Cualquier persona, aunque sea diputado o senador, si se droga, se está clavando un rejón al atacar la integridad de su cuerpo, no se respeta a sí mismo y, por tanto, deja de ser confiable. Sus desajustes psíquicos, sociales y espirituales irán a rebufo de sus dependencias tóxicas.
También hay una extensa patología psicológica. Todos estamos neuróticos, dejó dicho Freud. Y, efectivamente, sufrimos manías, obsesiones, más o menos incómodas para uno mismo y para los demás, fobias, filias y parafilias; podemos seguir rituales bizarros, que pueden resultar antipáticos, e incluso nocivos para los demás, y experimentar fabulaciones psicóticas muy alejadas de la realidad. Son alteraciones del pensamiento, de las emociones y de los condicionamientos, que trastocan la armonía de la psiquis. Por ejemplo, la falta de higiene emocional es tan perniciosa como la falta de higiene corporal y ambas conllevan muchos rejonazos que aplicamos en heridas sangrantes.
Hay que tener en cuenta que lo que está en nuestra mente, está también en nuestra anatomía física y viceversa. Los péptidos, polipéptidos, proteínas y neurotransmisores son la cadena de información. No podemos entretenernos en explicar esta red de informadores por razones obvias; baste saber que cuerpo y mente están en contacto permanente, porque tienen enlaces de información para alterar la consciencia cuando es preciso, a fin de que ésta adopte las medidas oportunas. Son servomecanismos.
Viajamos por la vida cargados con una psiquis antigua, la del niño que fuimos, que aún no hemos dejado de ser. Cuando éramos niños nos apañábamos con la intuición, los instintos, las emociones, el pensamiento mágico, la visualización y la imaginación como herramienta creativa. Como quiera que el niño que fuimos aún no ha muerto, todos estos dispositivos siguen en vigor, los seguimos usando, con las mismas destrezas, o torpezas, que entonces, porque son medios para la excelencia.
En la memoria infantil, anidan, igualmente, los traumas recibidos, los condicionamientos e impactos emocionales de toda laña. Por ejemplo, un niño que fue acosado, violado, maltratado, o que presenció estos atropellos, es altamente probable que de mayor sea fuente del mismo daño recibido que él, inexorablemente, va a ejecutar sobre otros, a menos que haga la catarsis de las emociones experimentadas allá y entonces, en su rol pasivo. Repetir el trauma en rol de protagonista es un desquite, una búsqueda falsa de la homeostasis; son rejones para los demás.
Como quiera que este estrato de la psiquis antigua también es el campo de lo maravilloso, de lo mágico y casual, capaz de creer que hay bueyes que vuelan, unicornios de colores, hadas benevolentes y brujas malignas, la psicoterapia es efectiva aquí porque creer es crear y viceversa. La catarsis es curativa porque así lo creemos y porque creamos engramas nuevos adunados al trauma viejo, que tienden a neutralizarlo.
Sigo insistiendo que somos un ser autopoyético, llamado a ser excelente, tanto en un escenario neoliberal, como dictatorial, hetero-patriarcal o feminazi. En cualquier ámbito, nos hacemos a nosotros mismos y somos responsables de nuestra trayectoria. A este respecto, nos interesa creer que nos vamos a curar de lo que quiera que sea y ello comienza a crear salud psíquica, social, espiritual y hasta orgánica.
La patología social, las sociopatías, o alteraciones de los roles de relación y convivencia, corresponden al yo social de W. James. La fobia social es una de estas patologías, la mendacidad que corresponde a un pensamiento fabulador, las parafilias sexuales, el incumplimiento de compromisos verbales o formalizados, la hostilidad crónica, etc., reflejan dolencias del yo social, que denotan su debilidad e inconsistencia.
La sintalidad sana y fuerte deriva del proceso mediante el cual el otro se me incorpora, mientras yo me incorporo al otro, sin dejar de ser cuanto somos cada uno por separado. El otro incorporado me presta prudencia, valores éticos y protección en el ser para conmigo mismo; empatía, amor, compasión y permiso en el ser para el otro. Si los modelos recibidos son propicios a la convivencia, la persona estará bien integrada socialmente y buscará la excelencia personal con tales herramientas.
Cuando la sintalidad, o yo social, está dañado por modelos inadecuados, la psicoterapia, la meditación, la confrontación sistemática son opciones metodológicas para reestructurar los contenidos dañinos, deconstruir los rejones y quitarles su automatismo y toxicidad.
Sin ser ampulosos, ni pretenciosos, en los pequeños retos del día a día, con la sintalidad ganamos excelencia cuando educamos a nuestros hijos, garantizamos el ejercicio de la libertad, nos respetamos mutuamente, procuramos ser justos, fomentamos la igualdad equitativa entre quienes nos rodean y practicamos la solidaridad fraternal con nuestros semejantes. Todo esto no lo da una ideología, ni la neo-liberal, ni la progresista, ni la sublime religiosidad esotérica, sino el trabajo personal, que decanta y rechaza la negatividad, los rejones que amenazan la convivencia, y potencia las fuerzas integradoras en pro de la cohesión y armonía social.
El yo social que nos nutre y con el que cada uno nutrimos a otros, genera un flujo y reflujo constante, con que el yo se diluye en los otros, y los otros se incardinan en el yo, sin perder la subjetividad que corresponde a cada uno. En un equipo, cada miembro hace labor de equipo, siendo él/ella misma; a mayor subjetividad, mayor efectividad en el equipo.
El ser con el otro gestiona el sentido que estamos dando a nuestra vida, el destino final de nuestro esfuerzo; esto es, la espiritualidad. Éste es un estado para ser auténtico en los roles inmediatos que ejercitamos y en el alcance trascendente que cabe dar a nuestra vida. Del yo espiritual nace el estilo de vida, el modelo de vida que nos caracteriza y la coherencia de nuestra autenticidad. En lo que hacemos ponemos esmero, sentido del deber, afán de superación, amor, altruismo, disciplina, etc. Son valores de excelencia; por eso, la espiritualidad es amiga sabia del yo y puente de armonía con los otros.
En su patología, encontramos nihilismo, vacuidad, el pasotismo de hacer por hacer; o bien, rivalidad indiferenciada, agresividad ciega y la acritud de hacer contra quien sea, con tal de perjudicarle; o bien, el consumismo, ambición materialista, la voracidad de hacer para tener más, a tontas y a locas y sin sentido, asociándose a otros sin escrúpulos. Todos estos son otros tantos rejonazos que encabritan al caballo desbocado del mito del auriga de Platón.
Un yo sano, bien integrado, asume la autoría de sus actos; no necesita exculparse proyectando sobre terceros la responsabilidad que le concierne, ni esconde la mano después de tirar la piedra. Sólo el niño se oculta tras la proyección por miedo al castigo, al reproche social.
Un yo débil, aunque su personaje sea grandioso, trampea, juega a aparentar, miente, presume de lo que no debe y predica flatulencias grandiosas, que resultan incoherentes desde su propia persona (haz lo que yo digo, no lo que yo hago), con tal de ocultar su cruda y prosaica realidad.