Ha pasado a mejor vida, y nunca mejor dicho, aquello de morirse para que te quieran más.
Ya no se cumple la famosa frase de Jardiel Poncela que está inscrita en su nicho del cementerio de San Isidro en Madrid: «Si buscáis los máximos elogios, moríos».
También lo dejó escrito Julio Camba y tampoco se cumple: «Se ve que, hoy como ayer, aquí nadie llega en vida a parte ninguna, y que, para obtener el respeto y la consideración de sus conciudadanos, lo primero que tiene que hacer el español es morirse».
Es curioso que el propio Einstein, que sabía mucho de física, pero andaba cortito en biología, afirmase que «La fama es para los hombres como el cabello: crece después de la muerte, cuando no les sirve de mucho», porque ya sabemos que el cabello no crece después de la muerte sino que, al retraerse la piel, da la sensación de que el pelo y la barba se alargan. En todo caso concedámosle al sabio de Ulm que sí acertó en lo de que la fama: después de muerto no le sirve al individuo para nada. Eso lo resumía muy bien la sabiduría popular en un refrán que repetía mi padre con frecuencia: «A burro muerto, la cebada al rabo».
Estamos estos días en eso que llaman Halloween —con esqueletos hasta en la sopa—, que, no lo olvidemos, es ancestral festejo de celtas y otras culturas europeas llevado a EEUU y que ahora nos devuelven ellos con su bisoño estilo de farándula comercial. Así que es buena ocasión para hablar de los difuntos y sus más y sus menos.
A lo que íbamos: ¿Por qué ha pasado a mejor vida esto de que si mueres te elogien y te consideren? sobre todo si eres persona que merezca ser elogiada o considerada por sus logros reales. Pues porque apenas ocurre dados los tiempos ingratos que vivimos. Como mucho, si estiras la pata, tus conocidos hablan bien de ti un rato y luego ya se olvidan para celebrar que ellos siguen vivos con unas cervecitas en el bar más cercano al cementerio. Otra cosa son los familiares y más cercanos, que sin duda lo pasan muy mal, pero no estamos hablando de eso.
La fama, los elogios y las alharacas son hoy para quien consigue esos dudosos éxitos que aparecen en las redes sociales, en la prensa del famoseo y en las gacetillas de insustancialidad y hasta en la prensa que se supone más seria, pero que también anda como pollo sin cabeza.
Se aplaude a los youtubers, influencers y demás por decir chorradas en sus vídeos, correr riesgos estúpidos, poner frasecitas que quieren ser ingeniosas y mostrar sus habilidades en maquillaje, cocina, vestidos, turismo y vete a saber qué otras cosas importantísimas.
Se aplaude y se refrenda con votos a cualquier politicastro que haya mentido sin pestañear, haya roto a martillazos las memorias informáticas que pudieran acusarle, haya prometido una cosa y hecho todo lo contrario y haya demostrado que su inteligencia brilla por su ausencia y sólo sirve para proteger a su partido y apoltronarse en el poder como sea.
Se alaba y se reconoce a cualquier deportista, sobre todo si da patadas a un balón (a los deportes minoritarios apenas se los menciona aunque ganen lo que sea).
Se sigue con fruición a un montón de personajillos, frecuentemente descerebrados, que se pelean dentro de una casa; de un hotel de lujo; de una isla; de una cocina, preparando platos a la carrera; o simplemente en un plató de televisión sacando sus trapos sucios y haciendo gala de simpleza y desvergüenza.
Todos estos famosos de la menudencia no necesitan morirse para que los aplaudan, aunque los reconocimientos en vida tampoco es que les duren mucho.
La reflexión, la cultura, la sensatez, la conciencia solidaria, la ciencia, el arte… todo eso es cosa de algún canal secundario de televisión, pasa con más pena que gloria y se olvida, eso sí, a la misma velocidad que las estupideces de las que veníamos hablando. Sobre todo —tengamos esto en cuenta—, porque vivimos en el reino de la inmediatez, de lo pasajero, de lo efímero, del consumo alocado y fugaz.
A los muertos notables de verdad: un par de notas en prensa, algún artículo, algún homenaje póstumo y rápidamente a otra cosa, que el tiempo vuela. Su recuerdo queda en algún caso especialmente notable durante largas temporadas, siempre que no lleguen determinadas modas revisionistas y caigan en desgracia. Valgan como triste ejemplo los recientes ataques a las estatuas de Cristóbal Colón o de fray Junípero Serra (de esto de la iconoclasia, con razón y sin ella, ya hablaremos otro día)
Así que si hay poco reconocimiento y aplauso en vida para las gentes de auténtico valor, ya me diréis para qué quieren morirse ¿para que les aplaudan quince minutos más y a otra cosa? De los ciudadanos de a pie que fichan y pagan hipoteca ya ni hablamos.
Morirse será pasar a mejor vida, pero sólo un ratito que aquí es perecedera hasta la muerte. Lo siento mucho, querido Jardiel, querido Camba y estimado señor de la relatividad: el cabello y la fama, por merecida que sea, no crecen después de muertos.