David John Moore Cornwell, conocido por su pseudónimo John le Carré, falleció en Cornualles (UK) el pasado 12 de diciembre
La reciente muerte de John Le Carré, pseudónimo de David Cornwall, permite evocar la figura de uno de los mejores escritores – si no el mejor- del género literario específico surgido en torno a la novela de espionaje. De este género Le Carré fue su principal mentor, ya que en su construcción, deconstrucción y reconstrucción influiría de manera decisiva.
Había nacido en 1931 en Poole, al sur de Inglaterra junto al Canal de La Mancha. Cursó estudios en las Universidades de Berna y Oxford, para ejercer como profesor en Eton. Incorporado durante un lustro al servicio diplomático británico, desde el Foreign Office se familiarizó con la correosa política exterior británica que, desde el siglo XIX sigue aún hoy a pies juntillas la pauta fijada por aquel singular premier, Henry John Temple, lord Palmerston (1784-1865), manifiesta en su axioma: “El interés permanente de Inglaterra consiste en no tener aliados permanentes”. Pero, con extremada astucia, el escritor Le Carré, fuera ya del servicio exterior, dio la vuelta al axioma geopolítico del vizconde británico y convirtió a la Unión Soviética en el enemigo permanente del Reino Unido, con su modelo político cobijado bajo el ala oscura del capitalismo liberal al que el escritor rendiría importantes tributos.
Tras debutar con tres novelas sin repercusión, Le Carré alcanzaría fama mundial con su obra El espía que surgió del frío, publicada en 1963, a partir de la cual cosecharía numerosos éxitos con títulos como La Chica del tambor, El espía perfecto, La gente de Smiley, El topo, Honorable colegial o La Casa Rusia. Desde luego, sería el régimen político del país de las estepas, más precisamente y dentro de él, el espionaje exterior soviético, el que en mayor medida, casi en exclusiva, atraería su atención literaria más persistente ya que convirtió a los servicios secretos de la URSS de posguerra en los coprotagonistas centrales de casi toda su novelística.
Profundidad psicológica
Desde el punto de vista literario, bien conocido, la profundidad psicológica de sus personajes alcanza las simas más hondas, abismándose en la soledad, el vértigo y el vacío moral que suele apoderarse de los oficiales de Inteligencia -nombre nuevo de la vieja denominación de los agentes de siempre- en el despliegue de sus actividades secretas.
Pero un aspecto más interesante aún es, a juicio de este cronista, el trasfondo, alternativamente ético o amoral, que rezuma de sus personajes. Es el caso de su entrañado personaje George Smiley, veterano y bonachón agente , hombre descreído que parece achacar su obsesivo fracaso matrimonial a la naturaleza de su trabajo secreto cuando, en realidad, cabría explicarlo en los términos de la tediosa inhumanidad de su existencia, desprovista de ideal o anhelo alguno.
Le Carré logra fascinar a sus lectores en su intento de ocultar a toda costa la matérica concepción del mundo subyacente a la idiosincrasia anglosajona, impregnada de un pragmatismo esculpido por cinceles calvinistas, utilitaristas y, en último término, librecambistas. Su técnica, más ideologizada de lo que aparenta, consiste en echar fuera esos balones propios y cebarse en una intencionalmente magnificada malevolencia del socialismo y del comunismo, olvidando criticar a fondo la oscura estela de desigualdad e injusticia con la que su antisocialismo liberal ha anegado las relaciones sociales de su británico país y de medio mundo. Y ello por mor de un designio imperial en clave británica -felizmente trasnochado- que el escritor inconscientemente acaricia y que acostumbra aflorar en muchas de sus novelas.
La fuga de Kim Philby
No es baladí establecer que Le Carré, como todo ex diplomático o ex agente secreto británico, como él mismo lo sería, se vio enormemente concernido e influenciado por la fuga a Moscú desde el Líbano de Kim Philby (1901-1986) quien, tras trabajar para el Kremlin a lo largo de décadas desde la cúpula misma del servicio secreto británico, huyó a la Unión Soviética en 1963. Dada la obsesiva fijación de los autores ingleses en el caso Philby, no se sabe si por un explicable patriotismo de cuño nacionalista burgués, por un guiño cómplice a la política exterior del Londres que carece de aliados permanentes –leáse Estados Unidos- o por razones poco conocidas, ninguno de esos autores tan celebrados en el género espionaje como Graham Greene, Ken Follet o Andrew Boyle ha reparado en que Philby, trabajando para Moscú, seguía laborando simultáneamente para Londres. O mejor, fortalecía el designio de persistencia geopolítica del Reino Unido en el escenario internacional.
Le Carré no quiso -o no pudo- ni admitir ni resolver tal charada; pero un hombre con su evidente talento, debió habérsela planteado en más de una ocasión. Y optó, presumiblemente, por callársela. Por lo cual, su muy premeditado silencio al respecto adquirió implicaciones ideológicas evidentes. Pero nadie en la envarada Corte de San Jaime era capaz de admitir la cizalla ideopolítica que implicaba una hipótesis de filos tan cortantes como la alianza tácita de Londres con el Kremlin, frente al primo norteamericano, puesto que admitirla, llevaba al pragmatismo anglosajón al límite de la hipocresía de su modelo ideológico liberal y al del maquiavelismo de su canon político.
Esta contradicción en términos ideológicos, no lo era en términos políticos. La minuciosa observación de la política británica tras la Segunda Guerra Mundial lleva a formular una consistente hipótesis geopolítica según la cual, Londres se propuso, fundamentalmente, prorrogar cuanto fuera posible el poderío británico mundial como gran potencia naval, que, por doquier, ya se veía muy seriamente amenazada por la vigorosa impronta neo-imperial estadounidense. El corolario era sencillo: cuanto antes llegaran a la cumbre hegemónica mundial los Estados Unidos de América, antes declinaría el poderío de la pérfida Albión. Ergo, es razonable pensar que Londres se aliara tácitamente con Moscú para erosionar la peana de aquel poderío trasatlántico emergente. Uno y otro ganaban con ello distintos y jugosos réditos. En ese negocio, la importancia de Philby y del renombrado equipo de espías de Cambridge jugaría un papel decisivo.
Por consiguiente, cuando Kim Philby contribuía a hacer llegar los secretos nucleares estadounidenses al Kremlin, desde su puesto de coordinador en Washington entre los servicios secretos británicos y los estadounidenses, estaba contribuyendo objetivamente a erosionar aquella peana de poder norteamericano cuya prolongación podría seguir manteniendo, siquiera con respiración asistida, el Rule, Britannia!
Labor de los historiadores de la Geopolítica será la indagar sobre la certeza o nulidad de esta hipótesis, contra la cual la novelística del apóstol aventajado de la Guerra Fría, John le Carré, sobrada de imaginación y de conjuras, pugnó denodadamente por evitar a toda costa, no sabemos si de manera consciente o inconsciente. Ambas serían actitudes cargadas de significación.
Ficción literaria versus real politik
Desde luego, la ficción literaria es una cosa y la real politik es bien otra. Pero cuando el novelista explota hasta el límite los aspectos ideológicos y políticos para cebar su ficción, como Le Carré hizo en casi todas sus novelas, es justo pedir esfuerzos por indagar las consecuencias últimas de su estupenda imaginación, la misma que desplegó para teñir, tan solo de sombra y miedo, la primera gesta emancipatoria de la Humanidad que se saldó en la Rusia de 1917 con un balance favorable a los sectores sociales mayoritarios. Constatar los efectos de una deriva política cualesquiera, sin indagar en sus causas –el estado de excepción permanente al cual el socialismo fue sometido en la URSS desde el minuto cero de su existencia, por parte del capitalismo realmente existente mediante invasiones, asedios, guerras, bloqueos…- puede crear bellos mundos literarios que, a la postre, gratifican el ocio y , desde luego, devienen en negocio. Pero no despejan la incertidumbre que sobre el futuro de la Humanidad se cierne. De no haber existido muchos Philbys comunistas o socialistas, por muy duales que fueran, el llamado equilibrio bipolar del terror nuclear, que mantuvo al mundo al acecho pero sin desencadenarse la temida destrucción mutua a lo largo de la Guerra Fría, podría haber devenido en una prolongada y espantosa clonación de unilaterales, abyectas y criminales Hiroshimas, por citar tan solo un ejemplo.
Le Carré, tras la implosión de la URSS, se empeñó en reconstruir un género demasiado ideologizado por él mismo. Y lo hizo recurriendo, casi siempre, al recuerdo del poderoso enemigo cuya silueta, tan certera como siniestramente por él diseñada, tanto contribuyó a perfilar. La rusofobia es, quizá, el principal fruto ideológico –y etnocéntrico- de su persistente legado: el de un excelente escritor, artero propagandista y apologeta de un sistema ideopolítico declinante, en trance de fenecer.