Cataluña se despliega históricamente a lo largo de un territorio en forma de triángulo isósceles, de 32.000 kilómetros cuadrados, que abarca desde el Pirineo sotomontano por el Norte, hasta el río Ebro, por el Sur, cuya desembocadura integra; y desde el Oeste, en el septentrión aragonés, hasta el Mediterráneo, al que mira a lo largo de 580 kilómetros de litoral oriental. Posee amplias playas y numerosas calas. Su área de inmediata influencia terrestre cursa hacia la otra facies sotopirenaica, el Rossellón francés, así como en dirección meridional hacia el País Valenciano. Su designio marítimo se proyecta hacia las islas Baleares, polo axial del Mare nostrum occidental. Sus comunicaciones terrestres y ferroviarias, no así las aeronavales, no destacan por singularidades reseñables y presentan algunas limitaciones en accesos capitalinos que podrían ser interpretadas como conscientemente buscadas en clave de autodefensa.
Su territorio, de un tamaño aproximado al de Bélgica, se muestra regado por caudalosos ríos procedentes del Pirineo, dotó al país catalán de potencial ganadero en los pastos norteños y consistencia productora agrícola, señaladamente frutera y vitivinícola, en las zonas declinantes hacia el Ebro. Su potencial hídrico es evidente. La tectónica indica que la depresión geológica del valle del Ebro puede albergar ricas bolsas de energéticos fósiles que hoy permanecen a la espera de nuevas, más baratas y menos dañinas -medioambientalemente hablando- tecnologías extractivas.
Desde el siglo XIX, Cataluña ocupa la vanguardia económica, comercial e industrial de la Península Ibérica, hegemonía hoy compartida con otros polos intramuros del Estado español, País Vasco y Madrid-región entre ellos. Cataluña mantuvo durante dos siglos un polo textil de extraordinario potencial, expresión de una industrialización racionalizada y diversificada en otros sectores con entidad exportadora. Para conjurar las pulsiones nacionalistas, el franquismo asignó la cuota del león de las inversiones estatales hacia Cataluña, toda vez que el centralismo franquista se aseguró que el crecimiento demográfico y económico catalán quedara controlado. Así lo probó la anexión a Madrid de 13 municipios periféricos a partir de 1947, decisión centralizadora con miras a impedir que Barcelona mantuviera los índices demográficos y económicos que le permitieron rebasar a Madrid en la década de 1930.
Con población autóctona e inmigrada, estimada hoy en unos 7.600.000 moradores, que habitan en 947 municipios, 64 de ellos con más de 20.000 habitantes, y provista de una lengua románica propia, Cataluña configura una unidad geocultural específica, aunque históricamente abierta a la influencia cosmopolita que acostumbra involucrar a todos los países del Mediterráneo, mar hacia el cual Cataluña se ha mostrado versada a lo largo de la historia, con distintas expediciones medievales hacia el confín marítimo oriental. Posee algunos de los puertos más importantes del mar latino, trampolines para un fluido comercio de exportación de sus producciones tanto agrícolas como industriales, químicas y farmacéuticas. Sus puertos son objeto de atracción para la expansión mundial china a través de la llamada Segunda Ruta de la Seda.
Desde el punto de vista geopolítico, Cataluña puede ser considerada como un enclave de evidente potencial marítimo, por las dimensiones de su litoral y el impulso de su cultura naval, a cubierto de invasiones con el espaldar pirenaico y con un glacis de seguridad propio configurado por la extensión desértica de Los Monegros en su flanco suroccidental. Un corredor sotomontano cruza el Alto Aragón y accede hasta Navarra por el Norte.
La importancia geoestratégica de Cataluña reside en su condición de vanguardia geopolítica y económico-industrial ibérica, dotada de una alta renta de situación económica y una singularidad política derivada, asimismo, de su condición fronteriza con Francia meridional, así como con el islote bancario-financiero de Andorra y el Norte de Italia. Genera el 19.2 por ciento del Producto Interior Bruto de España.
Desde el punto de vista sociológico, su estructura de clases, más y mejor vertebradas que en el resto de la península, consta de una burguesía media y alta provistas de considerables niveles de renta, ahorro e inversión; además, posee un proyecto socio-político y económico y un bastidor axiológico en clave nacional-identitaria que consideran propios influyentes segmentos de estos sectores sociales; asimismo, Cataluña dispone de un proletariado cualificado, de origen inmigrante ya asentado y con presencia sindical histórica beligerante, más una tradición cultural, señaladamente literaria y artística, que la convirtió en vanguardia intelectual de España durante los dos siglos precedentes y bajo la dictadura; todo ello le otorga una densidad y una potencialidad de despliegue tecno-científico capitalista semejante a las áreas más desarrolladas de Europa.
El alineamiento anti-nobiliario de los payeses de remensa en el siglo XV; la revuelta popular contra las tropas de Felipe IV en el siglo XVII, que culminaría con el desgajamiento hacia Francia el Rosellón catalán; la adscripción al austracismo y su derrota durante la Guerra de Sucesión, en los albores del siglo XVIII; los efectos de la invasión napoleónica en el arranque de la centuria siguiente –y su poso antifrancés subsiguiente-, más las pulsiones románticas cristalizadas a partir de entonces y de manera gradual en sentimientos regionalistas, autonomistas, nacionalistas e independentistas, señalaron tendencias todas ellas marcadas por un evidente rechazo al centralismo de Austrias, Borbones, dictadores y República; todo ello ha procurado a Cataluña una entidad política, diferencial y evidente, que existió tiempo atrás y tiene vigencia aún en nuestros días. La restitución de la Generalitat y las instituciones catalanas durante la transición española a la democracia trataba de vertebrar esta diferencialidad mediante una fórmula de distinción con miras a mantener la integración al Estado.
¿Inducciones foráneas?
A la hora de preguntarse quién y porqué desde Europa, Asia o Estados Unidos puede verse interesado en la independencia catalana respecto de España, es preciso encastrar la explicación de este proceso en la estela de la reconfiguración del mapa europeo, en clave desestatalizadora, antes y después de la implosión de la Unión Soviética en 1991. Las pulsiones separatistas del Norte italiano respecto del postrado Sur; la ruptura, por vía militar interna y exógena, de Yugoslavia; la inviabilidad del Estado unitario belga; las convulsiones propias e inducidas en Córcega, Bretaña, los Balcanes y Ucrania, de un lado; más el desfondamiento de la idea de Europa mediante un especie de elefantiasis de gestión suprapolítica, derivada de la integración de hasta 28 Estados, de los cuales tan solo de 19 puede aseverarse que se vertebran unitariamente; junto con el hostigamiento británico a la unidad europea, manifiesto en los resultados del denominado brexit enfrentado a la unidad continental trazada según el eje París-Berlín y desdeñada por Londres, todo parece dibujar un panorama donde la tónica dominante parece ser la presencia en la escena interior europea de fuertes tendencias extracontinentales versadas a la rotura de las históricas configuraciones estatales europeas.
Salvo algunas disfuncionalidades inercialmente heredadas del desenlace de la Primera Guerra Mundial en el Oriente europeo, el equilibrio interestatal febrilmente logrado tras la segunda posguerra mundial en el Occidente de Europa amenaza saltar en pedazos, aleccionado por el regreso a la primera línea de la geopolítica europea de discursos, si no antinunitario –el independentismo en Cataluña no parece mostrarse, aún, en clave antieuropea- sí abiertamente antiestatales.
Para Rusia, que tras su implosión en 1991 perdió 15 repúblicas muy bien dotadas energéticamente, lo cual, pese a su arsenal nuclear, le hizo descender del rango de superpotencia al de gran potencia, el proceso independentista catalán, que Moscú sigue de cerca como todo cuanto acontece en el Extremo Occidente de Europa, puede ser un peligroso catalizador de nuevas convulsiones internas en el casi centenar de nacionalidades que configuran la Federación. La atribución de una inducción rusa al proceso catalán parece desvanecerse ante este argumento.
Por su parte Francia, sometida a un centralismo que -más temprano que tarde- dará una sorpresa, si bien no parece renunciar nunca a influir en la política politicienne de su vecino español sureño, recela de cuanto hoy acontece en Cataluña, por la cuenta que le trae. La presencia del ex primer ministro galo, el catalán Manuel Valls, en el proceso electoral español en curso es interpretado en algunos medios como expresión de un cierto y directo fisgoneo estatal francés sobre tan delicado escenario.
En cuanto al Reino Unido, la historia demuestra la atención británica perenne hacia lo que acontece en España: en su origen se ubica el apoyo de Londres al alineamiento de Cataluña con el archiduque de Austria durante la Guerra de Sucesión española, mayormente como apuesta diferencial respecto de la impronta borbónica de Francia hacia la política española. La alianza militar antinapoleónica desplegada por lord Wellington con Fernando VII inició la ininterrumpida injerencia política británica sobre España. De Alemania cabría decir que su ascendiente sobre el africanismo del generalato hispano y sobre la Transición española de la dictadura a la democracia otorgó a la República Federal una influencia e interés sobre los acontecimientos españoles que en ningún momento parecen haber menguado.
China prefiere despachar políticamente con Estados, al igual que muestra la política exterior estatalista de la Rusia de Vladimir Putin, frente a las tendencias de la diplomacia-bussines estadounidense, que opta siempre por hacerlo con organizaciones extraestatales, grupos financieros o lobbys; de ahí los errores de interlocución que revela, por ejemplo, la política de Donald Trump respecto de Siria. Israel, supuesto perejil de todas las salsas geopolíticas, ya influye en casi todos los escenarios por su versatilidad a la hora de asesorar con Inteligencia a tirios y troyanos, en ocasiones simultáneamente, siguiendo las pautas del two track way estadounidense –hoy abandonadas por el inquilino de la Casa Blanca- los célebres y ambiguos senderos geopolíticos de ida y vuelta. Hay una corriente de opinión que señala el deseo de Israel de contar con un destino-refugio al otro lado del Mediterráneo, que podría ser Cataluña, en el caso de que un desencadenamiento descontrolado de hostilidades árabes pudiera poner al pueblo judío con la espalda en el mar. Tal hipótesis parece hoy más próxima a la ciencia-ficción que a la realidad.
Lo cierto es que, de culminar el apartamiento británico de Europa, el Reino Unido saldría con todas las de la ley del entramado jurídico continental y su salida le habilitaría para cobrar una mayor autonomía nuclear y armamentística de la que aún hoy dispone. Tal autonomía es codiciada –y muy presumiblemente, estimulada- por Estados Unidos, que toma cada vez más distancia de la defensa europea, como señala su propósito de cobrársela a los miembros de la OTAN. Esta intencionalidad recaudatoria de Trump choca, sin embargo, con la fortificación de los despliegues militares, cohetes incluidos, de la llamada Alianza Atlántica en los países bálticos, apenas a un latido de la Federación Rusa.
¿Va Washington a limitarse a seducir a su díscolo primo carnal, el Reino Unido, para dominar la periferia naval, nuclear y armamentística del Viejo continente, y dejar a Europa que se las arregle con una defensa propia? En este supuesto esquema, el cuarteamiento regional de las áreas más ricas de Europa –Cataluña incluida- podría resultar funcional al propósito hegemónico estadounidense – ya que Europa competiría como gran potencia con la superpotencia norteamericana- si bien Washington recela de la posibilidad de una creciente presencia china en el Mediterráneo, manifiesta en la adquisición parcial de puertos como el de Tarragona.
Con todo, se trataría de averiguar la intencionalidad y los resultados de la diplomacia catalana desplegada desde las numerosas oficinas establecidas durante pasadas décadas por la Generalitat en medio mundo, sin que desde Madrid –enfrascado en meras geometrías electorales- nadie pareciera percibir la potencialidad geopolítica de aquella importante presencia exterior.