Hay un creciente interés en el mundo académico por establecer una educación basada en los atributos del profesionalismo, como el respeto a los pacientes, la honestidad o el humanismo en la relación médica. Y esto acontece cuando algunos de sus valores están siendo amenazados en la práctica clínica, debido en gran medida a los cambios en la relación médico-paciente.
Esta situación nos lleva a plantearnos dos cuestiones. Por un lado, la conveniencia de delimitar los valores del profesionalismo que se están lesionando y tratar de profundizar en las causas de tal deterioro. Y, por el otro, considerar la importancia de instaurar un nuevo marco de conocimientos y destrezas que los estudiantes de medicina deben adquirir para desempeñar su labor, no solo con excelencia desde el punto de vista técnico, sino también para cumplir los compromisos éticos exigibles a todo buen profesional.
Es de sobra conocido que el desempeño de la medicina está vinculado a la búsqueda del bienestar del paciente de forma honesta y altruista, lo que constituye la esencia del contrato que los médicos establecen con la sociedad y es, a su vez, lo que define la profesionalidad.
En la pasada década, la sociedad americana de medicina interna y algunas otras sociedades científicas europeas consensuaron los elementos que forman el armazón del profesionalismo, entre los que se encuentran el compromiso para mejorar la calidad de los cuidados manteniendo actualizados los conocimientos científicos y técnicos, el hacer una distribución justa de los recursos y tener un trato apropiado con los pacientes, respetando su autonomía y la confidencialidad de los datos.
A decir verdad, es este conjunto de valores lo que permite construir una relación de confianza con los pacientes, la cual se apoya en la capacidad comunicativa. Porque, con una comunicación efectiva mejoran la percepción que estos tienen de las competencias del profesional, la toma de decisiones compartidas y la satisfacción con la asistencia. Sin embargo, la relación médico-paciente se deteriora cuando el trato durante el encuentro clínico se despersonaliza por la falta de tiempo o de información. Sobre este tema, ya Albert Jovell nos dejó muchas enseñanzas.
Pues bien, para comunicar se necesita tiempo, y este escasea cuando las consultas están masificadas, lo que no deja de ser frecuente en los últimos años dentro del sistema público de salud. A consecuencia de ello, la comunicación con los pacientes se `acelera´. La anamnesis pierde su sentido original, porque interrogar al enfermo exige tiempo, y es desplazada por las pruebas diagnósticas que, sin duda, tienen un enorme valor, pero que en ningún caso son suficientes para conocer la complejidad del enfermar. Además, la no-comunicación va abriendo paso a la desconfianza de los pacientes y a la deshumanización de la asistencia. Y, como era de esperar, el profesionalismo se va erosionando, porque gran parte de sus atributos dependen de la buena relación que se establece entre el médico y el paciente.
Pero lejos de buscar las causas de esta situación en cuestiones puntuales como la actual pandemia, que está sometiendo a una gran presión a los sistemas sanitarios y creando desconcierto y tensión entre los profesionales, habría que encontrarlas en el cambio social que se viene produciendo desde hace años, originado por un modelo neoliberal, que convierte en bienes de consumo todos los aspectos de la vida y, como no podía ser de otra forma, también la salud, la enfermedad y la muerte. Derivados de él son la alta tecnificación de la práctica clínica que dificulta la relación entre el médico y el paciente, la enorme accesibilidad de estos a la información a través de internet, que incrementan las consultas por motivos banales, o la demanda de servicios por procesos que no son en sí enfermedades y que, entre otros muchos, han estado detrás del desgaste profesional.
Si esta es la situación actual, debemos entonces plantearnos cómo se podría articular la formación de los estudiantes de medicina, para que no solo adquieran las competencias y habilidades técnicas, sino también las referidas a los comportamientos y actitudes que les van a permitir enfrentar la práctica clínica siguiendo unos principios éticos y deontológicos. Y ciertamente, esta es la tarea que ahora las universidades deben emprender.