El término multiculturalidad es un eufemismo, una trampa lingüística con la que la élite política esconde una abigarrada mezcla de gentes, con diferentes orígenes y muy diversas señas de identidad, que llegan atropelladas y hacen por convivir como el agua y el aceite, cada uno en su burbuja, preservando su propia paranoia y simulando buenas maneras, con excepciones. Muchas excepciones y alto índice delictivo.
Durante los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, España fue fuente de emigración. La política autárquica de la Dictadura había fracasado y hasta que Ullastres (supernumerario del Opus Dei) abrió el mercado, la gente más humilde se vio obligada a emigrar fuera a Francia, fuera a Alemania, donde había trabajo y se mataba el hambre.
Nuestros emigrantes eran europeos, pobres, pero pertenecían a la misma cultura de los pueblos receptores: religión cristiana, civilización romana hasta el Rihn, historia común, más o menos belicosa en algún caso, influencias recíprocas en el Arte desde siempre, intercambios comerciales, filosóficos y literarios constantes. Las similitudes eran y siguen siendo más, y más profundas, que las diferencias aparentes.
Hoy, gracias a los planes de desarrollo, al INI y al incremento de la industria turística, al milagro de la Transición y su estabilidad política, a nuestra incorporación plena a la Unión Europea y, sobretodo, a nuestra propia laboriosidad se ha invertido el sentido de la emigración. Somos un polo de atracción para los españoles de América, que son fruto de una ingente labor cultural que nos iguala. y africanos de todas las etnias y rangos culturales y religiosos.
Asimilar a un hispanoamericano, aunque hay un porcentaje que se ha traído la violencia de su sociedad de origen, no constituye un problema serio. Somos hermanos, hijos de la misma madre patria. Quizá, por eso son rechazados en Cataluña, históricamente más esclavista y menos igualitaria que Castilla.
Los españoles de América vienen con sus ambivalencias y defectos, como los tenemos aquí. Los Latin kings, Ñetas y demás grupúsculos de la misma calaña, son un epifenómeno derivado de la sociedad de la opulencia, que deja en el margen a personas que tienen dificultad para seguir el ritmo e integrarse. Son un reto a considerar. Hace pocas décadas los gitanos eran un problema de marginalidad; hoy, no lo son. Salvo en el tráfico de droga, que denota una enfermedad social, de toda la sociedad, los gitanos han encontrado huecos dignos donde alojarse y servir lealmente a los demás; o están en ello, contando con ayuda pública.
Donde se presentan problemas serios es en relación a los emigrantes africanos, algunos de ellos por razones religiosas y otros políticas. Hay musulmanes que están alojados en valores anteriores al siglo XVI español, aquél de la maté porque era mía y había que preservar la honra. Otros, partidarios de la ablación del clítoris y que compran a sus mujeres como objeto sexual y simple necesidad reproductiva, están situados en el estadío anterior a la lex Julia de los romanos, aquella que equiparaba a hombres y mujeres, de cuya proclamación nos separan más de dos milenios. Y también hay emigrantes que son hostiles por actitudes religiosas y posicionamientos políticos.
En el primer semestre de este año, han llegado a nuestro país 24.898 emigrante ilegales. Son personas que vienen a la desesperada: tienen necesidades acuciantes; han pagado un dineral a la mafia que los ha traído; han abandonado a su familia y han arriesgado su vida para llegar. Y lo que encuentran es un portazo en sus narices: no tienen trabajo, desconocen el idioma, viven hacinados, carecen de cualificación profesional, pese a las ayudas, tienen necesidades perentorias por cubrir y su futuro no es nada halagüeño.
Este panorama se asienta sobre la desesperanza que los empujó a venir. En consecuencia, el 60% de la población reclusa actual está constituida por emigrantes. En nuestras cárceles, sostenemos a más de 36.000 personas, que no vinieron a vivir así; su proyecto era muy diferente. Esto, sin contar a los presos fijos discontinuos que, reiteradamente, detiene la policía y, a continuación, son liberados por los jueces, por gracia de unas leyes benevolentes con el delito.
La pasada semana, en Alicante, un chico murió apaleado por unos marroquíes; en Barcelona, otro marroquí llevó las de perder, cuando fue arrojado desde un tejado por otros vecinos que lo pillaron robando; y en Las Pedroñeras, otro marroquí cometió un parricidio múltiple, descuartizando a su ex mujer y a sus dos hijos. El saldo es espeluznante y, desgraciadamente, continuará. Esto representa el fracaso de la multiculturalidad.
Las ONG que hacen caridad son poco eficaces, porque dan pan para hoy y dependencia continua para el futuro. Otras están instaladas en la ideología de los derechos humanos, que no es filantrópica, sino reivindicativa. Estas tampoco resultan eficaces, porque viven de defender los derechos materiales ajenos, pero no plantean métodos y obligaciones que pretendan la adaptación y promuevan el ajuste de los emigrantes a la sociedad de acogida. Más bien son propensas a garantizar el gueto, las oscuras burbujas, aislacionistas bajo el burka y prepotentes por las prédicas de la yihab.
Todas estas circunstancias aciagas no agotan la explicación del drama interno del emigrante. Éste aún ha de afrontar el problema de la anomia. Me explico: el emigrante cuando está en el país de acogida, recuerda y añora al de origen, sus costumbres, sus usos, las gentes que le han dado su afecto, su manera de pensar y sentir. No es aquí, del país de acogida, cuyos valores, ideales y ritos de identidad le resultan extraños, ajenos, mientras aquellos eran maravillosos.
Cuando va de visita, si puede y cuando puede, a su país de origen, encomia y enaltece todos los rasgos de identidad del país de acogida; y, en sus conversaciones, lo confronta con la realidad prosaica, vulgar y tradicional de allá. Son diferentes modos de pensar, un esquema ideológico triunfador, frente al fracaso ostentoso que le ha hecho emigrar. Ya no es de allá, tampoco.
¿De dónde es el emigrante?, ¿Cuál es su identidad?, ¿Qué debe transformarse? Y lo que es más importante, ¿a quién pertenece?
El sentimiento de pertenencia es clave para determinar la adaptación. Si no hay sentimiento de pertenencia, no puede fraguar una identidad cultural nueva y, desde luego, no puede consolidarse la adaptación a la sociedad de acogida.
Las Pedroñeras es un pueblo agrícola, sencillo, inmensamente trabajador, que ha hecho del ajo un símbolo de identidad y hasta mantiene una Feria Internacional del Ajo. ¡Todo un logro en el páramo del secarral manchego! Por eso, es polo de atracción de emigrantes e irradia riqueza a las poblaciones contiguas, hasta a 100 kilómetros a la redonda. Tiene cuartel de la guardia civil, servicios sociales y hasta alcalde-senador. Todo eso no encaja con este crimen de Cuenca, ahora verdadero y horroroso, fruto del fracaso de la multiculturalidad.
Evidentemente, ha fracasado el alcalde-senador, con sus servicios sociales que no tienen programa de integración y cambio de actitudes para la población emigrante; y, si tiene psicólogo municipal, será conductista. También ha de reconocer su descuido el comandante del puesto de la guardia civil, que no supo, o no pudo, hacer cumplir la sentencia de alejamiento decretada por el juez. Y éste que creyó que escribiendo en un papel “alejamiento” ya estaba resuelto el problema, como si una palabra fuera un milagro del Cristo de la Humildad patrón del pueblo. El baldón cae sobre el pueblo entero, incluidas sus monjas que rezan el rosario en la parroquia y su párroco vociferando altivo desde el púlpito. En definitiva, porque cada uno vive encerrado en su burbuja, de espaldas a las diferencias e indiferente al drama contiguo.