noviembre de 2024 - VIII Año

La extrema derecha se asienta en el Parlamento

vox1La irrupción de Vox en el escenario político español era una realidad anunciada. Los aires que soplaban desde la llegada de Donald Trump -y la de su plenipotenciario John Bolton- a la Casa Blanca así permitían predecirlo. Irrumpió pues Vox en las elecciones de abril en Andalucía, donde Washington tiene dos de sus más importantes bases militares en Europa: Rota y Morón. Soplaba entonces sobre Madrid viento en popa de una presumible, luego frustrada, coalición de izquierdas que, quizá -se temía desde Washington- podría replantearse el tema de sendas bases en suelo andaluz, cruciales para la supervisión militar y policial estadounidense del Norte de África y del Próximo Oriente. Nadie en Madrid se planteaba tal cosa.

Para zanjar las dudas, había sobrevenido un ‘milagro’, macerado desde tiempo atrás: la creación y simultánea financiación de un partido neofranquista español a través del Consejo Nacional de la Resistencia de Irán, brazo político del movimiento armado iraní Muyaidin e Jalq, autor de miles de atentados en el país persa. Tal era uno de tantos favores que algunas organizaciones político-militares han de pagar a Washington como peaje para poder abandonar la lista de organizaciones terroristas confeccionada anualmente por el FBI, policía política y responsable del contraespionaje norteamericano.

El vicario de su primer millón de dólares fue Alex Vidal Quadras, ingeniero nuclear catalán, primer desertor del PP que alentó la creación de la formación neofranquista desde su cargo en la Unión Europea, donde los Muyaidines y su Consejo Nacional de la Resistencia Iraní contaban con un poderosos lobby de influencia. El primer mecenas de Vox era pues, por entidad interpuesta, una organización política regida con mano de hierro por Massud Radjavi. Dotado de un potente brazo armado –un ejército de varios millares de hombres que tuvo sus cuarteles en el Irak de Saddam Hussein- y, además, iraní de nación, la dote que Radjavi exhibía mostraba ser un tesoro potencial para aquellos que desde Washington acarician, desde hace décadas, la idea nunca descartada de derrocar por la fuerza al régimen de los ayatollahs.

Así pues, Vox debutó en Andalucía. Empero y pese al jugoso apoyo financiero recibido, el legado ideológico del franquismo, del cual consciente o inconscientemente se reclamaba, constituía un fardo muy difícil de gestionar por sus actuales herederos. Franco había neutralizado en clave franquista a la mayor parte de la derecha, truncando así la posibilidad de que en España surgiera y se consolidara una derecha democrática conservadora. Había condiciones favorables para hacerse con este segmento, pero el enredo ideológico y político que había liado con la unificación -a punta de pistola- de falangistas, carlistas y requetés fue tan descomunal que nunca logró una soldadura integral de aquel batiburrillo: metía en el mismo redil a tradicionalistas, joseantonianos y jonsistas, quienes tan solo compartían correajes y cartucheras; más de una vez se liaron a tiros entre ellos. Una alianza formal entre aristócratas, lumpen, clase media, católicos ultramontanos, nacionalistas, monárquicos…resultaba imposible de vertebrar sin que las costuras de tal alianza reventaran o sumieran el acuerdo en una inercia plana.

El manipulador manoseo político e ideológico de Franco no quedó ahí: quiso luego azuzar a este bloque, muy decorativo durante la etapa fascista de la autarquía, y enfrentarlo al partido neo-escolástico amalgamado por el Opus Dei, cuyos titulares alardeaban de poseer la varita mágica de la tecnocracia inmanente al Plan de Estabilización de 1959 consecutivo y alternativo a la etapa autárquica.

franco1Con este legado, a la muerte de Franco en noviembre de 1975, el franquismo sociológico no se adentraría inicialmente más que con cuentagotas en Alianza Popular. El impredecible Fraga y los llamados Siete Magníficos –muchos de ellos ministros del dictador- no parecieron merecerle el crédito que el espadón ferrolano había garantizado a los franquistas hasta su desaparición. España se hallaba en medio del fragor de la lucha de masas y de los vientos democráticos que soplaban a favor del cambio político hacia una legitimidad democrática frontalmente opuesta al franquismo. El cambio se vio hegemonizado los comunistas, hasta que el asesinato de Carrero Blanco –que encarnaría el franquismo sin Franco, lo cual había alertado a Washington porque implicaría una potencial polarización del país hacia la izquierda- dio entrada en la escena a una derecha rediviva, reciclada en clave formalmente demócrata, beligerante y al acecho del poder post-dictatorial. Alemania comenzó a meter mano en la política española aleccionada por Washington, temeroso de un contagio aquí de la revolución de los claveles de Portugal.

Los franquistas se replegaron tácticamente de la primera línea de la escena –solo Blas Piñar López, con su denominada Fuerza Nueva, dio la cara política por la extrema derecha-, pero persistieron en mantener su presencia en los aparatos de Estado. Los asesinatos del despacho laboralista y vecinal de Atocha, en enero de 1977, llevaban su impronta, concebidos y ejecutados como una provocación sin precedentes contra el PCE al que de tal modo instigaban a tomarse la venganza por su mano para así hallar el pretexto de aniquilarlo. Pero su ardid criminal no les dio el resultado que esperaban. Adolfo Suárez, por la presión en la calle y por sentido común en busca de una legitimidad democrática de la que hasta entonces carecía, legalizaría al partido de los comunistas y a los sindicatos de clase. La transición se fue abriendo camino.

Con el progreso de la lucha de masas, el rescate de los valores democráticos preconizados por la II República se abrió paso en la sociedad española, que quedaría axiológicamente impregnada por aquellos, de tal manera que la imagen del franquismo, capitidisminuida, se esfumó poco a poco del imaginario colectivo: sus mezcolanzas ideológicas contra-natura carecían de vertebración y de consistencia alguna. El llamado Movimiento Nacional nunca dejó de ser una fachada incapaz de fundir ideológicamente ni siquiera a la llamada Guardia de Franco, corsé pretoriano del régimen. Con el tiempo, el dictador pagaría caro su transformismo al haberse calzado las botas de los militares, vestido la camisa azul de los falangistas, tocado con la boina de los carlistas y pertrechado con las pistolas de las Juntas de Ofensivas Nacionalsindicalistas: al morir, nadie quiso ni pudo recoger su herencia ideológica, que quedó dispersa y fragmentada. Dicen que Fraga los neutralizó al acogerlos en su seno, Alianza Popular, pero la mayoría de los franquistas se dispuso a disfrutar de las prebendas clientelares cosechadas gracias a su lealtad al régimen difunto e intocadas por los aplicadores del programa político de transición.
La nueva derecha europea

Sin embargo, desde el comienzo de los años 70 del pasado siglo, la derecha europea halló en el aristócrata francés Alain de Benoist una reformulación intelectual en clave laica y euro-civilizatoria: tomaba cuerpo mediante la adulteración de algunos principios marxistas gramscianos relativos a la hegemonía cultural, sazonados con grumos del pensamiento filosófico clásico, algo del legado metafísico de Martin Heidegger, mucho del supremacismo de Friedrich Nietzsche y bastante del protofascismo de Wilfredo Pareto. La impronta cultura francesa, potente siempre, proyectó su eco hacia algunos círculos y medios españoles, si bien la ausencia aquí de intelectuales de derechas, la mediocridad de sus escasos componentes y el secular desdén derechista hacia cualquier manifestación del pensamiento político teórico dejaron a la no nata nueva derecha española, aquí auto-guiada hacia la extrema derecha, en el furgón de cola de aquel proceso innovador a escala continental en sintonía con las necesidades de la Casa Blanca.

vox2La hegemonía del repertorio axiológico y ético de la izquierda española, basado en un mayor capital y coeficiente cultural e intelectual que los de la siempre deficiente derecha, infiltró con sus valores buena parte del imaginario colectivo durante la Transición y la post-Transición. La hegemonía moral fue patrimonio de la izquierda, realidad que exasperaba y exaspera al universo reaccionario todo. Y se acreditó de tal manera que la sociedad en España dejó en el camino la costra de intolerancia heredada del sentimiento inquisitorial alentado por Franco y su franquismo represor, para mostrarse como una de las sociedades más permisivas y abiertas de Europa. Tal baño de tolerancia, avalado por una acumulación sin precedentes de capital cultural y simbólico a escala social, contribuyó sobremanera a convertir a España en un florón atractivo, extramuros del país, de libertades y de benevolencia social en aquellos primeros años de cambio político. Importantes problemas quedaron sin resolver y reaparecerían posteriormente con toda su virulencia.

Ha tenido que ser precisamente ahora, cuando las políticas de izquierda, por error u omisión, han desaparecido de la escena cortocircuitadas por el capitalismo financiero y sus sempiternas crisis cíclicas, en medio del desconcierto ideopolítico reinante, cuando el franquismo ha hecho su reaparición desde unas siglas surgidas de la derecha del Partido Popular, con la supuesta y oculta bendición de José María Aznar. Dice Vox que es constitucionalista: vamos a verlo. Pero reaparece, curiosamente, cuando se han naturalizado a escala gubernamental las recetas neoliberales más ruinosas socialmente, como si formara parte intrínseca de las cosas aumentar la tasa de ganancia del capital a costa de sangrar al mundo del trabajo y sepultarlo en el precariado más cruel. Y lo hace con un mensaje simplista, supremacista y agresivo, con gran eco en los sectores políticamente más marginados y más elitistas, en los rangos del sector más retrógrado de los cuerpos armados.

El pretexto, dicen, ha sido el secesionismo en Cataluña; pero bajo la bandera del supuesto patriotismo en la que se envuelven anida el anhelo, manifiesto ya en sus líderes, de un retorno abrupto a una situación preconstitucional; de una vuelta al autoritarismo antidemocrático; al machismo irredento; a la impugnación del sistema de partidos y libertades y del régimen autonómico –contrapeso del centralismo franquista- inaugurado con la Transición; y aderezado todo ello con la eurofobia y la furia contra los inmigrantes y los más débiles, contra los animales y por la negación del cambio climático. Nada de impuestos, nada de fiscalidad, nada de servicios sociales ni de sector público: el neo-franquismo es, de nuevo, heraldo oscuro del mensaje del gran capital.

Hay quien confía en que la llegada de Vox al Parlamento con una cincuentena de diputados rebajará los humos de sus dirigentes, obligados a respetar la ley de leyes. Sea. Mas la historia demuestra que quienes niegan la legitimidad de la democracia, difícilmente se avienen a conformarse con respetar las normas legales. Pero no adelantemos acontecimientos. Pronto esgrimirán aquí que se han actualizado en clave europea, como hizo entonces la nueva derecha continental: vamos a ver cómo surca intramuros de la extrema derecha española la confrontación entre el laicismo de Benoist y el ultramontanismo de gran parte del alto clero; entre la soberanía hiper-española y el imperialismo estadounidense; entre las (¿existentes?) propuestas al mundo del trabajo y el dictado del capital bancario; entre el lumpen y las marquesas que, simultáneamente, les han votado. Tal vez las bases que les han dado su voto recapaciten y caigan en la cuenta de todo lo que España se está arriesgando a perder si el delirio hipernacionalista que sus líderes proclaman prosigue sin freno, pues son ellos quienes -con su política de tierra quemada en Cataluña- más ponen en peligro la necesaria unidad de España.

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