septiembre de 2024 - VIII Año

PASABA POR AQUÍ / Poesía y provocación

Detalle de la tumba de Urraca López de Haro, cuarta abadesa de la Abadía de Cañas (La Rioja). Talla de Ruy Martínez de Bureba (1272)

Llevo mucho tiempo dándole vueltas a estas dos palabras que aparecen juntas con cierta frecuencia.

Considero que la poesía no está hecha específicamente para provocar, pero sin embargo es una de las artes más provocadoras. Es más, lleva en su propia esencia la provocación.

En realidad, casi todas las artes tienen, más o menos, ese componente de incitación porque se dirigen a las sensaciones del ser humano, a su concepto de belleza, a su conciencia, a estimular sus sentidos, aunque en ninguna de ellas sea condición «sine qua non» la provocación en el sentido más gramatical del término.

Nada tienen que ver las artes con la arenga militar, con la soflama, con las consignas, con los panfletos o con los mítines políticos, ni siquiera con los mensajes publicitarios. Todo eso sí está creado específicamente para provocar, para estimular a la acción, para excitar el deseo, para buscar directamente la reacción.

A ver si consigo explicarme sin que fanáticos a favor o en contra me atosiguen o pretendan ganarme para su causa.

La pintura, la escultura y la fotografía, en todas sus modalidades, encierran sin duda la provocación, sirven para llevar el ánimo a una idea, para exaltar el ánimo, incitar, mover las conciencias.

La música y la danza son muy provocadoras, consiguen elevar el espíritu de un modo muy especial, estimulan diversas emociones y son, por su propia esencia, un lenguaje muy universal.

La arquitectura parece más anodina en ese sentido, pero también levanta el ánimo una estructura bella, atrevida, o una construcción hermosa y equilibrada, así como nos llevan al rechazo los edificios vulgares de viviendas, construidos sin gusto ni originalidad.

La publicidad, tantas veces dotada de creatividad y arte, siempre tiene detrás el mal sabor de boca del consumismo lo que, en cierto modo, la envilece bastante.

En cuanto a la literatura, toda ella estimula reacciones de un tipo u otro y provoca sin duda.

Pero de todos los géneros literarios, y de todas las artes, la poesía es la más provocadora porque exige siempre la participación activa y cómplice del que la lee o la escucha. Ese es el quid de la cuestión. No basta con admirarla o repudiarla, no basta con estar o no de acuerdo o entenderla más o menos; hay que involucrarse con ella, hay que asimilarla como sustancia del mismo pensamiento que la recibe. O el lector se convierte en cómplice del poeta o no hay nada que hacer.

Tal vez esta exigencia es culpable en parte de que tantos se alejen de la poesía. Muchas son las excusas para no acercarse a ella: «No la entiendo», «me resulta confusa», «me cansa», «me parece rara»… Y no digamos cuando desde la ignorancia y la insensibilidad se afirma de ella que es cursilería, asunto de tipos que están en las nubes o actividad meliflua fuera de la realidad. En el fondo es más cómodo que te den una historia hecha a que tengas que involucrarte en ella emocionalmente, es más fácil extasiarse ante cualquier belleza a tener que arriesgar tu juicio personal y tus emociones en ese proceso.

Esto es aún más grave que en otras artes porque la poesía está hecha con un lenguaje que es el que utilizamos de forma cotidiana —esto no ocurre con la música o la pintura, por ejemplo—. El que la poesía se confeccione con nuestras propias palabras de todos los días es algo que da bastante más miedo —¿por qué no llamarlo así?— y entonces la provocación es muchísimo mayor; y consecuentemente el rechazo de los que no quieren que nada les remueva por dentro.

Algunas de las características de la poesía colaboran al rechazo del que hablamos, cuando debieran llevarnos precisamente a todo lo contrario: Su incorrección lingüística, manipulando el idioma; su facilidad para entrar en conflicto con lo «políticamente correcto»; su frecuente paseo por la contradicción; su inconformismo intrínseco; esa manía de poner en solfa el lenguaje y los comportamientos habituales…

Cierto que hay poetas que resultan muy correctos en el lenguaje, tan correctos, tan finos, tan cuidadosos, que no manipulan ni el idioma ni nada, que no entran en conflicto con esa estupidez de la corrección política, que no frecuentan las contradicciones ni los inconformismos y que se ciñen a las costumbres habituales sin soliviantar ni en la forma ni en el fondo, pero cabe preguntarse si son poetas auténticos o meros decoradores del papel en blanco, paniaguados de la vulgaridad del sistema y manoseadores de palabras mil veces repetidas al servicio de la tontuna social.

Suele decir el poeta Enrique Valle: «Yo lo que quiero de un poema es que me deje hecho polvo», o lo que es lo mismo, que le inquiete, que le haga temblar, que le sacuda el ánimo, que le remueva las emociones. En una palabra, que le provoque.

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