La conquista de los virreinatos que conformaron el imperio español de América no obedeció a una estrategia premeditada, ni fue fruto de una operación homogénea, realizada por un ejército de mando único. Aquella gesta correspondió al esfuerzo multicolor de mesnadas aisladas, reclutadas por personas singulares que podían pagar los emolumentos básicos, al inicio, y prometían un pingüe botín, al finalizar la hazaña. Igual que don Quijote, mediante un magro jornal, reclutó a Sancho como escudero para acometer sus andanzas caballerescas, asegurándole el posterior gobierno de la ínsula Barataria. Eran los tiempos.
Entre los aventureros reales, encontramos a Francisco Pizarro y a sus cuatro hermanos como protagonistas y a Pedro Alvarado, alias Tomatiuh y Diego Almagro como antagonistas, dentro de la misma gesta. Todos perecieron frente al Caballero de los Espejos de la codicia, la envidia, la rivalidad cainita y los resentimientos.
Las peleas entre conquistadores fue habitual, cruel y fratricida: en México, Hernán Cortés riñó con Pedro Alvarado; en Panamá, Vasco Núñez de Balboa fue ajusticiado por su suegro, el sanguinario Pedro Arias, que lo acusó de traición; en Perú, entonces Nueva Castilla, como un Puerto Hurraco cualquiera, Pizarro y su socio Diego Almagro llevaron sus rencillas de generación en generación y cada uno murió a manos de los sucesores del otro, como venganzas incesantes. Son ejemplos poco edificantes de lo que debía ser la caridad cristiana que proclamaban, que una cosa es predicar cristianismo y otra dar el trigo de la coherencia.
Sin duda, fray Bartolomé de la Casas, coetáneo de esta tropa, exageró para cargarse de razón; sin embargo, estos militares, pertrechados de espadas de Toledo, cascos, picas, arcabuces y perros adolecían de una ambición que hacia explotar sus armaduras; fueron a protagonizar la historia, y lo consiguieron; pero, no eran lo mejor de cada casa, ni los epítomes de la cultura del siglo XVI. Su trabajo, a buen seguro, fue imprescindible para contener a los sacerdotes y caciques instalados en el poder indígena. No obstante, el trabajo civilizador iba por otro camino, fue una tarea anónima, que desarrollaron frailes humildes y menestrales trabajadores que llevaron sus herramientas y sus saberes, sin más pretensiones que servir y ser útiles. El sentido profundo de la Historia sólo se entiende gracias a la intrahistoria de la vida, como enseña el historiador raciovitalista Claudio Sánchez Albornoz.
Francisco Pizarro, nacido en Trujillo, en 1478, era hijo bastardo, cuyo padre, Gonzalo, nunca lo reconoció, si bien consintió que el chico usase su apellido, por el gran parecido físico que compartían. La madre, Francisca, tuvo otro hijo más y, por su parte, Gonzalo otros tres hijos varones, dos de ellos también bastardos. Los cuatro medio hermanos admiraban a Francisco, que había hecho su instrucción militar en Italia a las órdenes del Gran Capitán, y lo siguieron en su andadura americana, pese a que el futuro conquistador era analfabeto, igual que los doce millones de incas que iba a conquistar. Aunque a este Quijote no se le había secado el cerebro de tanto leer, sus entendederas estaban suficientemente irrigadas para maniobrar contra propios y extraños.
A las órdenes de Pedro Arias, que lo nombró alcalde y encomendero, Pizarro hizo unos ahorros, que agregó a los de Diego Almagro y a otros 20.000 ducados del sacerdote Hernando de Luque para crear la Compañía de Levante e ir al sur a encontrar el “Birú”, la ínsula Barataria de sus sueños de riqueza inagotable y gloria eterna.
En estas empresas, la Corona no arriesgaba nada. A cambio de autorizar la expedición sin coste alguno, se reservaba los derechos del quinto real y la titularidad de las tierras que se descubrieran, imponiendo el deber de la evangelización. ¡Todo ganancias! .
Los de la Compañía de Levante hicieron tres intentonas. La primera, de noviembre de 1524, acabó en un estruendoso fracaso: meses de navegar bordeando la costa de la actual Colombia, sin encontrar otra cosa que selva salvaje deshabitada. Las tripulaciones, agotadas y frustradas, obligaron a Pizarro a volver a Panamá de donde habían partido.
Pedro Arias, gobernador de Panamá, a regañadientes, autoriza una segunda expedición, poniendo a Diego Almagro de lugarteniente, echando a rodar la manzana de la discordia. Este segundo intento tiene éxito, porque encontraron indios y algo de oro. Por ello, Pizarro manda a Almagro que vuelva a Panamá a buscar refuerzos. Él se queda en la desembocadura del río San Juan y ordena que Bartolomé Ruiz continúe viaje hacia el sur para descubrir más asentamientos. Ambos consiguen sus objetivos: Almagro vence las reticencias del gobernador y consigue un plazo de seis meses para concluir la operación y, por su parte, Ruiz encuentra mercaderes que transportan tejidos finos, cerámicas y objetos preciosos, signos inequívocos de estar ante una civilización importante. En marzo de 1528, vuelven a Panamá llevando algunos indios incas, llamas y muestras artesanales.
Pizarro no sólo desconfiaba de Almagro, sino también del gobernador Pedro Arias y decidió retornar a la península para pedir la intervención de Carlos I. No lo encontró porque estaba yéndose a sus batallas de Europa, como era habitual; pero, lo recomendó al Consejo de Indias, y fue la reina Isabel, a la sazón Regente, quien extendió las Capitulaciones de Toledo de 26 de julio de 1529. En ellas, nombra a Pizarro gobernador y capitán general; se le asigna un sueldo de 750.000 maravedíes y se le encomienda la conquista de las tierras comprendidas entre Santiago (actual Richamba) y 200 leguas al sur, extensión que se llamará Nueva Castilla. Almagro recibe un sueldo de 300.000 maravedíes como teniente de la fortaleza de Túmez y se le encarga la posterior conquista de Nuevo Toledo (actual Chile), a partir de la demarcación fijada para Pizarro. Por último, Hernando Luque recibía un estipendio de 2000 ducados y el Obispado de Túmez, cuando el Papa lo constituyera. Todos contentos, de momento.
Pizarro, a sus 55 años -un anciano para aquella época-, no había hecho el viaje en balde. Iba a emprender la conquista de Nueva Castilla, cargado con autoridad de virrey, honores y prebendas sin cuento. En Panamá, reclutó a 180 hombres, 27 caballos a los que añadiría otros 23 en Túmez, y una gran jauría de perros, la segunda arma más poderosa contra los incas, después de los atronadores arcabuces, que además hacían humo, provocando el espanto y la estampida de los indígenas.
Atahualpa, vencedor de su hermano Huascar, contaba con un ejército de 60.000 hombres, armados con arcos y flechas, hondas, estólicas (una especie de propulsores), espadas y picas. Al no conocer el hierro, sus armas metálicas eran de bronce.
El Inca, según Raúl Porras, había tramado una emboscada para apresar a Pizarro y matar a todos sus hombres, menos al barbero, porque regalaba juventud, al herrero para que les enseñara el manejo del hierro y al volteador porque quebrantaba a los terribles y odiosos caballos… De pillo a pillo, Pizarro se le adelantó en la celada de Cajamarca, cuando consiguió que el Inca, ansioso por conocer a los castellanos, viniera a la ciudad desde su campamento, con una sola condición: que no soltaran a los perros, ni a los caballos. Él llegó acompañado de 600 infantes. La desproporción alarmó a Pizarro que no sólo soltó a los perros, sino que puso a disparar los arcabuces, poniendo en fuga a la comitiva y logrando apresar al Inca. Esta hazaña dispersó al resto del ejército inca. Sólo hubo 200 muertos. Con los ladridos de los perros y la traca de los arcabuces cayó el Tahuantinsuyo, el imperio inca, mientras se precipitaba la contienda entre españoles.
Diego Almagro llegó tarde con los 100 hombres de refuerzo que traía de Panamá. Por tanto, ni él ni sus hombres tenían derecho alguno en el reparto del botín. Sin embargo, según Aguado Bleye, Pizarro le donó 100.000 ducados de compensación.
Pizarro, usando las recomendaciones que le había dado su sobrino Hernán Cortés, iba protegiendo y haciendo colaboradores suyos a los indios lastimados por el Inca y su guerra civil. Así encontró apoyo en los huancavélicas, los tallanes, los cañaris e incluso los quitos. La política consistía en no reproducir el trato que les daban los incas y dejar que siguieran creyendo que los hispanos, que tenían barbas y vellos por el cuerpo, eran hijos de sus dioses indígenas.
La civilización incaica no era angelical, como atestigua la momia Juanita que se conserva en Arequipa y nos habla de sacrificios infantiles…Las civilizaciones que apresaban los imperialistas incas eran humilladas de maneras vergonzantes: sus ídolos eran secuestrados y recluidos en el Qoricancha de Cuzco, a rendir pleitesía al Inti. Cuando habían de celebrarse los festejos anuales en honor de tales ídolos, el Inca exigía a sus devotos un canon para autorizar los festejos. Para el pensamiento mágico, esta prisión de los propios ídolos equivalía a la castración de cualquier tipo de poder activo.
Por si no fuera suficiente, las civilizaciones derrotadas quedaban obligadas a la contraprestación del mita y el ayaconazgo, dos tipos de esclavitud, la primera temporal y la segunda de por vida, que obligaban a trabajar gratis para el Inca. Esto era trabajos forzados, evidentemente, en una cultura megalítica… Y además, para mayor humillación de los esclavos, su alimentación y vestidos seguían dependiendo de la civilización vencida…
Atahualpa se había esforzado por llenar de oro la habitación que él señaló para pagar su rescate; mandó a sus curacas a recolectar todo lo posible de templos del Inti y palacios del Inca; también ordenó matar a su hermano Huascar. Esto último lo consiguió; el acopio de oro no fue suficiente, pero Pizarro se conformó con lo allegado.
El prepotente e intolerante padre Valverde, dominico por cierto (recuerden: domini cannes), promovió un juicio sumarísimo contra Atahualpa por torpedear la obra de evangelización y por el fratricidio. Pizarro defendía al Inca y Almagro, que sospechaba que el Birú debía seguir escondido y, sobre todo, por quitar la razón a Pizarro, apoyó la ejecución que determinó el tribunal y que se realizó por garrote, previo bautismo del ajusticiado.
Pizarro mandó a su hermano Hernando a la península, custodiando el quinto real del reparto del ajuar del Inca y un conjunto de joyas para la reina Isabel, en agradecimiento a las capitulaciones. Ordenó a Diego Almagro que se fuera a la conquista de Nuevo Toledo; él se encaminó a Cuzco y después se instaló en Lima.
A juicio de J.J. Laorden, en 1532, los pizarristas ya controlaban el sur de la actual Colombia, Perú, Ecuador, Bolivia y partes de Chile y Argentina. Nueva Castilla era mucho mayor que las dos Castillas peninsulares; pero, la ambición era tan inmensa que no cabía en aquellos territorios.
Almagro, al saber que Cuzco estaba desprotegida, abandonó la misión que tenía encomendada y se fue a Cuzco, que él consideraba que le correspondía. Hernando Pizarro, ya de vuelta de la península, entró en Cuzco, hizo prisioneros a los Almagro, padre e hijo, ajustició al padre y envió al hijo a Lima. Corría el 6 de abril de 1538.
Diego Almagro, hijo, alias el Mozo, se dedicó a conspirar, junto a los “hombres de Chille”, apodo que le pusieron a su cuadrilla, para asesinar a Pizarro. Objetivo que consiguieron el 26 de junio de 1541. La venganza estaba consumada.
Vaca de Castro, representante de la Corona, persiguió a Diego de Almagro, el Mozo, le ganó la batalla de Chupas y lo ajustició el 16 de septiembre de 1542.
Gonzalo Pizarro se había ido a Cuzco y no toleraba la autoridad imperial. Nueva batalla entre hispanos y ejecución del conquistador rebelde el 9 de abril de 1548.
Por su parte, Hernando Pizarro estuvo prisionero en el castillo de la Mota, en Medina del Campo, acusado del estrangulamiento y posterior decapitación del cadáver de Diego de Almagro, padre. Por tanto, desde 1538 hasta 1558, el mítico Birú, y su saña, le costaron veinte años de prisión… Y aún pudo levantar en Trujillo el palacio de la Conquista, sin haber encontrado nunca el legendario y añorado Birú.
Un saldo vergonzoso del que se salvan Juan Pizarro, que murió con honor en el frente de batalla, en Cuzco, frente al Inca títere Manco, nombrado por Francisco Pizarro, que se había sublevado, y Martín de Alcántara, hermano de madre de Pizarro, que quiso vivir pacíficamente en Lima, dedicado a la docencia.
De todos modos, allí quedó un modelo de violencia cainita, alentado por la envidia, los celos, la ambición sin límites y la venganza insaciable, que aún convive con el resto de la herencia. Allí vibra también nuestra miseria. Toda la transformación no era de excelencia. Es fuerza reconocerlo. Se mantienen muchísimas obras y actitudes positivas: Castilla logró sacar de la Edad de los Metales a un continente entero y lo transportó al Renacimiento europeo; creó una etnia nueva, los mestizos, que hoy quieren ser todos, aunque sean indios puros; les enseñó un idioma que los acerca entre sí y les da unidad cultural; creó una economía moderna que los arrancó del trueque y de la antropofagia; les dio una religión, que no era perfecta, pero estaba a años luz de las que ellos practicaban: introdujo el Derecho Romano y un modo de litigar civilizado. Reconocer la luz, el ánima, no quita la sombra, el ánimus.