noviembre de 2024 - VIII Año

Max Weber y Antonin Dvořák, extraños en el paraíso

Max Weber y Marianne en 1893

Desde la muerte de Benjamin Franklin en 1790 al estreno de la película Stranger than Paradise de  Jim Jarmusch hay dos siglos de diferencia en los que los EE.UU. han ido depurando su American Way of Life para irlo imponiendo al resto del planeta. Partiendo del ethos de aquel Padre Fundador –híbrido inocente de sus principios puritanos y su ideología ilustrada– la preponderancia de la colonización cultural del Tío Sam ha ido germinando como una planta carnívora que ha acabado por proliferar con la virulencia de una plaga bíblica. “Ahí viene la plaga” cantaba ingenuamente el mexicano Enrique Guzmán con su banda Los Teen Tops.

Si la Primera Gran Guerra pone en marcha el imperialismo made in USA –que ya anticipara el fiasco del Maine–, el desembarco de Normandía le otorga carta de naturaleza para servirnos en bandeja de plata una guerra bien fría con… ¡grandes dosis de Coca-Cola y mucha música a ritmo de rock´n´roll! En ese estado de cosas, la British Invasion de los 60 resultará ser un sarcasmo de mal gusto. Vaya, lo que los andaluces rajaos llaman el “retrovacilón”, porque, hombre, eso de vender helados a un esquimal tiene sus perendengues…

El sueño americano ha quedado atrás, como ya denunciara el film de Jarmusch, pero en su momento alimentó muchos caletres ávidos de curiosidad y emociones fuertes. Las desoladoras peripecias en Florida de dos pobres diablos y la prima de uno de ellos, que acaba de llegar a los Estates desde Hungría, son más que suficientes para certificar la muerte de un sueño que acabaría convirtiéndose en una pesadilla kafkiana. Ni siquiera la poesía que rezumaban los fotogramas de la película era capaz de redimirnos. Es lo que va de la noche al día. Siguiendo con el cine y su argot, hemos sido víctimas indudablemente de “la noche americana”, que bien puede servirnos de metáfora para constatar que nos han dado gato por liebre.

Resultaba natural, pues, que Max Weber partiera de los presupuestos ideológicos del mentado Franklin –valores prácticos del ahorro y el trabajo duro– para iniciar su ya legendario ensayo La ética protestante y el espíritu del capitalismo.

Y es que Weber es uno de esos venerables moscardones de la Vieja Europa que se vio atraído por la iridiscente tela de araña de la gran aventura americana, como antes le había sucedido también a otro flamante lepidóptero de la intelligentsia centroeuropea, el compositor checo Antonin Dvořák.

Convendrán ustedes con el que esto escribe, que sus estancias en EE.UU. dieron un impulso más que “dinámico”– con el rigor etimológico que reclaman las fuerzas creadoras– a sus respectivas carreras y a sus subsiguientes logros, en las distintas áreas de investigación en las que trabajaban. Y con ello, no solo cambiaron ellos mismos: cambiaron el mundo futuro.  

La familia Dvorak en Nueva York en 1893

Claro que el lector puede objetarnos, y con razón, que no solo esto ha sucedido en otras épocas y en otras culturas, sino que la ósmosis entre lo americano y lo europeo –como pone de manifiesto Hollywood con refugiados como Fritz Lang o Korngold– ofrece numerosos ejemplos. También es cierto que, en el ámbito de las artes plásticas, el pintor alemán Albert Bierstadt (1830-1902) había emigrado ya en 1859 para documentar en sus majestuosas panorámicas las escenas del Far West –que alimentaron con el tiempo la imaginería cinematográfica de los Ford y los Wellman–, pero no resulta un exponente adecuado porque a pesar de participar activamente en la Escuela paisajista del río Hudson morirá en el más absoluto olvido sin repercusión aparente.

Diremos a este respecto, pues, que Weber y Dvořák son solo dos indiscutibles botones que nos van a servir de muestra, aunque eso sí, pensamos que son los suficientemente rutilantes como para que se les otorgue la categoría de pioneros, aunque como bien documenta James Nolan, distinguido sociólogo del Williams College, en su indispensable libro What They Saw in America: Alexis De Tocqueville, Max Weber, G. K. Chesterton, and Sayyid Qutb, el número de visitantes extranjeros que dialogaron con los Estados Unidos podría llegar a ser mucho más nutrido. Si como Nolan dice, al comienzo de su estudio, que Tocqueville observó sorprendentemente que los estadounidenses viven en “perpetua adoración” de sí mismos y que “solo los extranjeros o la experiencia pueden hacer que ciertas verdades lleguen a sus oídos”, tendremos que concluir que tanto Weber como Dvořák han puesto en la pista a los americanos sobre su propia identidad.

Y si alguien considera que nuestro atrevimiento lleva aparejado el pecado nefando de la simplificación, nos veremos en la obligación de recordarle que el mismísimo Herr Weber es acreedor a igual título por el uso que hace de determinados argumentos en su ya mencionado ensayo.  Y puestos a decirlo todo, recordemos que en Alemania los tres länders más prósperos son católicos y no protestantes, contraviniendo así su tesis, sin que ello nos haga tomar partido en su contra.   

¡Que nos ampare la sombra de Plutarco! Veamos.

Antonin Dvořák cruza el charco en 1892, para dirigir el Conservatorio Nacional de Música de América en Nueva York, con un contrato millonario. Allí será donde componga sus dos obras orquestales más importantes: la Sinfonía del Nuevo Mundo, ​ y el Concierto para violonchelo.

Max Weber, 23 más joven que aquel, desembarca en agosto de 1904, para una estancia de tres meses,  con el objeto de asistir al Congreso de las Artes y las Ciencias, parte de la Feria Mundial de St. Louis. Durante aquel año y el siguiente, empezará a escribir una serie de ensayos que se publicarán bajo el título que conocemos de La ética protestante y el espíritu del capitalismo, texto fundacional de la sociología económica y una contribución histórica al pensamiento, en general.

Como digresión sterneana, añadiremos que cuando el Max Weber sociólogo visite los Estados Unidos no podrá llegar a conocer a su homónimo, el pintor Max Weber, de origen ruso y 17 años menor, que había llegado con su familia trece años antes que aquel, pero ambos no llegaron desafortunadamente a coincidir nunca, lo que habría sido motivo de admiración para ambos. Aunque, lamentablemente, el Weber pintor, sin llegar al estado calamitoso de Bierstadt, no podemos tomarlo como referente de nada tampoco.

Dvorak

Dvořák con su Sinfonía n. º 9 en mi menor, Op. 95, más conocida como Sinfonía del Nuevo Mundo, abre la espita a los ritmos nativos americanos y afroamericanos en el ámbito de la gran música europea, allanando el camino posterior, en el ámbito de la música popular del blues al jazz, al tiempo que en el de la música “culta” será un referente para compositores posteriores, de Satie a Stravinsky.

Weber no se queda atrás en su osadía e introduce una mirada novedosa que pone en tela de juicio la hipótesis materialista como único factor para explicar la historia. Estas consideraciones espiritualistas de Weber contraponen las distintas cosmovisiones que tienen la iglesia reformada y el catolicismo en su diferente acercamiento al mundo del dinero. 

Si tenemos en cuenta la aproximación que nuestros dos protagonistas, Weber y Dvořák,  hicieron al mundo yanqui, tendremos que reparar en algo que es de la máxima importancia: cada uno fija su mirada en una cara distinta de la realidad americana. Serán como el anverso y el reverso de la misma medalla, aunque seguramente a Weber le habría parecido más oportuna la metáfora de la moneda…

Si Dvořák se acerca a los valores primordiales y/o primitivos de  la cultura popular –las raíces afroamericanas del folklore de las clases bajas de la inmigración negra– Weber, sin embargo, buscará en la sofisticación de la clase dirigente de la alta burguesía que amasa grandes fortunas y es dueña de almas y haciendas en su rampante capitalismo.

De algún modo, encontramos un paralelismo entre lo que los críticos de arte vaticinaron equivocadamente para los artistas del movimiento surrealista cuando estos pusieron los pies en el continente americano huyendo del nazismo, vía Marsella. Lejos de sorprenderse por el desarrollo tecnológico y la arrogancia de los rascacielos, quedaron fascinados por la grandiosidad épica de la Naturaleza, lo que nutriría sus obras americanas, que abren la puerta al desarrollo del Expresionismo Abstracto posterior. Esta escuela propiamente americana, ya por fin liberada de la hegemonía cultural eurocentrista, se ampara en las mismas apreciaciones que ya el buen ojo clínico de  Dvořák había pronosticado en su certero diagnóstico.

La visión negativista de  Weber, como vemos, se decanta por lo contrario. A pesar del antipositivismo que profesan ambos, tenemos la mirada inocente de un Dvořák católico y posromántico frente a la de un protestante que lleva la filosofía de la sospecha bajo el brazo.

De algún modo, cuando García Lorca –poeta lleno de resonancias católicas, apostólicas y romanas– viaje a NY tras el crack del 29 y escriba su Poeta en Nueva York, en él adoptará la perspectiva de Weber cuando cante al mundo yanqui y, sin embargo, encarne la sensibilidad de Dvořák, cuando su lamento se dirija a la Habana.

Es curioso que otro creador católico, el historietista flamenco Hergé, poco después, haga algo parecido en Tintín en América, en su crítica a algunos aspectos de ese capitalismo weberiano, así como a la situación que sufren los indios en el país.

Y es que hay que destacar que Weber había nacido en Érfurt,  la capital del estado de Turingia, y por tanto, su condición de ciudadano alemán del norte le otorga  la calidad de luterano a pesar de su declarado agnosticismo. Para colmo, la ciudad está en el camino de Santiago alemán y en ella vivieron el maestro Eckhart y, dos siglos más tarde, el propio Martín Lutero.

Por su parte, Dvořák nace a 22 km al norte de Praga, que pertenece por derecho propio a la región de Bohemia Central y, por consiguiente,  como súbdito del Imperio austro-húngaro que es, recibe una educación estrictamente católica. Dos personalidades muy dispares que muy bien podrían ejemplificar los dos paradigmas sobre los que el propio Weber va a operar su método de análisis para inaugurar la sociología moderna.

Sin embargo, si en el espíritu de los puritanos está la desmedida pasión por el trabajo –que les exculpa del pecado de la codicia–, en este caso tanto el luterano como el católico, contumaces, se batirán el cobre para alcanzar sus respectivas metas. ¡Un estajanovista nunca lo habría hecho mejor!  

El objetivo que Dvořák se plantea en los Estados Unidos es descubrir la «música estadounidense» e incorporarla a su propio trabajo, de la misma manera que antes había hecho con los modismos folclóricos checos. Poco después de su llegada al país empezaría a escribir una serie de artículos periodísticos en los que reflexionaba sobre el estado de la música estadounidense y en ellos avanza algo realmente clarividente: el hecho de que solo en ella – “en lo que se llama negro melodies”–  los músicos norteamericanos podrán encontrar  su propio lenguaje nacional, anticipando lo que más tarde harán Gershwin, Copland o Bernstein. No otra cosa trataba de buscar la soñada gran novela americana. 

Músicos de jazz como Duke Ellington también se alimentarán de la influencia del compositor bohemio. Caso aparte es el del músico de ragtime Scott Joplin, célebre por su tema The Entertainer que en los años 70 fue incluido en la banda sonora de la película El golpe. Compositor también de música escénica, su ópera Treemonisha (1911) le debe asimismo un reconocimiento al músico centroeuropeo. La ópera abarca una amplia variedad de estilos musicales, además de los consabidos ritmos afroamericanos, aunque de un modo frugal, si bien a veces se la denomina, de forma incorrecta «ópera ragtime«. El libreto del propio Joplin, destaca la historia de las comunidades rurales negras, y aunque se inspire en los cuentos de este folclore no elude las convenciones operísticas europeas. Esta ópera es considerada un hito temprano en la conquista de los derechos civiles, por la importancia que Joplin otorga a la educación y al conocimiento para el ascenso social de la población de color.

Pero, sin embargo, habrá que esperar al año 1939 para que George Gershwin nos regale una verdadera ópera folk como la magistral Porgy and Bess, aunque en cualquier caso nadie podrá negar que tanto Joplin como Gershwin están en deuda con Dvořák

Cuando, la Orquesta Filarmónica de Nueva York le encargue, en el invierno de 1893, que componga la Sinfonía del Nuevo Mundo, la suerte está echada.

El impacto que la llegada al suelo americano les va a provocar a Weber y Dvořák no solo va a cambiar sus obras sino que,  a partir de ese momento,  no vamos a ser capaces de entender el mundo sin sus respectivas contribuciones a la luz de su experiencia americana. De ahí, que nos hayamos permitido la licencia de hermanarlos bajo el paraguas del ambiguo título del largometraje de Jarmusch, que por cierto estaba sacado de una película de Vincente Minnelli y Stanley Donen que se basaba, a su vez, en el musical de Broadway, Kismet, comedia que es posible que no existiera sin la presencia en tierras americanas de otro refugiado que se llamaba Kurt Weill –heredero de Dvořák, naturalmente– y que había trabajado con Bertolt Brecht en Alemania.

Tampoco hay que olvidar que Dvořák había conocido en América a Harry Burleigh, uno de los primeros compositores afroamericanos, que es quien le da a conocer los espirituales tradicionales negros, de los que se nutrirá para su empresa, como era de esperar.

El conocimiento fundamental que tenemos, sin embargo, del viaje de Max Weber  a los Estados Unidos es a través de la biografía de 1926, no siempre muy de fiar, de su mujer Marianne, que le acompañó en él.

Su impacto en el desarrollo de las ciencias sociales en los Estados Unidos, después de su muerte en 1920, se deberá en gran medida a los académicos norteamericanos, Talcott Parsons y Frank Knight, que  interpretaron, tradujeron y difundieron las ideas del alemán y, ya codificado el canon weberiano en América, será reintroducido en Europa después de la Segunda Guerra Mundial.

Aunque tal vez sea anecdótico, si buscamos más vínculos entre el sesudo teutón y el mundo yanqui, debemos traer aquí una disciplina bastante menos solemne, que es la del mundo del cine de animación.  El personaje del Tío Gilito de Disney –grotesca figura weberiana donde las haya– será utilizado por el gobierno de los Estados Unidos en su lucha propagandística contra Hitler. Sabido es que la inspiración del personaje partía del Ebenezer Scrooge, de Dickens, y aunque El cuento de Navidad de este, se publicara en 1843, más de seis décadas antes que el ensayo de Weber, y que las opiniones de Scrooge sobre los pobres estén basadas en las del demógrafo y economista político Thomas Malthus, cuando el dibujante Carl Barks cree al tío del Pato Donald (cuyo nombre original es Scrooge McDuck) para el corto The Spirit of ’43, Weber ya estará  más que metabolizado en los EE.UU.

En las primeras secuencias de la primera parte, El nuevo mundo, de la película Stranger than Paradise, la cámara sigue a Eva –una muchacha de Budapest que acaba de llegar a Nueva York–  mientras camina por las calles casi desiertas e inhóspitas de la ciudad, en un decorado deshumanizado de coches y edificios mudos. Imposible no pensar en el anverso del sueño americano, como desnudo síntoma del espíritu del rudo capitalismo weberiano. Oyendo la canción que la muchacha pone, en un radiocasete que la acompaña entre su equipaje, I Put a Spell on You de Screamin´ Jay Hawkins,  imposible no pensar en Antonin Dvořák.

En tan solo 80 intensos segundos –en un blanco y negro demoledor–  el genial Jim Jarmusch, quizá sin saberlo, es capaz de rendir un implícito homenaje común –a Weber y a Dvořák–, mientras que el autor de estas tristes líneas ha necesitado la friolera de 2.639 palabras para hacer algo bastante menos memorable.

¡Ay, el cine!

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Escrito por

Archivo Entreletras

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