V Centenario de la Reforma Protestante
En el día primero de noviembre del año 1517, aquellos que acudían a los oficios religiosos del templo del castillo de Wittembeg encontraron fijado en su puerta un documento que contenía las 95 tesis del monje agustino Martín Lutero. Este hecho fue el detonante de una Reforma que habría de recorrer Europa y dar el salto a los EE.UU. No pretendía entonces Lutero la separación de la iglesia católica, sino su regeneración, apelando a un Concilio que la hiciera posible.
Cuando en Worms, en 1521, y ante el Emperador, Lutero contestó a Eck «mi conciencia es cautiva de la Palabra de Dios. No puedo ni quiero retractarme de nada, pues ni es seguro ni justo actuar contra la conciencia», puso en claro los dos elementos fundamentales en que descansa la Reforma: La Palabra de Dios y la conciencia, no la conciencia separada de las Escrituras. Conciencia, «syneídêsis» en términos griegos, con-saber, saber con, desde los referentes que la mente ha creado como cerros testigo, líneas fronterizas, sustentadores y orientadores del ser, con-saber con Dios, sub-stantia que bajo nosotros nos da estancia, conocimiento, saber. Conciencia no aislada en sí misma, a merced de estímulos externos, sin referentes fiables, externamente dirigida, dependiente de saberes ajenos, sino conocimiento con Dios que dialoga con Dios; Dios que interpela en su Palabra y «toca el ser con el Ser»; palabra que hace ser y contagia de otredad y hacia el ser-sí mismo-llama: «Lej lejá», se le dijo a Abram cuando no era Abraham todavía: «vete hacia ti mismo»; conciencia dialogante con Dios, sobrevenido en su Palabra; conciencia nunca enajenada de Dios, nunca extraviada en sí misma si no rompe ese diálogo; con-saber fundamentado, expectante, extensionado, expansivo, omniabarcante el de la conciencia de Lutero, «syneídêsis» que integra la mala traducción que hizo Jerónimo de «sindéresis» con un contenido moral. La conciencia moral, y la consciencia personal, marchan unidas, vinculadas a la Biblia, valorada como Palabra de Dios.
La conciencia del individuo, y la Palabra, mutuamente se interpelan, dialogan en el Logos. Conciencia consciente humana, y Dios en su Palabra inspirada que inspira, pues hace respirar en otra altura, son aquí un binomio inseparable, y esa conciencia consciente se vincula al mundo dejado en sus manos como responsabilidad para que lo haga producir. Estamos ante una ética de los principios y una ética de la responsabilidad que van unidas; una mística de redención, de identificación con el Evangelio, «poder de Dios para salvación» del hombre y del mundo, y mística de creación donde esos poderes actúan desde el «hombre nuevo».
Antes de Lutero ya existía un germen evangélico en la historia: Savonarola; Pedro de Bruys; Enrique de Lausanne: Pedro Waldo y los Valdenses; Wiclife y los Lollardos; Juan Huss y los hussitas… También dentro de la iglesia católica se alzaron voces como Claudio de Turín: Francisco de Asís; Bernardo de Clairvaux; Raimundo Lulio; Marcelo de Padua; el Maestro Eckart…
Todos ellos sentían irrespirable aquella iglesia de «las tres tiaras» y de «las dos espadas», de la que el teólogo católico Kurt Koch, invitado a la fiesta de la Reforma en aquel 4 de noviembre de 9991, dijo que estaba dominada por «los abusos derivados del clericalismo, el juridicismo, el sacramentalismo y el institucionalismo», una argolla puesta al cuello de quienes sostenían el valor de la Biblia como única fuente de revelación, a la que todo decreto papal, todo concilio, toda tradición tenían que estar sujetas. A la Biblia, traducida a su lengua vernácula, podía acudir cada hombre que buscara la voluntad de Dios, Padre de Jesucristo, y hacerlo bajo el principio de la libre interpretación, sin necesidad de mediadores, porque el mismo Espíritu que inspiró los escritos, los haría vivos para él, y si la naturaleza humana no podía alcanzar la estatura demandada por Dios, y en ello estaba su extravío, la gracia soberana de Dios era un ofrecimiento a la fe. De ahí el salto desde la experiencia personal a la comunitaria. Es la iglesia peregrina la que existe por el Evangelio, «potencia de Dios», y no el Evangelio gracias a la iglesia. Libertad humana, hecha posible por la gracia de Dios en Cristo, y soberanía de esa gracia, son los dos polos de La Reforma Protestante. Una fe vital y no dogmática sólo, una libertad y una gracia, se estrellaban contra los barrotes de «los abusos» que señala el teólogo católico Kurt Koch.
Pero vayamos a la naturaleza de la Reforma como receptora de la dinámica renacentista y emisora de modernidad: En la Reforma Protestante encontramos un impulso, un vínculo en la marcha de la libertad de la persona y el progreso de la humanidad. Un vínculo que enlaza la Época Clásica, el Renacimiento, y la Modernidad. Sus énfasis puestos en la libre interpretación, y en cada persona responsable ante Dios, puesta en valor por su mismo Creador y Redentor, responsable ante sí mismo y ante el mundo, hacen de La Reforma Protestante heredera de aquel principio constructor del hombre renacentista, singular y universal al mismo tiempo, que en la Modernidad posterior desfatalizaría el mundo, la historia y la sociedad, tomando todo ello en sus manos como responsabilidad. Para que la persona pudiera dialogar con la Palabra, primero había que traducir esa palabra y difundirla, poniéndola así al alcance de todos. Pero todos tenían que tener para ello capacidad de leer y entender sin mediaciones. Para ello, además de la traducción de los escritos originales, griego y hebreo, había que poner en marcha un proceso educativo que abarcara a toda la población, obra de Lutero y de Melancton.
Ese proceso de traducción de los textos clásicos se había dado ya en el humanismo renacentista. También el énfasis puesto en la persona. Recordemos que el primer Renacimiento fue obra de filólogos, dedicados a la recuperación de los textos clásicos latinos, como Lorenzo Valla en sus «Elegantiae»: Tomo cita en este punto y sigo a Francisco Rico en su estudio «El sueño del humanismo, De Petrarca a Erasmo»: «La lengua de Roma hizo las contribuciones más importantes al bien de la humanidad; el latín educó a los pueblos en las artes liberales, les ofreció las mejores leyes, les abrió la senda a todo tipo de sabiduría, y, en fin, los liberó de la barbarie.»En frase de Petrarca, que Francisco Rico coloca en la portada de su libro y recoge luego en su totalidad, «podrán tal vez, pasadas las tinieblas,/ volver nuestros lejanos descendientes/ al puro resplandor del siglo antiguo…/ Resurgirán entonces los ingenios,/ los ánimos despiertos, eminentes.».
Era cuestión para ellos recuperar los textos clásicos latinos para producir un renacimiento en la humanidad. No podemos olvidar tampoco que fue Lorenzo Valla quien demostró la falsedad del testamento de Constantino entregando el mundo a la iglesia católica en «De falso credita et ementit Constantini donationae declamatio», ni las primeras anotaciones al Nuevo Testamento, luego editadas por Erasmo, ni que fue nuestro Nebrija discípulo de Valla y traductor de una antología de sus Elegantiae.
El hombre tenía que ser descubierto, rescatado de los escombros del tiempo y el dogma, hacer que se mirarse en el espejo de los manuscritos de los antiguos maestros olvidados, ante los cuales quedaban claras las desviaciones de un presente. El latín clásico, frente a la degradación del latín en uso, crecía, rebosaba, se expandía, saturaba, y por mor de la clasicidad, había que expandirse hacia el griego, «la altera vox «. Ese salto hacia los escritos clásicos griegos lo dio Angelo Poliziano en su «Miscellanea», quien se proclama gramático e intérprete de Aristóteles. En el decir de Francisco Rico, la bibliofilia, el coleccionismo y las artes eran las tres columnas de las primeras generaciones del humanismo. Bibliofilia, amor al libro de un hombre singular y universal, abierto y asomado al latín clásico, y al griego después, están en la misma onda de la Reforma cuando valoró que un Dios personal quería entendérselas en su palabra con cada persona en su singularidad, y por eso tradujo a la lengua vernácula los textos bíblicos desde sus idiomas originales hebreo y griego, y emprendió una tarea educativa que hiciera posible el fortalecimiento de cada conciencia.
Estos dos procesos, al rescate de la persona, pusieron luz en los procesos y desembocaron en la Modernidad con sus tres revoluciones básicas: La de la Ilustración y el Enciclopedismo; la de las grandes transformaciones sociales posteriores, francesa, inglesa y norteamericana, que aplicaron los conocimientos adquiridos, y la industrial dotándose de las herramientas científico-técnicas necesarias para transformar el mundo. Todo ello parte de una nueva toma de conciencia de un hombre emancipado y secular, vuelto en la Reforma hacia Dios y hacia el mundo como responsabilidad.
De ahí surgió aquel primer capitalismo renano, que no tanto trataba de acrecentar el lucro como de reinvertir los beneficios proporcionalmente a los tres elementos que componen la empresa: el capital, el trabajo y la tecnología. De la significación del Protestantismo en esa etapa de creación de riqueza y prosperidad nos hablan Max Beber en su trabajo de 1904-1905 «La ética protestante y el espíritu del capitalismo», luego ampliado en una segunda edición de 1920 respondiendo a las controversias con abundante aparato crítico. El segundo, y quizás menos conocido, fue Ernst Troeltsch en su libro de 1906 «La significación del protestantismo para el origen de mundo moderno»
El núcleo argumental de Weber reside en que la retracción de la conciencia personal en la Escritura, como Palabra de Dios, produce el hallazgo de la gracia soberana, inmerecida y «cara», que dice Bonhoeffer, porque te cuesta a ti mismo como respuesta, y el despertar de la responsabilidad ante el mundo como tarea, donde el trabajo ya no es instrumento de tortura, «tripalium», condena merecida, sino un medio para crear progreso y dignificar al que trabaja.
En Troeltsch, el cristianismo se ha movido entre la adaptación a lo establecido y la disidencia contestataria; el compromiso con el mundo y la apropiación de lo mundano y el rechazo y la distancia crítica para con lo establecido en el mundo; taqmbién la mística inhibida del mundo. En la obra mencionada, Troeltsch trata de poner en claro qué es lo que debe el desarrollo del capitalismo secular al protestantismo, crítico para con lo establecido, y encuentra la respuesta en coincidencia con Weber: el ascetismo terrenal del protestantismo, entendiendo por terrenal lo hasta entonces establecido, su énfasis puesto en el individuo y su toma de conciencia, sobre todo en el calvinismo, habían servido de impulso al capitalismo inicial: la autonomía individual, la fe en el progreso, la confianza en la vida, la fuerza creativa del trabajo, serían impensables sin el legado de Reforma.
Otros libros escribió este teólogo y pastor luterano, profesor de filosofía en la Universidad de Berlín, de teología en Bonn, y Catedrático en Heidelberg. Mencionaré uno: «Separación de la Iglesia y el Estado» donde pone en circulación el concepto de «verdad polimorfa», una sola pero captada en diferentes formas históricas que varían «ad infinitum», frente a la «verdad monomorfa», propia de espíritus dogmáticos. También en su trabajo «El carácter absoluto del cristianismo», en aparente contradicción con lo anterior, buscó la validez transhistórica en la experiencia interna del cristiano, en los efectos que esa experiencia producía en su actividad, en la tarea integradora de la ética y en la evolución hacia la religión universal, que, a la par que construye valores culturales históricamente relativos, preserva la integridad de la persona en el flujo y reflujo de los cambios y en la confusión que producen.
Una cosa es clara: En toda transformación, en toda revolución, en su etiología, han estado la conciencia personal y el libro, antes de las élites y la sociedad. Ya nos recuerda Popper, en su libro «En busca de un mundo mejor» (pp. 144-145), que el origen de nuestra civilización en Atenas se debe a un «choque cultural» de culturas diferentes y, sobre todo, al mercado de libros antiguos a bajo precio.
Sin embargo, para cristianos y judíos la Biblia no es un libro más. Los 66 que la componen, excluyendo a los apócrifos o deuterocanónicos que los propios judíos rechazaron en su canon de Jamnia, sus múltiples autores, las diferentes fuentes y épocas donde fueron escritos, marcan una constante «bibliografía de lo universal», como declara Steiner en su libro «Los logócratas», un libro de la vida y un libro de la revelación que en su diáspora por el mundo acompañó y fortaleció la identidad del pueblo hebreo. Es también, para C.H. Dodd («La Biblia y el hombre de hoy»), el testimonio vivo de varios siglos de historia, formada por acontecimientos públicos, objetivos, donde Dios habla al hombre desde la historia, y lo hace a la conciencia de cada persona. La Biblia no es una antigualla que nada dice al día de hoy. Se presta, si, al estudio crítico, el protestantismo lo aplicó ya desde el s. XVII, y también al inspiracional. Su contenido abarca lo colectivo y lo personal, y hacía lo colectivo nuevamente en la comunidad de los creyentes: las iglesias. Como señala Dodd: «Para los autores de la Biblia, la revelación pública, objetiva, de Dios en la historia es también una revelación de su comportamiento para cada uno de nosotros… Describe el comportamiento de Dios con el hombre en las grandes letras de la historia de una comunidad», según, eso sí, fue experimentada por cada conciencia que fue incluida en ello.
Dios es «contemporáneo a cada época», se ha dicho, aunque el hombre viva sin tomar conciencia de ello. En frase de San Pablo a Timoteo, en su último escrito: «Toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia…» (2ª Tim. 3:14). Aquí, la conjugación del verbo ser adquiere una potencialidad de presente. Ya en su carta a los Romanos, 6 u 8 años antes, había dicho: «no me avergüenzo del Evangelio porque es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree». La palabra griega que traducimos por poder es «dynamis», capacidad y fuerza, energía poderosa que actúa desde una dimensión superior y transforma al hombre.
Eso es lo que muchos experimentaron y experimentan al meditar en esos textos. Conciencia-Palabra-Experiencia, fueron el origen de unas iglesias siempre reformadas. Aquí estamos 500 años después.