A lo largo de la Transición, l@s español@s hemos tenido que soportar una dolorosa piedra en el zapato que obligadamente debimos calzar para cubrir el empedrado trayecto hacia la democracia y las libertades. Tal piedra ha sido la tendencia de una parte de la cúpula política de la derecha a rechazar que, bajo el franquismo y durante la Transición, la superioridad ética en valores y en conductas correspondió abiertamente a la izquierda. Si bien la derecha ganó militarmente la Guerra Civil, hecho histórico evidente, fue la izquierda quien a la larga la venció en términos morales puesto que, tras la Transición, los valores cristalizados sobre el escenario social del país formaban parte sustancial del acervo axiológico, los valores y el sentido común del ideario republicano y democrático de la izquierda.
Esta evidencia desquicia hoy a numeros@s polític@s de la derecha. Y su desconcierto no parece remitir. Incluso tiende a acentuarse. Lo grave es que en la conjunción antagónica entre poder y eticidad, cratos y ethos, entre el reacomodo, posfranquista, de una nueva legalidad y una innovada legitimidad, ya desprovistas de su troquel franquista, residió la clave del naciente régimen democrático del 78. Por ello, no entender tal evidencia implica que numeros@s dirigentes actuales de la derecha no han acabado de comprender el significado de la Transición en la que sus mayores, evidentemente, participaron. Y se oponen al relato así surgido, movilizando todo tipo de artimañas para confrontarlo y degradarlo.
Lo cierto es que a medida que esos dirigentes despliegan más estratagemas para conjurar el relato de la eticidad de la izquierda –el reciente caso de Cayetana Álvarez de Toledo es el más flagrante- más hondamente cae el supuesto prestigio o el ascendiente del que la derecha pudo disponer un día. Lo consiguió, precisamente por haberse plegado durante la Transición a la evidencia de que la dote ética –la democratización- la aportaba entonces la izquierda; mientras que el sector más lúcido –o más oportunista, según algunos- de la derecha aportaba la inercia de una experiencia de gestión de un poder en declive, pero real, y un cierto impulso por adecuarse al régimen emergente. En la lucha por las libertades, la reconciliación y la modernización de España, el protagonismo de la izquierda fue clamoroso, por incomparecencia casi plena del otro vector ideológico y antagónico en escena. Sí cabe admitir que del conservadurismo no franquista –que lo hubo, pese a su exigüidad- si había surgido un sincero deseo de alcanzar una democracia, siempre bajo el empuje de masas desplegado desde la calle por las fuerzas antifranquistas, señaladamente comunista, socialista y libertario.
No fue pues aquella lid una lucha únicamente ética por parte de la izquierda provista de los valores republicanos. El antifranquismo fue una lucha abiertamente política planteada por amplios sectores obreros, estudiantiles, vecinales, de mujeres, incluso del bajo clero. Y su resultado fue que su potente empuje destruyó la supuesta legitimidad del franquismo e impuso una legitimidad de nuevo cuño, que traería consigo una nueva legalidad, ambas ya en clave constitucional, formalmente democrática.
Es preciso considerar otro hecho histórico previo y decisivo. Nada hay en política que pueda explicarse sin el concurso de la Historia. Antes de la Guerra Civil, no toda la derecha era franquista, ni fascista, ni autoritaria; el conservadurismo moderado tenía tradición -y asiento- en la realidad política española. Prueba de ello fue la presencia de políticos derechistas acordes con la República. Se mostraban desafectos de la monarquía por el descrédito en el que había caído debido a las probadas veleidades políticas y corruptelas financieras de Alfonso XIII en el Rif, con sus consabidos efectos de desmoralización de la tropa, desorganización del mando y derrotas bélicas, con una terrible sangría de españoles y rifeños. Cuando el rey se exilió de España en 1931, el estamento militar apenas rechistó. Sin embargo, el germen del africanismo, la ideología imperial-colonialista del sector hegemónico del Ejército, permitió a sus principales exponentes, los Sanjurjo, Mola, Franco, varela, Saliquet, Yagüe… aprovechar el vacío dejado por el monarca y se instaló en la dirección, primero soterrada, luego explícita, del poder. Desde éste, impregnaría al Estado con su ideología profundamente reaccionaria, autoritaria y, objetivamente, fascista.
La principal conquista ideológica de los adláteres de Franco fue la de haber abducido a la derecha conservadora española y trocarla en extrema derecha franquista. Aquellos sectores conservadores que no se plegaron a tal designio fueron apartados de la vida política con lo cual, todo vestigio de democraticidad en la derecha conservadora desapareció de cuajo con la victoria militar del bando franquista-africanista en la Guerra Civil.
Por todo ello, la Transición sería la ocasión histórica –que le fue servida en bandeja por la izquierda-, para que la derecha conservadora española aflorase primero y regresase después al cauce democrático, tras aceptar en sus filas una auto-transformación que expulsara de su petate ideológico el fardo del autoritarismo fascistizante del franquismo, del africanismo y de las pulsiones reaccionarias que tanto dolor y sangre habían causado al pueblo español.
Dentro de la deportividad que también cabe ejercer en la arena política, es justo y necesario admitir que hubo entonces entre algunos de los rangos de la derecha española una voluntad democratizadora sincera. En el ambiente se percibía que el franquismo había agotado su ciclo político. Por primera vez en varios siglos, una parte importante de la derecha española mostró cierta cordura histórica al colocarse a favor del viento democratizador de la Historia española y continental. Eso sí, amarrando en la medida de lo posible unos cuantos resortes –cuantos más mejor- del poder residual franquista, para no desaparecer de la escena. La lucha política, evidentemente, proseguiría.
Pero, lamentablemente, sus mayores no pudieron o no supieron transmitir aquella lección democratizadora a los actuales cachorros de la derecha. No solo se muestran hoy incapaces de aprender de aquella sabia actitud sino que, además, renuncian irresponsablemente a las credenciales democráticas anteriormente adquiridas. Y ello les aleja paulatinamente del poder, por la erosión de un discurso ideo-político vacío como el suyo, que desmoraliza a su propia grey por falta de cualquier estímulo ético y democrático sin los cuales, la política carece de sentido, como la gente honrada y consciente de a pie, de derechas o de izquierdas, bien conoce. El actual discurso de la derecha no contribuye a crear ciudadanos racionales y libres, meta que toda democracia sitúa en el arco de bóveda de sus propósitos. El corolario de lo expuesto vendrá a ser que solo si la actual cúpula de la derecha renuncia a degradar la política y opta por la vía de redemocratizarse, podrá ofrecer alternativas propias a los graves y grandes desafíos que el país encara.