enero de 2025 - IX Año

«Ética mínima»

«Retrato de León X» (fragmento), de Rafael Sanzio (1518). Galleria degli Uffizi. Florencia

Es la Ética de la modestia, como es sencilla y modesta su madre Adela Cortina, que ha sido catedrática en la Universidad de Valencia. Su pretensión es mantener la verdad asimilable, la que se administra en pequeños trozos, y los valores esenciales, sin aspavientos, ni ampulosidad alguna.

La humanidad ha comprendido que la verdad absoluta era una pretensión soberbia, un espejismo que se desvanecía  cuando menos lo esperábamos. Por tanto, la ha relegado al rincón de los juguetes rotos, donde duermen las utopías, los sueños delirantes y la Verdad como afán místico.

En cuanto a la convivencia, el principio básico de la Ética mínima es: no hagas a otros lo que no quieras que te hagan a ti mismo. Los demás y yo tenemos los mismos derechos. Es la razón, como capacidad común y el diálogo racional, como método, la vía para encontrar la humanidad que compartimos, gobernantes y gobernados, pobres y ricos, blancos, negros, mestizos e indios, las derechas y las izquierdas. La autonomía de cada quien, en diálogo con la autonomía de cada cual (Jürgen Habermas) es la vía para encontrar el espacio de encuentro donde poder convivir juntos, remontando las diferencias.

Para conseguir este realismo crudo ha sido preciso desnudarse del traje de emperador, de las joyas de la vanidad intelectual, de las espadas de la intolerancia y de la cuadriga de los desfiles solemnes, para aprender a ir descalzos, apañándonos con bienes intelectuales minúsculos, para aspirar sólo a ir pasando lo mejor posible, a hurtadillas, sin hacer mucho ruido, ni perjudicar a nadie.

Estoy hablando del plano intelectual, claro; uno de los pilares donde se asienta el mundo espiritual y moral. Las apetencias materiales, paradójicamente,  van en camino inverso, viento en popa y a toda vela, como un caballo desbocado, que pifia ambición sin límites. ¡Qué necesario resulta hoy el auriga de Platón para contener al caballo díscolo!

Pero, hecho el esfuerzo de renunciar a encontrar la verdad y asumido el planteamiento de la ética mínima, que se conforma con ir pasando de puntillas, sin molestar a nadie, ¿por qué hemos de convivir con la mentira sistemática y contumaz, la relativa a los hechos, y lo que es peor, la mentira opaca, oculta, la restricción mental relacionada con las intenciones?

La mentira es un juego de poder cruel. El mentiroso se cree superior a sus víctimas, más listo, más ocurrente, más hábil con su retórica. Camufla la realidad con ciertas apariencias que se le ocurren sobre la marcha. No espera que la víctima vaya a dar en el blanco descubriendo sus trampas, porque la considera torpe y menos sagaz. En el fondo, el mentiroso es un perseguidor que desprecia a sus víctimas, aunque, si es político, se tilde de demócrata. Esta sería una paradoja añadida: el servidor engaña a su soberano al que ha “prometido por honor” ser leal y fiel servidor.

Mientras la víctima del abuso no se rebele, es partícipe de la mentira; colabora con la estrategia del mentiroso, tragándose sus bolas, que es tanto como jalear el proceso de engaño. Esta actitud destapa que pueda haber una conveniencia tácita, que la víctima de las mentiras gana algo, mientras cree a su verdugo o lo aparenta. De no ser así, es que  está aletargada, sonámbula, o drogada.

Hay un riesgo, de consecuencias imprevisibles, cuando la víctima se despierta, descubre el juego y pueda convertirse en perseguidor de su anterior perseguidor. Ha llenado su alforja de rabia por haber sido víctima del abuso y del desprecio con que viene siendo humillada y “necesita” descargar la energía negativa acumulada.

Para mantener a la víctima adormilada, el mentiroso se trasviste de salvador dando a la víctima toda clase de ventajas materiales, a cambio de su complicidad moral para mantener la fábula. El perseguidor, como el lobo del cuento, se pone piel de oveja para enseñar su patita por debajo de la puerta y convencer a los corderitos sobre cuál es su identidad, la identidad que a él le conviene; por eso, les promete leche caliente, aunque les traiga muerte.

El mundo obtuso de las intenciones sólo se descubre a través de los hechos. Copar todos los resortes del Estado hasta conseguir una democracia orgánica, sólo concierne a un afán de totalitarismo del tipo César o nada. Alimentar las fuerzas centrífugas es tener votos para hoy y desguace para mañana. Insultar a la oposición exige perder la autoridad, no respetar la dignidad del diálogo racional, con tal de mantener la potestad momentáneamente. Hacer triquiñuelas con las leyes y los decretos-ley es un artilugio de trileros, sin vergüenza alguna, para reafirmar y hacer prevalecer el interés propio.

En el campo de la acción política, la subvención a los medios intoxicadores y  las amenazas a los desobedientes, las concesiones a las huestes independentistas, la excarcelación de terroristas, etc., no se consideran corrupciones, que es una palabra gruesa, sino medidas democráticas hechas para que el pueblo soberano esté contento…

Las paguillas para sufragar el alquiler y el ocio juvenil, las de la renta mínima vital, las pensiones no contributivas, los seguros de paro sine die, los hoteles de cuatro estrellas para inmigrantes recién llegados, que luego se legalizan para darles becas, etc., son otros tantos narcóticos que emplea el mentiroso-perseguidor travestido de ovejita-salvadora que, realmente, agranda la dependencia de su víctima, el pueblo soberano estafado, que queda castrando en su autonomía, la libertad de ser lo que cada uno puede ser, para estar permanentemente supeditado a su verdugo.

¿Qué motivación puede tener un mentiroso compulsivo para pergeñar tal estrategia perversa?

Antes he dicho que las apetencias materiales son inconmensurables, que la avaricia resulta insaciable, que el afán de poseer es inmenso, según el paradigma social. Es el caballo desbocado de Platón. Y ahora, añado que toda esa pretensión hay que elevarla a la enésima potencia, cuando el mentiroso-perseguidor es un mediocre, o un fracasado real, que quiere desquitarse de su vacuidad y se miente a sí mismo rodeándose de lujos, para ocultarse su propia nadería. ¡Cuán importante no seré, si habito estos palacios, viajo con este confort y recibo tantos parabienes de mis correligionarios! Así, se confirma a sí mismo el mentiroso.

El narcisismo de un ocurrente ocasional vacuo, fluye ufano surfeando sobre las crestas de las olas más encrespadas, con mayores pretensiones cuanto más hondo sea el valle de las mismas. Ya tiene su trabajo hecho: serpentinamente, ha copado resortes del poder y anulado contrapesos; ha expandido narcóticos según le convenía; tiene una corte adicta de afines agradecidos que lo defienden y jalean; los que molestaban dentro, campan a sus anchas por sus correrías externas. Y, pletórico de orgullo, se dice a sí mismo, como otrora León X: “ya que tenemos el Papado, vamos a disfrutarlo. Aquel signore Médici, joven atolondrado de 38 años hambriento de placeres, se encontró con un Lutero que le dio la espalda y no quiso volver ni excomulgado, y un Francisco I de Francia que lo esquilmó; luego, la malaria, la sífilis o el veneno, que tanto da, se lo llevaron 10 años después, dejando la sede vacante, el hedonismo trastabillado y en mal lugar al Espíritu Santo. ¡Qué desastre, así en la tierra como en el cielo! Y no fue el peor de la serie…

Ahora y aquí, poder recuperar la ética mínima, o inaugurarla en anchura, modestamente, depende de los jueces Peinado, Ismael Moreno, y de la pacense juez Biedma, en cuya ética mínima —hacer bien su trabajo de jueces— confiamos. A los demás nos corresponde despertar. Es nuestro deber mínimo.

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