marzo de 2025

La manzana podrida de la discordia

Ilustración de Eugenio Rivera

Desde que Paris la entregase a Helena, desencadenando con ello la guerra de Troya, la manzana ha gozado de una merecida mala fama: aunque erróneamente se la asocia con la Caída narrada en el Génesis (en ningún momento se dice que lo sea el fruto del árbol del conocimiento), la expresión ha quedado incrustada en la lengua como sinónimo del origen de un proceso abierto y explícito de enfrentamiento, oposición y combate. De hecho, la inspiradora del episodio homérico fue la diosa de la discordia y de la envidia (Eris, de Ερις, ‘disputa’), de manera que, para nuestra historia cultural, la manzana y la discordia han caminado de la mano.

No se trata de un lance aislado. De hecho, la discordia ha formado parte de la historia cultural de Occidente prácticamente desde sus inicios. Ya Heráclito (¡nada menos que un filósofo!) afirmó sin ambages en su fragmento 28: “Preciso es saber que la guerra es común; la justicia, contienda, y que todo acontece por la contienda y la necesidad”. El guante lo recogieron Sócrates y Platón, quienes entronizaron una forma muy peculiar de diálogo como eje gravitatorio de la reflexión filosófica encaminada a “superar” las contradicciones aparentes apuntando a la unidad final. Desde entonces, la dialéctica, el dualismo en combate, se ha convertido en el escenario primordial de la travesía intelectual de Occidente: incluso en los casos en que se apela a la conciliación, se ha consolidado el ejercicio de la contradicción como el modo privilegiado de operar tanto en el plano cultural como en el político y social. El epítome de dicha tendencia lo constituyen las distintas “querellas” que salpican nuestro decurso histórico (y la más eminente de ellas, la que opone a los antiguos y los modernos), las revoluciones en todas sus formas y la imposición de la vanguardia como paradigma de la evolución artística, en continua –y con frecuencia, compulsiva– batalla con sus inmediatos precedentes históricos. De Hegel y Marx a Dadá y el punk, la Modernidad ha cimentado su devenir en base a la lucha, el conflicto y la “guerra”, despreciando las propuestas conciliadoras, de estirpe humanista, que apostaban (y siguen apostando) por la armonía, el entendimiento y el equilibrio, ya no sólo como una preferencia personal, sino como la propia naturaleza del cosmos.

Valga este breve preámbulo histórico para centrar el asunto. Salta a la vista que asistimos en la actualidad a un virulento rebrote de las dinámicas más perniciosas de la discordia, especialmente allí donde menos deberían comparecer: en la escena política. La reciente reelección de Donald Trump como presidente de los Estados Unidos ha supuesto, en este contexto, un punto sin retorno a partir del cual podemos esperar prácticamente cualquier cosa. A una retórica belicosa, faltona e injuriosa, impropia de un estadista, le están siguiendo decisiones en cascada que, lejos de apuntar a la resolución de los conflictos, parecen motivados por el ánimo de exacerbarlos. También en Europa prosperan los discursos agresivos, exaltados, a lado y lado del espectro político, levantando murallas y cavando trincheras allí donde cualquier ciudadano de bien esperaría tender puentes y consolidar alianzas. Si desde la caída del muro de Berlín nuestro continente experimentó un proceso centrífugo que se tradujo en la rápida ampliación de la UE y la extensión de la cultura política occidental hasta las puertas mismas del extinto bloque soviético, ahora mismo el movimiento se ha invertido y contemplamos atónitos una deriva centrípeta por mor de la cual se propone una “renacionalización” en todos los ámbitos (político, económico y social) cuyo desenlace es pronto para diagnosticar, pero que no hace presagiar nada bueno.

Ilustración de Eugenio Rivera

Sin embargo, más allá de la actualidad política, tan condicionada por el regate corto y los rápidos cambios de orientación por intereses mezquinos, pervive la malhadada idea de que oponerse es mejor que estar a favor; replicar, que proponer; alzar el puño que tender la mano. Cunden las ideologías fraticidas (en sentido estricto o laxo) que trazan líneas de demarcación entre los ciudadanos en función de sus valores y opiniones, expulsando incluso del propio marco democrático a quienes no los comparten. Lejos de renovarse con nuevos métodos, más acordes con una sociedad civilizada, las legítimas reinvidicaciones sociales se siguen canalizando mediante gritos, consignas y gestos de inspiración bélica (una manifestación, ¿no es una forma de desfile militar?). Las redes sociales son una auténtica jungla en la que la norma es la violencia verbal y triunfa el que más esputos proyecta contra su adversario.

Frente al paradigma de la discordia que envenena parte de nuestra tradición cultural, y que parece dispuesto a retomar el mando como nos descuidemos, es preciso defender la primacía de la concordia, de la armonía, de la paz. “La discordia es el placer de los infiernos”, dejó escrito Juan Luis Vives en Concordia y discordia del género humano. Y sí, hay algo de diabólico en alzar el estandarte de la lucha como vía para conquistar derechos y luego apelar a la convivencia y a la integración de los excluidos. Solo desde el ejercicio activo de la voluntad del entendimiento y de la mutua comprensión se puede preservar la armonía como horizonte deseable de cualquier civilización digna de ese nombre. Cicerón, en su afán por evitar el desgarro de la sociedad romana, llegó a plantear un gran pacto entre el Senado, los caballeros y los representantes más tibios de la plebe, en aras de una mínima ‘concordia ordinum’: el que, a la sazón, no pudiera llevarse a término supuso el final de la República. “La sangre mortífera envolverá el orbe entero si los rígidos candados no mantienen encerrada a la Guerra”, escribió Ovidio en sus Fastos. Lo mismo cabe decir de sus hijuelos: las polémicas (etimológicamente, la palabra se pone en evidencia a sí misma: polemós significa guerra en griego), las batallas, la pugna y el enfrentamiento; en definitiva, la escisión del mundo en polos opuestos y enfrentados de los que solo puede sobrevivir uno. Por mucho que Hegel creyera salvaguardar el futuro subsumiendo las contradicciones en un proceso cada vez más integrador, hasta alcanzar un estado plenamente reconciliado consigo mismo, no compensa los estragos que ocasiona el pensamiento dualista en la conformación de una cultura digna de tal nombre. Si la Humanidad quiere seguir siéndolo, y no una mera agregación de entes mutuamente excluyentes, debe dejar de lado sus egoísmos particularistas (de origen, de raza, de orientación sexual, de nacionalidad, de ideología, de religión, incluso deportivos) y anteponer la conciencia de pertenecer a una misma especie, a una única familia. La fraternidad se demuestra hermanándonos, no alimentando discursos cainitas. Y si es preciso renunciar a ciertas cosas para conservar la convivencia, que así sea. Como dejó dicho Erasmo de Rotterdam, príncipe de los humanistas, en el Lamento de la paz: “Cualquier paz, por injusta que sea, es preferible a la más justa de las guerras”. O, lo que es lo mismo: más vale un cesto lleno de sanas naranjas que permitir que una sola manzana pudra el huerto entero.

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