Se ha dicho, sin ninguna prueba, que Spielberg se inspiró en Otto Rahn para crear a Indiana Jones. Pero en nada se parece el filólogo alemán al buscador de tesoros estadounidense (llamarlo arqueólogo, dado el nulo respeto que demuestra por las culturas que supuestamente, investiga, me parece del todo inadecuado). Otto Rahn era otra cosa: por encima de todo, un poeta; en segundo lugar, un idealista enamorado del pasado. En tercer lugar, ay, un nazi.
La vida breve de Otto Rahn (1904-1939) dejó tras de sí un puñado de fotografías que nos lo presentan como un joven serio, delgado, amante de la vida al aire libre y bastante discreto. En una de las imágenes que nos han llegado de él, tomada en lo que parece un parque, delante de unos árboles —luciendo gabardina y sombrero fedora y mirando a la cámara con aire satisfecho—, recuerda a uno de aquellos espías de las primeras películas de Fritz Lang. Otras fotos nos lo muestran en plena actividad: explorando cuevas, examinando petroglifos, jugando con un perro… Físicamente, no responde su figura a los arquetipos de germanidad que defendían los nazis: más bien enclenque, cenceño, de pelo negro y tez oscura (aunque esto, lo confieso, me lo estoy imaginando, porque todas las fotografías que tenemos de él están, por supuesto, en blanco y negro). Tiene los ojos grandes y soñadores y el aire ensimismado de aquel cuyo reino no es de este mundo.
Procedía de una familia burguesa de lo más respetable. Estudió Derecho, por sugerencia o imposición paterna, aunque su verdadero amor era la Filología. Fue decisivo en su vida el encuentro con un personaje singular, el escritor Maurice Magre, teósofo y opiómano, quien le transmitió su pasión por la cultura occitana en general y por los cátaros en particular. Viajó al sur de Francia por primera vez en 1929 y se enamoró tanto de su paisaje como de su historia. Admiraba profundamente la poesía de los trovadores, y se representaba la Occitania de entonces como un mundo ideal, una especie de paraíso de altísima espiritualidad, en abrupto contraste con el muy materialista presente que a él le había tocado vivir. Pero aquel mundo feliz feudal y cortesano había tenido un sino trágico. Apocalíptico. El Papa y el Rey de Francia se conjuraron para destruir lo que consideraban —lo era— una amenaza para su poder. Para erradicar la herejía cátara, muy arraigada en tierras occitanas, el papa Inocencio III predicó una insólita cruzada dentro de los límites de la Cristiandad que acabó para siempre con aquel mundo caballeresco y cortés que Rahn tanto admiraba. Occitania fue sojuzgada, y su floreciente cultura completamente destruida. Los cruzados, con el apoyo inestimable de la recién creada Inquisición pontificia, comandada por los dominicos —los perros de Dios, Domini canes—, incendiaron, saquearon, violaron, torturaron y asesinaron hasta reducir a cenizas el paraíso de los trovadores. La feliz Occitania quedó, como la Atlántida, cubierta por las negras aguas de la historia.
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Los cátaros, como todas las sectas gnósticas, repudiaban el mundo material, que consideraban hechura de un dios menor y maligno. Se decían, con toda lógica, que un Dios justo y bondadoso nunca hubiera podido crear un mundo tan imperfecto y tan colmado de injusticias como el nuestro. Jehová, la divinidad iracunda y despótica del Antiguo Testamento, continuamente sedienta de sangre, es este dios menor, otro de cuyos nombres es Lucifer: el arcángel que se rebeló contra el Dios verdadero y supremo, y creó el grosero mundo material. El objetivo de los cátaros, los puros, es liberarse del mundo, trascender la carne, regresar a la prístina pureza espiritual. Maurice Magre, mentor de Rahn, dijo de los herejes occitanos que eran los budistas de Occidente. No hace falta ir tan lejos, creo: como todas las sectas gnósticas, en última instancia remiten al idealismo platónico.
Lo que importa, en todo caso, es que Otto Rahn hizo suya esta filosofía. Viajó incansablemente por el sur de Francia, recorriendo senderos, visitando castillos, iglesias y cuevas, recogiendo tradiciones orales y buscando restos de aquel mundo perdido. El universo, para los cátaros, es el campo de batalla entre el Bien —el Espíritu— y el Mal —la Materia—. Leyendo a Otto Rahn se percibe hasta qué punto él comparte personalmente esta visión dualista del mundo, cuyo origen rastrea en antiguas religiones indoeuropeas, y cómo siente que su labor de investigación forma parte del combate entre la luz y las tinieblas. Hace —románticamente— causa común con los cátaros, y considera su deber restituirles su verdadero lugar en la historia.
En el Parzival de Wolfram von Eschenbach, poema germánico del siglo XIII, Rahn descubrió, o creyó descubrir, referencias a los terribles acontecimientos que habían tenido lugar en Occitania. La fortaleza cátara de Montségur, la última en caer ante los embates de la cruzada, sería, según Rahn, el Munsalvaesche mencionado en el poema de Von Eschenbach. Rahn descubrió, o creyó descubrir, que los nombres de algunos personajes aludían a nobles que fueron destacados defensores de los herejes. Leído en esa clave, esta obra fundacional de la literatura alemana, que Joseph Campbell consideró comparable, o incluso superior, a la Divina Comedia, es una crónica del terrible final de los cátaros, una dolorosa elegía por su exterminio.
El grial del Parzival no es un cáliz, ni un cuenco; no tiene nada que ver con la Última Cena ni con José de Arimatea. Es una misteriosa piedra que el poema designa como lapis exillis: en la lectura de Otto Rahn, lapis ex coelis, o piedra de los cielos. Según la interpretación que él hace, el grial nada tiene que ver con Jesucristo: es nada menos que una piedra preciosa que adornaba la tiara de Lucifer, perdida cuando el ángel rebelde, derrotado, cayó sobre la tierra. Los cátaros la custodiaban: sus enemigos, la horda luciferina, quisieron arrebatársela, pero no lo consiguieron. Con la destrucción de los cátaros, el rastro del grial se perdió para siempre.
Cuando más arriba hemos dicho que Rahn fue un poeta no quisimos decir que escribiera versos, sino que sus textos alucinados y esotéricos están siempre impregnados de poesía. Especialmente el primero, Cruzada contra el Grial, en que el desarrolla sus fabulosas y apasionadas teorías. Su investigación, dudosa en cuanto a su valor histórico y filológico, es un hermoso poema de amor a un pasado que tal vez nunca existió, al menos no en la idealizada forma en que él lo soñó. Rahn participa del sufrimiento que la Iglesia de Roma inflige a los herejes. Narra el heroísmo de quienes fueron torturados en nombre de la ortodoxia, y se proclama, una y otra vez, heredero de los masacrados.
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El alma idealista e incauta de Otto Rahn no supo sustraerse a la vorágine nacionalsocialista. Sus intereses eran otros, más próximos a la mística que a la voluntad de poder, pero fue captado por la corte de ocultistas que rodeaba a Himmler, y sus ideas incorporadas a las fantasías nazis sobre la antigua religión aria. Su segundo libro, La corte de Lucifer, está marcado por la necesidad de ajustar su tesis sobre los cátaros a las conveniencias de su nuevo partido. Es un libro muy inferior, más interesante por lo que tiene de crónica de sus viajes que por el nuevo rumbo que toman sus teorías.
Rahn llegó a militar en las SS, varios años, hasta que fue expulsado ignominiosamente de sus filas por conducta inapropiada (esto es, porque mostró públicamente su orientación sexual). Murió muy poco después, en circunstancias realmente extrañas. Su cadáver congelado se halló en el monte Wilder Kaiser, en los Alpes, en marzo de 1939. ¿Asesinato o suicidio? En su libro Cruzada contra el Grial, Rahn había dicho, con la pasión que le caracterizaba, del suicidio entre los cátaros: «el suicidio solo está permitido realizarlo en el momento de máxima alegría», en el curso de un ritual de ayuno conocido como endura. «Como los cátaros profesaban que la verdadera vida era la de después de la muerte, según ellos el suicidio sólo estaba permitido cuando se llevaba a cabo porque se quería “vivir”». No es imposible que, profundamente decepcionado con el mundo material, eligiera morir para vivir por fin en el mundo espiritual que, según los cátaros y otros gnósticos, es nuestro verdadero hogar.
Otto Rahn, aunque militase unos años en las filas nacionalsocialistas, tuvo siempre mucha más vocación de mártir que de verdugo. Soñador de imposibles paraísos, fue su vida, como el título de aquella película de John Huston, un paseo breve y alucinado por el amor y la muerte.