El descubrimiento de América es, sin duda, el acontecimiento más trascendental de la historia universal. Y la exploración, conquista y colonización del nuevo continente y de sus islas no tiene parangón en los anales del género humano. En el transcurso de una sola generación, los españoles adquirieron más territorio que el conquistado por Roma en más cinco siglos. Gengis Khan conquistó más territorio, pero no dejó tras de sí, más que una estela de muerte y destrucción. Por el contrario, los españoles organizaron y administraron todo lo conquistado, recreando en el Nuevo Mundo las instituciones y costumbres de España.
Pero los españoles no llevaron a América sólo especies animales y vegetales, de las que el nuevo continente carecía, caballos, ganado, cereales, etc. También llevaron los españoles las letras y las artes de Europa, las Universidades y la imprenta, y convirtieron a su fe a millones de almas. Los colonizadores ingleses, franceses y holandeses de América, no pueden compararse con los exploradores y religiosos españoles. Unos aventureros formidables que se abrieron camino a través de selvas vírgenes, de llanuras interminables, de desiertos gigantescos y de los nevados pasos de los Andes, para hacer realidad sus sueños de riqueza y de gloria. Para ellos, la realidad llegó a superar con creces sus más fantásticas ilusiones. Eldorado fue una de esas ilusiones, uno de esos mitos. Como la Fuente de la Eterna Juventud que buscó Ponce de León en 1512, aunque sólo llegase a descubrir la Florida. O como el mito del reencuentro con las diez tribus perdidas de Israel.
Eldorado fue la ilusión de una tierra, un país o una ciudad en la que la abundancia de oro era colosal. Un lugar donde el pavimento, las paredes de las casas, y hasta los objetos domésticos más elementales serían de oro. Una fabulación tras la que muchos corrieron y que a muchos les costó la vida. América estaba llena de cosas maravillosas, entre las que no se puede olvidar su riqueza en metales nobles y en piedras preciosas. En el caso del surgimiento del mito de Eldorado se entremezclaron mitos, leyendas y realidades, en un curioso revoltijo que disparó la imaginación de los españoles y de los europeos del siglo XVI, y a veces de los indígenas, en una sucesión búsquedas que ha perdurad muchos años. Nacido de la evidencia de las riquezas en metales preciosos que hallaron los primeros exploradores y conquistadores españoles de América, Eldorado dio lugar a ensoñaciones que inspiraron expediciones que normalmente acabaron en desastre, aunque fueran muy positivas para la exploración y la conquista generales.
El mito de Eldorado es de configuración plenamente española y debe considerarse como una aportación cultural española a acerbo general de la cultura universal. También son aportaciones españolas algunos otros arquetipos, algunos muy bien conocidos, como “Don Juan”, “El Quijote”, o el arquetipo del Torero, o el “delincuente honrado” de Jovellanos. Y es también un mito de arraigo americano, pues fue la exploración de América la que disparó el comienzo de esa ilusión. Quizá, el momento inicial deba situarse en México, Nueva España, tras la conquista realizada por Cortés, y sus compañeros, en el año de 1521. Hace ahora 500 años. Los tesoros en oro y plata que Cortés pudo enviar a España encendieron una primera fiebre del oro en América. Una fiebre del oro que renacería varias veces en los más diversos territorios americanos, hasta el mismísimo siglo XX.
El éxito de Cortés deparó las primeras expediciones para encontrar otros posibles reinos fabulosos colmados de riquezas, Eldorado. Así, Pánfilo de Narváez, en 1527, con Cabeza de Vaca, exploraron las dos Floridas (las actuales Florida y Alabama) y el territorio de lo que hoy es Texas, en una desgraciada expedición que trajo noticias de los búfalos y de las Siete Ciudades de Cíbola, ciudades fabulosas de oro que buscaron después Hernando de Soto o Coronado, con el único resultado de descubrir el Río Misisipi, el primero de ellos, y el Río Colorado el segundo. El mito de las Siete Ciudades de Cíbola, que se comenta más adelante, fue derivación del mito de Eldorado, enlazado con una fábula de inspiración visigoda, sobre hechos datados en Mérida, en el año 713.
Pero la consagración del mito de Eldorado se produjo algo después, tras la conquista del Perú por Pizarro, en 1535. El fabuloso tesoro que envió Pizarro a España tras la conquista peruana, elevó a la máxima expresión la fiebre del oro y las riquezas americanas. Pizarro envió a España, para el rey Carlos I, un tesoro fabuloso en oro y plata por valor de 153.000 pesos de oro. El peso tenía 450 maravedíes; 1 maravedí de 16 quilates pesaba 3,2 gr de oro, luego, a unos 18 euros el gramo de oro, 1 quilate valdría 57,60 euros, es decir un total de 3.965.760.000 euros, en aquella época. Por esa razón, tras la conquista del Perú, no debe extrañarnos que la ilusión de Eldorado se desplazase hacia el sur, desde Nueva España, y más concretamente hacia las selvas del Orinoco y el Amazonas.
La huida de los últimos incas tras la definitiva derrota ante los españoles, sin dejar un rastro claro a seguir, y de la que se dijo que la habían hecho llevándose tesoros aún mayores que los entregados para el rescate de Atahualpa, reforzó la idea de la existencia de algún lugar donde habría acumuladas mayores riquezas aún que las tomadas por los conquistadores europeos. Unos relatos que captaron la atención de los europeos, en primer lugar, de los españoles, hasta alcanzar los ribetes de una leyenda que se ha prolongado, como veremos, hasta los tiempos más recientes.
La divulgación del mito y su difusión por todo el mundo civilizado fue obra de un inglés, Sir Walter Raleigh (1552-1618). Capitán corsario británico, escribió una obra, en 1595, que ha sido considerada como una de las más destacadas relaciones de viajes escrita en lengua inglesa, “The Discoverie of the Large, Rich, and Beautiful Empire of Guiana, with a Relation of the Great and Golden Citie of Manoa, wich the Spaniards call El Dorado”. En 1593, Raleigh había intentado encontrar un paso desde el Atlántico, al Pacífico por el Norte, sin conseguirlo. Tampoco llegó a averiguar que tal cosa es imposible, pues los hielos perpetuos del Polo Norte cierran el acceso marítimo entre ambos océanos. A su vuelta a Inglaterra trabó conocimiento con un prisionero español, Pedro Sarmiento de Gamboa, soldado y cronista de la guerra contra Tupac Amaru, quien le puso al día de las realidades y fantasías de los exploradores españoles en América.
En febrero de 1595, Raleigh se hizo a la mar con cinco navíos para explorar el Orinoco. La expedición fue un desastre y Raleigh retornó a Londres en agosto de ese mismo año, sin más botín que el obtenido en algún saqueo de pequeñas poblaciones españolas o indígenas. A cambio, como su libro, escrito ese mismo año, ganó una popularidad considerable en todo el mundo. En su obra, explicó que había visto gran cantidad de oro que no pudio extraer por carecer de herramientas y de hombres suficientes para ello. Y también dio indicaciones precisas para la localización de la ciudad de Manoa, la Ciudad del Oro, pese a que él no había llegado a verla. No cabe hablar exactamente de mito, o solamente de mito, de Eldorado, habida cuenta de la monumental riqueza en metales preciosos de América. El mito, en este caso, tenía una base real, muy real, y no sólo las ensoñaciones más o menos alimentadas por fábulas y leyendas.
La ubicación concreta de Eldorado se fue desplazando con el tiempo. Inicialmente se buscó por el norte y el centro de América, para recalar finalmente en el sur, en la zona situada entre los ríos Orinoco y Amazonas, como antes se indicó. A título de ejemplo, debe recordarse que el novelista italiano Emilio Salgari (1862-1911), escribió una de sus novelas sobre este asunto, titulada La Ciudad del Oro, situada en su relato en las selvas del río Orinoco. El nombre de la ciudad de la novela de Salgari era también el de Manoa.
Los primeros buscadores de Eldorado se habían desparramado por el antiguo imperio Azteca, donde consiguieron encontrar yacimientos de oro y de plata que luego serían puestos en explotación en años sucesivos. Pero el fabuloso mundo de Eldorado y sus maravillas, eso no se encontró. Hacia el sur, desde México, Hernando de Soto, integrante de la Expedición de Pedrarias, exploró la costa de Nicaragua, a cuya conquista contribuyó, pero no halló trazas de Eldorado. Hacia 1527, Pedro de Alvarado exploró las actuales Guatemala y El Salvador, pero no halló rastros de riquezas minerales y sí una tenaz resistencia de los indios mayas a la conquista.
A la vista de los resultados negativos de la búsqueda de Eldorado por la Nueva España y su parte sur, la búsqueda se orientó hacia el norte. Las expediciones de Pánfilo de Narváez, en la que iba el famoso Alvar Núñez Cabeza de Vaca y la dirigida por Hernando de Soto, fueron las más destacadas de las que se emprendieron.
Narváez realizó su tentativa en 1528, pero sólo logró hallar la muerte en su intento, sobreviviendo únicamente cuatro de los expedicionarios que lo acompañaban, entre ellos Cabeza de Vaca, quien trajo la noticia de las fabulosas Siete Ciudades de Cíbola, las antes citadas ciudades áureas y de riquezas fabulosas que estarían más al oeste de donde había llegado la expedición de Narváez. Luego, Cabeza de Vaca relató su aventura en su obra “Naufragios” (1545).
En 1539, Hernando de Soto, que había conocido el relato de las venturas y desventuras de Cabeza de Vaca, inició la exploración y conquista de las Floridas (actualmente Florida y Alabama) y logró la hazaña de alcanzar el río Misisipi, donde murió en 1542. Los supervivientes que lograron retornar a Nueva España, volvieron a difundir la noticia de tesoros: la existencia de las fabulosas Siete Ciudades de Cíbola, que se ubicarían al oeste del gran río descubierto por la expedición de Hernando de Soto, el Misisipi.
El mito de Cíbola encuentra sus antecedentes en leyendas hispanas altomedievales. Quivira y Cíbola formarían parte de unas fantásticas ciudades que sólo existieron en la imaginación de los autores de un viejo mito. El mito tiene su origen en el año 713, cuando los moros conquistaron la ciudad de Mérida, en su arrolladora conquista de la península Ibérica. Según dicha leyenda, en ese año 713 huyeron de Mérida siete obispos, no sólo para salvar sus vidas, sino también para impedir que los infieles musulmanes se apropiaran de las valiosas reliquias y riquezas que poseían.
Años después corrió el rumor de que los siete obispos se habían instalado en un lugar lejano, más allá del mundo conocido en esa época, y habían fundado las dos Ciudades de Cíbola (nombre español del Búfalo americano) y Quivira. La leyenda decía que esas ciudades llegaron a tener grandes riquezas, principalmente en oro y piedras preciosas. La leyenda creció a tal grado y alcanzó tales proporciones, que con el tiempo ya no se hablaba únicamente de Cíbola y Quivira, sino de un total de siete magníficas ciudades Aira, Anhuib, Ansalli, Ansesseli, Ansodi, Ansolli y Con. Estaban construidas en oro, cada una de ellas había sido fundada por cada uno de los siete obispos que partieron de Mérida, cuando ésta fue conquistada por los moros.
Con la intención de localizarlas, Fray Marcos de Niza realizó en 1539 una primera expedición que llegó al territorio de lo que hoy es Nuevo México. No halló nada, aunque trajo noticias alentadoras que inspiraron al Virrey de Nueva España la preparación una nueva expedición, en 1540. Al mando de la misma puso el Virrey a un hombre de su confianza, Francisco Vázquez de Coronado, quien llevó como guía a Marcos de Niza.
El 22 de abril de 1540 salió Coronado de Culiacán al mando de un pequeño grupo de expedicionarios adelantados. El grueso de la expedición iría siguiéndoles más lentamente, a las órdenes de Tristán de Arellano. Y, a la vez, partió otra tercera expedición por mar, al mando de Fernando de Alarcón, para abastecer a la expedición de tierra. Coronado atravesó el actual territorio de Sonora y entró en los territorios de lo que actualmente son Nuevo México, Texas, Oklahoma, Kansas y Arizona, descubriendo el Río Clorado y el Gran Cañón. Allí comprobó que las historias de Marcos de Niza eran falsas, ya que no encontró ninguna riqueza de las que el fraile había mencionado. Asimismo resultó falsa la aseveración del fraile que desde aquellas tierras se podía ver el mar, ya que como le dijeron los nativos a Coronado y lo comprobó él mismo, el mar se encontraba a mucha distancia. A su regreso, Coronado fue muy mal recibido por su antiguo amigo, el Virrey.
Tras los sucesivos fracasos en la búsqueda de Eldorado por el norte de la Nueva España, las fabulosas riquezas obtenidas por Pizarro en Perú determinaron que la ubicación de Eldorado se trasladase inevitablemente hacia el sur. Las expediciones de búsqueda se multiplicaron. Las más famosas fueron las de Orellana, la de Ursúa (la famosa aventura equinoccial de Lope de Aguirre), y la también fracasada expedición del propio Raleigh.
El mito de Eldorado se fue desvaneciendo con el tiempo. En el siglo XVIII hubo quien se pudo atrever a declarar su desaparición. Pero renació y con fuerza en los siglos XIX y hasta a principios del XX. Fueron las “fiebres del oro” de California, entre 1848 y 1855, y la de Alaska, entre 1897 y 1901.
Eldorado no fue el único mito que se creó en torno a América tras su descubrimiento. Hay algunos otros, probablemente de trascendencia antropológica mayor. Entre ellos, el mito de las 10 tribus perdidas de Israel. Como cuenta la Biblia, del cautiverio de Babilonia sólo regresaron a Palestina las tribus Judá y Benjamín, con algún integrante de la tribu de los levitas. Los españoles del siglo XVI trataron de identificar a los indígenas amerindios con las desaparecidas tribus de Israel. Y, conectado con el anterior, está el mito de Santo Tomás Apóstol como evangelizador de América, tal como lo reivindicó Fray Servando Teresa de Mier en su famoso sermón guadalupano de 1794.
Pero esos mitos deberán quedar para otra ocasión.