noviembre de 2024 - VIII Año

Indalecio Prieto y Madrid

Escultura de Indalecio Prieto en Madrid

Escribió Indalecio Prieto que “la pasión política, cuando se desata, no repara en presentarse como idiotez ni se detiene ante la calumnia”. Lo dijo en un artículo que su periódico, El Liberal de Bilbao, publicó el 22 de mayo de 1936. El diputado socialista y ex ministro de Obras Públicas contaba en esta crónica la visita que, en compañía de un grupo de reporteros, técnicos y políticos, realizó el día anterior a algunas de las obras entonces en ejecución del Gabinete de Accesos y Extrarradio de Madrid: los Nuevos Ministerios, la prolongación de la Castellana hacia el norte, la carretera desde El Pardo a la Sierra y los enlaces ferroviarios, entonces paralizados, pero que preveían una nueva estación de pasajeros en Chamartín de la Rosa y otra de mercancías en Fuencarral.

Pocos días después, el 12 de junio, el alcalde de Madrid, Pedro Rico, llevó al pleno del Ayuntamiento una moción para solicitar la concesión de la Medalla de Oro de la Villa a Indalecio Prieto. El texto señalaba que “a su gran visión del futuro de Madrid y a sus generosas iniciativas se deben mejoras que abren horizontes y posibilidades para que nuestra capital alcance el rango e importancia que por sus condiciones y por su cualidad de capital de la República le corresponden”. La iniciativa del alcalde contó con el respaldo de todos los concejales y se aprobó por unanimidad.

Indalecio Prieto (1883-1962) había nacido en Oviedo y crecido en Bilbao, pero fue vecino devoto de Madrid desde 1918, año de su primera elección como diputado a Cortes. En la década de los treinta del convulso siglo XX fue un demócrata (lo que no es poco), un socialista comprometido con la justicia social, un político dotado de fina intuición, un excelente portavoz parlamentario y un notable periodista y escritor. El embajador estadounidense, Claude G. Bowers, le señaló en sus memorias como “la personalidad más brillante y poderosa, con más genio para la vida política” de la España de su época.

En efecto, Prieto tenía un talento natural para la política. Fue, toda su vida adulta, un hombre de acción. Creía más en las personas que en las ideas. Se hizo socialista a los dieciséis años más por sentimiento, por afectos personales, que por convicción teórica. No había leído a Marx ni a Engels, pero aprendió el socialismo en las fábulas de Tomás Meabe, en las novelas de Zola y Blasco Ibáñez, y en las obras de Jean Jaurès, el gran líder del socialismo francés asesinado en 1914. Socialismo y libertad es el título de un librito de Jaurès que un socialista bilbaíno, Timoteo Orbe, tradujo y editó en castellano. Prieto lo guardó toda su vida y lo utilizó con profusión en la famosa conferencia de la sociedad El Sitio, en 1921, en la que se declaró “socialista a fuer de liberal”; esto es, en la que dijo que él era socialista porque era liberal y porque entendía que el socialismo no es otra cosa que la “plena consagración de la libertad, que únicamente es posible con la abolición de la esclavitud económica”.

Dentro del PSOE en los años veinte y treinta del siglo pasado, Prieto fue un líder singular, atípico, el hombre que emprendía iniciativas muchas veces en solitario, a las que el partido y sus órganos de dirección se sumaban, o no, meses después. Su relación con Francisco Largo Caballero (ambos formaron parte del primer “grupo” parlamentario socialista, junto con Besteiro, Saborit, Anguiano e Iglesias) fue tan estrecha como difícil. Si Largo Caballero fue, en palabras de Rodolfo Llopis, “el hombre más representativo de su clase”, la personalidad política de Prieto, como reconoce el mismo autor, “desbordaba, con mucho”, los límites de las organizaciones socialistas. Prieto fue, efectivamente, mucho más que un líder de partido. Su proyecto político trascendía las siglas del PSOE y de la UGT para proyectarse sobre España en su conjunto.

En 1930, Prieto se convirtió en el principal abanderado del republicanismo, al que arrastró a buena parte de la opinión pública y a los otros líderes del socialismo español. Josep Pla afirma en su Historia de la Segunda República (1940) que, “históricamente hablando”, el advenimiento del régimen fue posible “gracias a la labor incansable de Prieto”. Desde que en el recibimiento a Unamuno en la frontera de Irún lanzó por primera vez la consigna “con el rey o contra el rey”, emprendió una “cruzada antimonárquica” para unir a todas las fuerzas de oposición en torno a un proyecto democrático.

Indalecio Prieto, ministro de Obras Públicas (1931)

Después del 14 de abril, Prieto se manifestó muy pronto, junto con Manuel Azaña, como la figura más representativa del nuevo régimen republicano. Ambos compartieron el objetivo de reformar el Estado español para hacer de él un instrumento de transformación de la sociedad, mediante una República democrática, liberal y parlamentaria. Los dos presidentes de la Segunda República vieron en él a un estadista y le ofrecieron la jefatura del Gobierno: Alcalá Zamora, en junio de 1933, y Azaña, en mayo de 1936. Este segundo encargo se produjo en un momento en que actores políticos de muy distinto signo vieron a Prieto como el gobernante que la crítica situación política demandaba. Desde mediados de abril, él consideró “inevitable” la entrada de los socialistas en el Gobierno, pero sabía que ésta no se produciría mientras no fuera decidida por el ala izquierda del PSOE, y en concreto, mientras Largo Caballero “no apreciara su necesidad”. Y éste no la apreció hasta septiembre de 1936, cuando el estallido de la guerra había producido ya la quiebra del poder republicano y en los frentes se libraba una “batalla a muerte”.

“¡Cuán diferente –escribió Miguel Maura en 1962– la suerte de España, de la República y de los innumerables españoles víctimas de la guerra civil, si, al tiempo de encargar Azaña la formación de su primer ministerio como presidente de la República, el 13 de mayo de 1936, Indalecio Prieto hubiera asumido tal misión! El veto del partido socialista lo impidió, y ahí dio comienzo la catástrofe del régimen y de España”. En realidad, la catástrofe no comenzó el 13 de mayo. Se desencadenó el 18 de julio cuando los militares golpistas, en connivencia con otros enemigos políticos del régimen, pusieron en marcha el “plan de agresión criminal” contra la República en el que venían trabajando al menos desde finales de febrero. Como explica el historiador Fernando del Rey, las tensiones y conflictos de la primavera de 1936 “no prefiguraron ni determinaron la guerra civil, que nunca fue inevitable ni derivó de la reacción legítima ante un peligro revolucionario inminente”.

Prieto, que conocía los planes subversivos de una parte del ejército y que el primero de mayo señaló en Cuenca al general Franco como posible cabeza del golpe, trató de prevenir al Gobierno del peligro cierto que se cernía sobre la democracia española. También lanzó esta advertencia a los mandos militares: “Si la reacción sueña con un golpe de Estado incruento, como el de 1923, se equivoca de medio a medio. Si supone que encontrará al régimen indefenso, se engaña. Para vencer habrá de saltar por encima del valladar humano que le opondrán las masas proletarias. Será, lo tengo dicho muchas veces, una batalla a muerte, porque cada uno de los bandos sabe que el adversario, si triunfa, no le dará cuartel”.

Prieto cometió, sin duda, errores políticos; algunos los reconoció públicamente y trató de enmendarlos. Pero no fue, de ninguna de las maneras, ni un asesino, ni un ladrón, ni un malvado. Más bien fue uno de esos “hombres buenos” que, en expresión de Ruiz-Manjón, pusieron la justicia por encima de las ideologías y no se dejaron arrastrar por el torrente de odios que pareció inundarlo todo en el verano de 1936. Baste, como muestra de su talla moral, este fragmento del discurso radiado que pronunció el 8 de agosto y que le convirtió en la primera voz que apelaba a la piedad en aquella España en guerra: “No les imitéis; os lo ruego, os lo suplico. Ante la crueldad ajena, la piedad vuestra; ante la sevicia ajena, vuestra justicia; ante todos los excesos del enemigo, vuestra benevolencia generosa… Pido pechos duros para el combate, duros, de acero…, pero corazones sensibles, capaces de contraerse ante el dolor humano y que sean albergue de la piedad”.

A partir de 1939 y hasta 1950, año en que dejó la presidencia del PSOE, Indalecio Prieto se convirtió en el dirigente principal del exilio republicano. La recuperación de la libertad en España fue el objetivo central de su actuación en este periodo. Casi desde el término mismo de la guerra, sin abdicar de su lealtad republicana, fue consciente de que el restablecimiento de la democracia en España requería de una política de reconciliación nacional, y de que el logro de este objetivo exigía flexibilidad respecto a cuál había de ser la naturaleza –monárquica o republicana– del futuro régimen español, algo que habría de resolverse mediante un plebiscito tras la victoria de los aliados en la Segunda Guerra Mundial y la desaparición de Franco.

Entre el 7 y el 10 de mayo de 1948, Prieto asistió en La Haya al primer Congreso de Europa, que reunió a 800 personalidades de 19 países para poner los cimientos de una Europa unida, libre y democrática. Ese mismo año, el 3 de septiembre, estampó su firma en el Pacto de San Juan de Luz, el acuerdo entre monárquicos y socialistas españoles que, en su punto octavo, decía: “Previa devolución de las libertades ciudadanas, que se efectuará con el ritmo más rápido que las circunstancias permitan, consultar a la Nación a fin de establecer, bien en forma directa o a través de representantes, pero en cualquier caso mediante voto secreto al que tendrán derecho todos los españoles, de ambos sexos, capacitados para emitirlo, un régimen político definitivo. El Gobierno que presida esta consulta deberá ser, por su composición y por la significación de sus miembros, eficaz garantía de imparcialidad”.

Dos años después, al eliminar la ONU su recomendación a los países miembros de no mantener a sus embajadores en Madrid, las últimas esperanzas del exilio republicano se vinieron abajo. En la nueva dinámica internacional impuesta por la guerra fría, el Gobierno de Franco pasaba de apestado a ser un aliado estratégico de Estados Unidos en la lucha contra el comunismo. Prieto presentó su dimisión como presidente del Partido Socialista y se apartó de la primera línea política. Murió en su casa de México en febrero de 1962.

Sus sueños de libertad y democracia para España se cumplieron en buena medida en la Transición de 1978. Su figura, vilipendiada durante la dictadura, se recuperó entonces para la memoria democrática del país. Ahora, cuarenta años después, demostrando un absoluto desconocimiento de la historia, el pleno del Ayuntamiento de Madrid, con los votos de PP, Cs y Vox, ha aprobado una moción infame que pide retirar del callejero de la ciudad su nombre y el de Francisco Largo Caballero. Una decisión que demuestra, una vez más, que “la pasión política, cuando se desata, no repara en presentarse como idiotez ni se detiene ante la calumnia”.

Bibliografía básica
Prieto, Indalecio: Discursos fundamentales, Turner, Madrid, 1975. Prólogo de Edward Malefakis.
Gibaja, José Carlos: Indalecio Prieto y el socialismo español, Editorial Pablo Iglesias, Madrid, 1995.
Granja, José Luis de la (coord.): Indalecio Prieto. Socialismo, democracia y autonomía, Biblioteca Nueva, Madrid, 2013.
Indalecio Prieto y los enlaces ferroviarios de Madrid, Fundación Indalecio Prieto, Madrid, 2013. Prólogo de Nicolás Redondo y estudio preliminar de Antonio García.
Sala González, Luis: Indalecio Prieto. República y socialismo (1930-1936), Tecnos, Madrid, 2017. Prólogo de Juan Pablo Fusi.
Granja, José Luis de la, y Sala González, Luis: Vidas cruzadas: Prieto y Aguirre. Los padres fundadores de Euskadi, Biblioteca Nueva, Madrid, 2017.
Cabezas Moro, Octavio: Indalecio Prieto en la guerra civil, Ministerio de Defensa, Madrid, 2017.

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Archivo Entreletras

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