octubre de 2024 - VIII Año

GRAVITAS. Apología de la madurez

I

“Es desdichada la vejez que necesita defenderse con discursos”, escribió Cicerón en su diálogo De senectute. De la gravedad de la edad madura, no dijo nada.

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Isidoro de Sevilla calificaba de gravitas la edad de la vida humana ubicada entre los cincuenta y los setenta. Es la época del justo aplomo, equidistante tanto de la volubilidad de la juventud como de la parálisis de la senectud: un paraíso que, para mi perplejidad, muchos contemporáneos viven como un purgatorio.

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En la sempiterna querella entre jóvenes y viejos, los maduros (los graves) somos los grandes olvidados… lo cual aprovechamos para obtener la máxima ventaja de pasar injustamente desapercibidos.

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Un maduro digno de tal nombre “ni teme, ni desea”. Es el suyo un equilibrio natural, modelado por los golpes.

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Si de alguna pérdida se puede jactar el hombre maduro es de que, despechada, la vehemencia le haya abandonado.

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El hombre maduro aún conserva el brío de antaño pero mantiene a raya la pesadez que le espera; si administra sabiamente las energías que le quedan, puede considerar la suya como la auténtica edad de oro.

II

“Puer senex”: viejoven, lo calificamos hoy. Aquel que, teniendo pocos años, querría atesorarlos todos.

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Jesús ante los doctores. – Siendo aún adolescente, sus enseñanzas ya maravillaron a quienes veneraban, ante todo, el peso de la tradición. En el fondo de sus corazones ya intuían que, para quien viene de la eternidad y nos devuelve a ella, no puede ser rehén de la cronología del mundo.

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No hay nada que más abochorne a un joven que contemplar a un anciano comportándose de manera ligera, despreocupada, poco ejemplar. En el fondo, lo que aquel busca en este es un contrapeso para evitar que se hunda la barca común de la especie (para la cual son tan útiles los que están como los que vienen).

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Para respetar a un anciano, el joven necesita percibir que este juega en otra liga (por supuesto, superior); para compinches y aliados, ya dispone de sus coetáneos.

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En el siglo XVIII, los jóvenes se empolvaban la peluca para hacerse acreedores de un respeto que era consustancial al ejercicio del poder. En el siglo XXI, cuando la juventud a duras penas logra ejercerlo en ningún ámbito de la sociedad, ¿para qué se tiñen el pelo quienes peinan canas?

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El joven desprecia la madurez como la zorra de la fábula las uvas: porque no le queda a mano.

III

“¡Oh, vejez temida en vano por los mortales, edad dichosa cuando se la conoce! No merece llegar a ti quien te teme; no merece llegar quien te acusa”, escribió Petrarca en una carta fechada en 1366. La vigencia de su dictamen revela que, alcanzada cierta perspectiva, todos los hombres de todas las épocas cojeamos del mismo pie.

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Dejó escribo el humanista sevillano Sebastián Fox Morcillo en su diálogo Sobre la juventud (1556): “Si atribuimos el uso de la recta razón no menos al joven que al viejo y pueden con el mismo buen sentido moderar el ímpetu de los placeres, nada puede haber más festivo, nada más elegante, ni más honesto que la juventud”. El problema, amigo hispalense, es que en el siglo XXI nadie quiere moderar el ímpetu, y menos aún… el de los placeres.

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El fascismo italiano, el nazismo alemán, la revolución cultural china… Los mayores oprobios del siglo XX los protagonizaron ardientes jóvenes a quienes sus instintos básicos y sus ardientes pasiones les jugaron una mala pasada.

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“Si a los viejos les gusta dar buenos consejos es para consolarse por no poder brindar ya malos ejemplos”, escribió con cierta malicia Chamfort. Poder, sí pueden, y a espuertas; lo que ocurre es que ahora ya conocen el coste.

IV

El paso de los años acerca al creyente a la vida eterna; al incrédulo, a la nada. Se comprende que aquellos vivan su paso con creciente alborozo y estos, arrastrando los pies.

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Una sociedad para la cual nada nos espera tras perder su vida el cuerpo puede llamarse, justamente, desalmada.

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No es raro que, incluso en un mundo desacralizado, para ponderar el entusiasmo que conservamos en nuestro fuero interno los graves tengamos que presumir de un “espíritu” joven.

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El alma no tiene edad: su ámbito propio es atemporal. Para el cuerpo, por el contrario todo es cambio, impermanencia… muerte al fin. Si el hombre espiritual se ríe de la Parca (cuya misma existencia pone en la picota), el material le implora clemencia… por supuesto, en vano.

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Para admitir la inmortalidad del alma frente al carácter perecedero del cuerpo no hay que abrazar postulados religiosos; basta con recordar a Platón o a Cicerón, no en vano esenciales en la forja del humanismo cristiano.

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“¡Luz, más luz!”, profirió Goethe antes de dejarnos. Con ello demostraba su sabiduría: no se le ocurrió pedir más tiempo.

CODA

Aprende de la fruta, cuya sazón sigue a la verde acritud y precede a la apestosa podredumbre.

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