Cada Nación es hija de su pasado y madre de su futuro; tiene en su historia un acervo de sabiduría que nutre, si se aprovecha, el análisis y resolución de los problemas del presente. Por eso, dejó dicho Cicerón que historia magistra vitae.
La parte nutritiva de cada persona, y de cada grupo, es un dechado de humanidad: cree en el otro, confía y da aliento al otro para que crezca y se desarrolle a su manera, en libertad. Del respeto a la singularidad de cada quién, nace la diversidad y la armonía en la convivencia, por permitir todo aquello que es bueno y no perjudica a nadie. Es un padre nutritivo, maternal y amoroso.
En paridad a este padre nutritivo cabalga un padre con criterio, hierático por sus principios, con la mirada en lontananza del provenir sin pestañear y la fusta coactiva en la mano. Este padre con criterio es estructurante, está seguro de sus saberes, sus verdades y su poder, aunque esté equivocado; por eso, da seguridad e inspira confianza.
Ambos padres pretenden educar, usando primero la empatía y la paciencia y luego, si no hay otro remedio, recurriendo a la amenaza y al castigo. Son dos y diferentes, pero funcionan al unísono en pos del éxito. Sus caballos caracolean, hacen retumbar los campos con sonido de cuatro patas y ritmo marcial al compás.
No es una combinación de la zanahoria y el palo, sino el disfrute de la libertad dentro del orden, el desarrollo con una estructura sólida, el encaje de la ambición dentro de las posibilidades reales y legales.
Un antecedente histórico de esta duplicidad está escrito en el proceso imperial castellano en Hispanoamérica, desde la preocupación que refleja la creación de la Casa de Contratación de Sevilla (1503) para ordenar la corriente migratoria y civilizadora, al mandato del codicilo testamentario de Isabel I de Castilla, que dice: …encargo y mando a la princesa, mi hija, y al príncipe, su marido, que… no consientan ni den lugar a que los indios, vecinos y moradores de las Indias y Tierra Firme, ganadas y por ganar, reciban agravio alguno en sus personas ni bienes, antes al contrario que sean bien y justamente tratados, y si han recibido algún agravio que lo remedien y provean para que no se sobrepase en cosa alguna lo que en las cartas apostólicas de dicha concesión se mandaba y establecía. Aquí hay un principio ético fundamental y básico: primum non nocere, lo primero es no hacer daño. Tal criterio debiera regir la conducta de cualquier autoridad que quiera hacer pedagogía, gestionar el bien común, o desarrollar un proyecto transformador de la sociedad.
El rey Fernando V de Aragón, albacea testamentario de su mujer, cumplió su deber promulgando las primeras Leyes de Indias de 1512 y la creación del Consejo de Indias (1515). Luego, Carlos I promulgó las nuevas Leyes de Indias (1542) que desmontaron algunas trampas que venían haciendo los encomenderos; de hecho, prohibían el trabajo de los indios por cuenta ajena… Por último, Felipe II concretó con varias ordenanzas los límites de la explotación del Nuevo Mundo. La Corona siempre estuvo protegiendo a los indios con la Ley en la mano, combinando las Siete Partidas de Alfonso X, el ius civium y el ius gentium de los romanos, para dar el marco estructural, dentro del cual pudiera germinar la transformación de aquella sociedad desde la Edad de los Metales al paradigma del Renacimiento europeo. Un marco estructurante y nutritivo al mismo tiempo para albergar un proyecto ambicioso.
Así pues, el primer nutriente que Castilla llevó a América fue el derecho, el imperio de la Ley, no como una concesión retórica, sino como realidad viva. En cada reducción o misión de indios, se creaba un Cabildo, presidido por un jefe superior, el cacique del lugar, e integrado por alcaldes ordinarios, regidores, alféreces, procuradores y alguaciles. Esta institución era ocupada por indios en casi todos sus cargos, actuaba como tribunal de primera instancia e intervenía en todo tipo de litigios que se produjeran. Incluso, se creó la figura del Defensor de los indios, si bien fue efímera. No tan irrelevantes fueron los juicios de visita, que se hacían sin preaviso, y los juicios de estancia, rescatados estos últimos del derecho romano, que se celebraban al finalizar el mandato de virreyes y gobernadores, porque a alguno le costó la cabeza. En estos juicios, los indios eran escuchados como acusación de los desmanes que se hubieran producido durante el mandato que se extinguía con el juicio.
Tras las sentencias del Cabildo, venía el recurso a la Audiencia y por encima del veredicto de éstas procedía reclamar a la Casa de contratación o al Consejo de Indias, según fuera el tipo de litigio, y aun después cabía apelar al Rey.
El Consejo de Indias y la Casa de Contratación de Sevilla proveyeron el nombramiento y envío de oidores (jueces) y abogados. Es curioso recordar que Hernán Cortés fue enviado, inicialmente, como notario a la Española (actual República Dominicana). Más tarde, siguiendo los usos de la época, él se transformó en capitán.
El segundo nutriente fue la religión, según la bula de Alejandro VI. La administración del Nuevo Mundo era una concesión papal, que comprometía la difusión del Evangelio. Esta labor, en principio, fue encomendada a las órdenes de frailes regulares, primero franciscanos, luego dominicos, agustinos y, por último, fueron jesuitas. Los obispos eran nombrados a propuesta de los reyes por concesión papal quien, a su vez, también renunció al cobro de los diezmos eclesiásticos, a cambio de que la Corona organizase la construcción de templos, escuelas y hospitales, y sostuviera al clero.
Los frailes aprendieron náhuatl, otomí, purépecha, maya y quechua para hacer sus predicaciones. De ahí que el náhuatl tuviera gramática y diccionario cien años antes que el francés y casi doscientos años antes que el inglés. Incluso, Carlos I ordenó que se constituyeran cátedras para las lenguas nativas, en las universidades que se iban abriendo en territorio americano. Lo que explica que, actualmente, puedan conocerse las lenguas aborígenes.
La estructura urbana de las reducciones consistía: iglesia y casa de los frailes, que eran los responsables de la misión; escuela de niños y de niñas, que atendían los propios frailes, a la que asistían castellanos, criollos e indígenas, sin ningún tipo de exclusión, ni privilegio, y donde, entre otros aprendizajes, se enseñaba castellano, se daba catequesis y se iniciaba a los alumnos en algún oficio necesario para la comunidad.
Es curiosa la anécdota que el franciscano Pedro de Gante, tío natural de Carlos I, pese a su tartamudez, enseñara a los indios a cantar gregoriano en latín (los tartamudos dejan de serlo al cantar…). Para alentar la asistencia, los indios que participaban en el coro quedaban exentos del pago de impuestos.
El mapa urbano de la reducción o misión lo completaba un hospital, según el modelo del Camino de Santiago, que daba asistencia sanitaria y cobijo; la casa del Cabildo, si éste no se reunía en la propia iglesia y casa militar, cuando había riesgo de saqueo o agresión por parte de las tribus refractarias al proceso transformador. La población se distribuía en la República de Indios, que tenía su propio alcalde y alguaciles, que gobernaban de acuerdo a sus usos y costumbres precolombinas y la República de criollos, que se regían conforme a leyes europeas.
La Casa de Contratación denegó el pasaje a gitanos, por sus costumbres y estilo de vida, y a judíos, moriscos y herejes, por sus ideas, para evitar que se reprodujeran en América los conflictos morales o ideológicos que se había hechos crónicos en la península, mientras fomentaba la integración familiar y el envío de mujeres para “hispanizar las Indias”. Fue una selección acertada, hecha con criterio y visión de futuro, a juzgar por lo que pasó en Virginia y Nueva Inglaterra, que no gozaron de las mismas precauciones.
El tercer gran nutriente fue el material: desde Sevilla, fueron animales inexistentes en América, como vacas, ovejas, cabras, cerdos, caballos, burros y mulas; estas últimas liberaron a los indios de ser animales de carga, por prohibición expresa de la Corona. También la Casa de Contratación se ocupó de enviar sementera de trigo, cebada, caña de azúcar y café con cuyas cosechas, progresivamente, se pudo enriquecer la dieta de los indígenas, restringida, hasta entonces, al maíz y los frijoles. De vuelta, vino a Europa el tomate, la patata que, por fortuna, mató mucha hambre de gente humilde, y el cacao, que hizo las delicias de la aristocracia europea y la dejó sin dientes…, hasta la mujer de Carlos IV usaba dentadura postiza de madera.
Todo esto representó una revolución transformadora del estilo de vida, la mejora de las tierras roturadas y su explotación fuera para la cría de ganado, fuera para la agricultura; consecuentemente, se produjo el cambio de dieta. Durante todo el imperio, desde Sevilla y luego desde Cádiz viajaron hacia América el vino y el aceite; las vides tardaron en prender en Argentina y Chile y la oliva, al principio, no se adaptaba; después, cuando agarró, tenía que ser protegida militarmente, porque los indios consideraban a la aceituna artículo de lujo y robaban las plantas. Por ello, ambos productos, vino y aceite, no prosperaron para abastecer la demanda durante los trescientos años del imperio.
El cuarto nutriente es inmaterial, constituido por los saberes técnicos. En Acapulco se construyeron barcos que permitieron explorar el Pacífico y llevar a Filipinas al ejército constituido por tlaxcaltecas, siempre aliados de los castellanos, para reproducir allí la epopeya llevada a cabo frente a los mexicas.
Todo el manejo de herramientas de carpintería, ebanistería, fragua, guarnicionería, química (azogue y mercurio), etc., fueron llevados allá para la extracción minera, el curtido de las pieles de animales, la obtención de tintes de la cochinilla y el añil, el cardado de la lana y fabricación de textiles, el desarrollo de una economía de mercado que desplazó al trueque y convirtió al real castellano en moneda de circulación universal, la construcción de iglesias, palacios, acueductos, puentes, los ingenios para molturar la caña de azúcar, etc. Todo un alarde de conocimientos entregados para conseguir que las tribus, instaladas en plena Edad de los Metales (Zunzunegui dice que aún no habían salido del Neolítico) se transformaran en súbditos del imperio más moderno del siglo XVI, que fue capaz de una gesta épica sin parangón.
Ahora, cuando merced al nefasto título VIII de la Constitución hemos regresado a los reinos de Taifas, podemos extraer muchas enseñanzas.
1.- Los gobernantes pueden y deben ser juzgados, especialmente si no cumplen con su mandato.
2.- Toda corrupción debe ser perseguida, por entrañar una traición a la confianza otorgada.
3.- El pueblo no puede ser perjudicado, toda vez que es el destinatario del bien común.
4.- La singularidad cultural de cada región ha de ser protegida, sin perjuicio de que haya una identidad común en la lengua, la legislación y la cultura.
5.- La inmigración ha de ser ordenada y atenerse a ciertos cánones con perspectiva de futuro.
6.- La acción de gobierno ha de obedecer a un proyecto ético de desarrollo en libertad.
7.- Los poderes públicos han de destinar inteligencia y recursos a los necesitados sean crónicos, sean coyunturales como los perjudicados por la inundación de Valencia.
8.- Gobernar con un sistema nutriente-estructurante, donde el contrato sea la mejor arma, ya que obliga por igual a gobernantes y gobernados.
9.- Hispanizar por razones históricas de 500 años de antigüedad del acervo allegado, o europeizar por razones de oportunidad política, viene a ser lo contrario del laissez faire a favor de nacionalismos retrógrados decimonónicos.
Pudiéramos seguir extrayendo lecciones para adquirir criterio de lo que es un buen gobierno del siglo XVI y confrontarlo con lo que es cualquier cosa menos gobierno del XXI.