Que los humanistas del Renacimiento vuelven sus ojos hacia la Antigüedad en busca de inspiración, temas, métodos y recursos es algo que no por repetido deja de ser cierto. Ahora bien, aunque Leon Battista Alberti rescata para la arquitectura las lecciones de Vitruvio y los historiadores encuentran en los grandes autores de Grecia y Roma pautas para su propio quehacer, en el ámbito de las ciencias las fuentes clásicas tienen ya poco que ofrecer: Plinio se verá pronto superado por el enciclopedismo experimental de Konrad Esner, Ptolomeo no resistirá los golpes de los nuevos cosmógrafos y, una tras otra, las grandes referencias que se estimaron válidas durante siglos (llegando, incluso, a confundirse con la verdad revelada) pasarán poco a poco a formar parte del archivo, el museo y la memoria común de la humanidad, sin otra utilidad que la referencia doxográfica. Los descubrimientos de nuevos territorios y la invención de instrumentos para la observación del cosmos tuvieron, en la concepción del orbe, el impacto de un terremoto de consecuencias colosales.
Sin embargo, esta evolución progresivamente acelerada no se produce con la misma intensidad en el campo de las llamadas ciencias del espíritu. De hecho es en los studia humanitatis donde la exhumación del pasado se revela más fecunda, de la mano del redescubrimiento de códices griegos y latinos hasta entonces olvidados o apenas conocidos por referencias parciales o indirectas: es el caso del rescate de las Instituciones oratorias de Quintiliano, que sacudió la retórica del siglo XV; de la traducción al latín del Corpus Hermeticum y de la integral de los diálogos de Platón por parte de Marsilio Ficino que supuso una auténtica conmoción (pues hasta entonces sólo resultaban de uso común el Fedón, el Teeteto y el Menón); ello por no hablar de la ingente tarea de rehabilitación de la Patrística griega por parte de Ambrogio Traversari, también autor de la traducción al latín de las Vidas de Diógenes Laercio, así como poco después el resurgimiento del escepticismo gracias a la reaparición de la obra de Sexto Empírico. Tampoco se quedó a la zaga la obra de Aristóteles, que ahora veía ampliada su autoridad a temáticas en las que había estado ausente durante la Edad Media, como la poética (que no sería traducida al latín hasta finales del siglo XV por Giorgio –no Lorenzo– Valla).
Lo más interesante de este furor (que en ocasiones, como ocurrió con el ciceronianismo, alcanzó las dimensiones de revival) es que, lejos de presentar un perfil meramente regresivo, nostálgico, dinamizó extraordinariamente el panorama de los debates intelectuales de la época, llegando incluso a transformar ciertos paradigmas a veces para siempre. Es el caso de la filosofía moral. Los humanistas del Renacimiento, haciendo honor a su nombre, encontraron en los grandes autores del pasado la constatación de que los seres humanos, más allá de las vicisitudes que condicionan sus modos y maneras exteriores, comparten una misma naturaleza perenne, más allá del tiempo y del espacio; en esto, discrepo firmemente de quienes, por el contrario (como es el caso de los discípulos de Eugenio Garin, que son legión), les atribuyen el haber descubierto el sentido histórico, es decir, la inconmensurable distancia que nos aleja de los clásicos, instaurando así una especie de atomismo epocal en el cual cada individuo viviría preso de su tiempo, sin esperanzas de trascenderlo.
Si algo forma parte del patrimonio conceptual del humanismo, tal y como yo lo entiendo (y, si no estoy equivocado, lo entienden los propios humanistas), es que las diferencias entre las épocas y las latitudes tienen muy poco peso, comparado con el de aquello que comparten los hombres en cuanto tales. De lo contrario, ¿qué sentido tendría hablar de humanismo? De hecho, el humanismo tiene algo, no sé si de antihistórico, pero sí de ucrónico, incluso de esencialista: al poner el énfasis en lo que nos une, en lugar de lo que nos separa, los humanistas pulverizan los particularismos que, por el contrario, tanto fascinan a esos modernos inesperados: los herederos del romanticismo. El prurito filológico del que hacen gala Lorenzo Valla, Angelo Poliziano o Erasmo de Rotterdam no pretende alejarnos a los clásicos, poniendo de manifiesto qué poco nos parecemos ya a ellos, sino que tiende un puente precioso para que no nos resulten unos perfectos desconocidos: glosan y matizan lo accidental para preservar lo esencial, que es la continuidad espiritual de lo humano más allá de sus variaciones materiales. A los humanistas (los del Renacimiento y los del siglo XXI) les, nos mueve un profundo respecto por las fuentes de la cultura, hasta el punto de querer restituirlas en su pureza originaria, libre de adherencias sobrevenidas y deturpaciones interesadas. Si estimasen que los clásicos son “seres de otro tiempo”, ¿para qué devolverlos a la vida? Que un humanista perciba en los textos del pasado rasgos que ya no son vigentes no significa que los refute, rechace o cancele, al revés: discerniendo el grano de la paja, defiende el contenido sustancial que estima siempre válido. Para los humanistas del Renacimiento, el pasado tiene una autoridad demasiado sólida como para ponerlo en la picota, como desde ciertas instancias se pretende hacer ahora mismo; de hecho, si alguna ubicación merece es… la de un altar (sagrado o profano, eso ya depende del gusto de cada cual).