Uno de los principales personajes del tramo central del siglo XIX fue Luis Napoleón, primero como presidente de la Segunda República francesa y después como emperador del Segundo Imperio. En este artículo nos acercamos a una personalidad ambivalente, llena de facetas y que ha generado no pocas polémicas entre los historiadores.
Carlos Luis Napoleón Bonaparte nació en 1808, hijo de Luis Napoleón, hermano del emperador y rey de Holanda. En 1815, con el triunfo de la Restauración, tuvo que marchar a Suiza. El ímpetu juvenil le hizo entrar en la sociedad secreta de los carbonarios, iniciando una etapa de conspirador intenso. En 1832 su vida comenzó a cambiar. En ese año fallecía el conocido como Napoleón II, es decir, el hijo que el emperador había tenido con María Luisa de Habsburgo, por lo que heredaba los supuestos derechos sucesorios napoleónicos, aunque por el momento al joven Luis Napoleón solamente le interesaban las conspiraciones. En 1836 tuvo que exiliarse y en 1840 ingresó en prisión. En 1846 se fugó de la cárcel. Luis Napoleón se convirtió en un personaje propio del Romanticismo.
Al estallar la revolución de 1848 en Francia regresó y consiguió ser elegido diputado gracias a su fama de revolucionario. En contraposición, Luis Napoleón no parece que tuviera una gran preparación intelectual y política. Esta cuestión ha generado un cierto debate por parte de los historiadores. Si para Tocqueville era un mediocre, para Thiers era un cretino. También Zola expresó que su inteligencia era mediocre y en otra ocasión insistió en que era un introvertido. Guizot consideraba a Napoleón III como un iluso. Por fin, Marx llegó a pensar que era una especie de monstruo de la ignominia. Pero conviene matizar esta colección de descalificaciones, ya que hay que tener en cuenta que sí tuvo alguna formación, como lo demuestra su asistencia a la Academia Militar de Suiza, además de que se sabe que dominaba, en cierta medida, la economía política, siendo un decidido defensor del librecambismo, y llegó a escribir un libro, La extinción del pauperismo, con resonancias del socialismo utópico. Si en economía defendía el librecambismo, en política su liberalismo se diluyó por la defensa de lo que algún historiador ha denominado el “autoritarismo democrático”, como un instrumento para implantar la igualdad frente al supuesto egoísmo burgués, aunque esto lo desmentiría el propio desarrollo del Segundo Imperio. El autoritarismo sería su baza fundamental para hacerse con el poder, ya que, ante el cariz radical del 48, la propia burguesía y los sectores más conservadores de Francia le apoyaron para que accediera a la presidencia de la República y para la reconversión de ésta en Imperio.
El bonapartismo, aunque se basaría en la forma de gobernar de Napoleón, se cristalizó con su sobrino Napoleón III. Se trataría, en consonancia con lo que estamos diciendo, de una especie de sistema de dictadura popular, o populismo en el poder. No sería una monarquía absoluta, sino una especie de monarquía donde se reconocería la soberanía del pueblo, aunque no se tratase, realidad, de una monarquía constitucional y, ni mucho menos, parlamentaria. Se invocaba, constantemente, al pueblo, a la voluntad popular, a través de los plebiscitos, fácilmente manipulables.
Pero en política exterior Napoleón fue un férreo enemigo de la Europa de la Restauración y de la Santa Alianza, erigiéndose en defensor de los pueblos oprimidos, como el italiano, aunque luego abandonara a su suerte a los nacionalistas italianos. Así pues, fue un conservador defensor del orden en el interior de Francia, y fuera desató su pasión romántica revolucionaria juvenil, aunque no hasta las últimas consecuencias.
Esta ambivalencia también se puede observar en la evolución política del Segundo Imperio francés. Algunos historiadores dividen la historia del mismo en dos: en una primera etapa, el gobierno imperial tendría un carácter claramente autoritario y, a partir de 1859, el signo político sería más liberal, aunque, para otros historiadores solamente sería liberal muy al final.
En conclusión, lo que sí parece claro es que se trató de un político titubeante que cambió sus políticas con cierta frecuencia y que se caracterizó por tres aspectos: su autoridad nació de la usurpación, siguió una política exterior de prestigio y, por último, siempre fue receloso de las asambleas y parlamentos, de la democracia, en fin.