Dejar el poder parece resultar más complicado que acceder a él. Así es, incluso, en los regímenes democráticos, sobre todo cuando determinados líderes adoptan actitudes antidemocráticas. En España, conocimos ese fenómeno cuando el presidente José María Aznar, del Partido Popular, para retener el poder que veía perder en las urnas, engañó al país con el argumento, a sabiendas falso, de que ETA era la autora del atentado contra los trenes que causó 193 muertos el 11 de marzo de 2004. Tres días después, l@s español@s acudíamos a las urnas. Ahora, el apalancamiento de Donald Trump en la Casa Blanca, su negativa a admitir la derrota en las elecciones presidenciales del 3 de noviembre de 2020, muestra otra versión de más o menos lo mismo. Pero proyecta una cuota de gravedad obviamente de mucho mayor alcance, que abre una situación de incertidumbre mundial hasta el relevo presidencial previsto para el 20 de enero de 2021.
Que la democracia considerada como la más importante del mundo, vigente en Estados Unidos, se tambalee y se deslegitime de esta forma, cuando su presidente se cierra en banda a reconocer el resultado de las urnas y a abandonar la Casa Blanca, amenaza con desestabilizar, más todavía, no solo la situación interna en el país norteamericano sino, sobre todo, los delicados equilibrios geopolíticos y geoestratégicos mundiales.
En períodos políticos de transición, fallidos como el que actualmente vive el mundo por la actitud de Donald Trump, numerosos Estados de distinto rango aprovechan la provisionalidad y la confusión reinantes para saldar cuentas pendientes con otros Estados. Se proponen así ajustar sus cuitas particulares para tomar posiciones ante los nuevos escenarios geopolíticos que se abrirán al perpetuarse o bien consolidarse la transición aplazada y en ciernes. Ello desencadena nuevas situaciones potencialmente muy peligrosas que pueden degenerar en guerras abiertas.
Tensión en el Sahara
Por este motivo, la inquietud estremece a las sociedades de los pueblos del mundo que temen el surgimiento de nuevos y graves conflictos. Cabe preguntarse si la muy reciente rotura del alto el fuego entre Marruecos y la República Árabe Saharaui Democrática, rotura registrada en un contorno cercano a España, no habrá surgido precisamente ahora, de forma premeditadamente oportunista, en el contexto geopolítico de transición y provisionalidad que vive la superpotencia estadounidense que, por cierto, no ha dejado de armar a Marruecos durante el mandato de Donald Trump, pese a su política formalmente contraria a la participación militar directa de Estados Unidos en conflictos armados. Esperemos que lo sucedido en nuestro vecindario no escale ni se vea replicado en otros escenarios donde el destello sangriento de la guerra se reavive abruptamente a partir de ahora.
Una victoria ensombrecida
El alborozo democrático que recorrió el mundo por la victoria de Joseph Biden en las urnas se ve ensombrecido por la actitud adoptada por su -aún- presunto antecesor que, además, sigue ejerciendo con mano de hierro. La directora de la CIA, Gina Haspel, acaba de ser excluida de la agenda oficial de entrevistas presidenciales. Además, y de un plumazo, Donald Trump ha vuelto a descargar su ira ni más ni menos que contra el Pentágono, sede del poder fáctico militar de las fuerzas armadas estadounidenses. Su responsable, ahora fulminado, el Secretario de Defensa Mark Esper, se opuso recientemente a sacar tropas regulares a la calle para reprimir la oleada de protestas antirracistas que recorrieron el país norteamericano. Las masivas movilizaciones populares eran consecuencia directa de la muerte alevosa, a manos policiales, del afroamericano George Floyd en Minneápolis, el pasado 25 de mayo. Su cruel asesinato, con las rodillas de un policía estrangulándole despiadadamente durante unos angustiosos minutos, vertebró el movimiento denominado Black Lives Matter (Las vida de los negros importan) que protagonizó amplísimas revueltas contra el reiterado y criminal maltrato aplicado por numerosos policías a la tan prejuiciosamente castigada población afroamericana.
Se ha tratado de un aspecto más que apuntala la brecha, también de raíz interétnica, que agranda en Estados Unidos las fracturas sociales provocadas, además, por la desigualdad económica de cuño clasista. Todo ello, unido a los desequilibrios activados por la expansión de la pandemia tan irresponsablemente gestionada por la Administración Trump y sus gestos negacionistas, ha escarnecido más todavía la dolorida y desengañada sociedad estadounidense.
Es la misma sociedad que nada tiene que ver ya con la idílica imagen de sí misma que Hollywood proyecta desde hace décadas sobre el país de Abraham Lincoln al que infantiliza en cada uno de sus filmes, hoy repletos de violencia, catálogos de armas, monstruos aterradores, abyectas distopías, más la glorificación de criminales y ausencia absoluta de cualquier criterio de ejemplaridad moral y de mera sociabilidad; mas todo ello envuelto en una pringosa pátina de individualismo atroz, consumado por una sacralización de la Presidencia, cuya imagen, hasta hoy magnificada, quiebra ahora abruptamente .
Persuasión senatorial
Los expertos señalan que, cuando un presidente estadounidense se niega a abandonar la Casa Blanca, una vez derrotado en las urnas o en otro supuesto político con fundamento legal que determine su salida, hay un mecanismo discreto, pero inflexible, que se activa prontamente. Emerge entonces a la primera línea de la escena un comité áulico, compuesto por menos de una decena de senadores, que acude a entrevistarse con el mandatario renuente a abandonar el cargo. Tras conversar con él avalado por la importancia política -semejante a la del histórico Senatus Populusque Romanus, SPQR-, que la institución senatorial posee en los Estados Unidos de América -100 senadores, presididos por el/la vicepresident@ que hacen y deshacen la política exterior, entre muchas otras misiones- disuaden al presidente díscolo para que desista de su actitud. Ese grupo áulico que informalmente asume el poder en fases de transición, excepcionales o de emergencia nacional, suele proceder del partido al que el presidente apalancado en el poder pertenece. Fue el caso del episodio protagonizado por el senador republicano Barry Goldwater cuando, en 1974, el presidente Richard Nixon, afectado de lleno por el espionaje, por inducción presidencial, contra el Partido Demócrata conocido como el caso Watergate, se negaba a dimitir pese al gravísimo delito en el que probadamente había incurrido. Su correligionario Goldwater, pese a alinearse en el ala más extrema del Partido Republicano, llevó la voz cantante de los senadores hasta la Casa Blanca y Nixon dimitió.
Ahora, la vicepresidenta de origen indo-jamaicano Kamala Harris, que liderará el Senado, posiblemente aleccione a la comisión senatorial que visitará a Donald Trump, toda vez que el Colegio Electoral elegido recientemente en las urnas por cada Estado de la Unión, dé a Joseph Biden sus 306 votos, frente a los 233 de Trump, como todo indica que hará el próximo 14 de diciembre. A partir de esa fecha se abre, muy probablemente, un peligroso ínterin hasta el 20 de enero de 2021, fecha en la que el Joseph Biden, de 78 años, veterano senador por Delaware durante 36 años, vicepresidente ocho años con Barak Obama y presidente electo, tome posesión de su cargo presidencial en las escaleras del Capitolio como es tradición política estadounidense.
Dudas razonables
Surgen algunas inquietantes dudas: ¿por qué razón, el inteligente Andrés Manuel López Obrador, presidente de México, país vecino de Estados Unidos, tan amenazado por Donald Trump con la construcción del muro fronterizo, ha demorado adrede su felicitación al demócrata Joe Biden por su resultado en las urnas que le convertiría, si las cosas no se tuercen, en el cuadragésimo sexto presidente de los Estados Unidos? ¿Conoce quizás el presidente mexicano que existe alguna prueba tangible que puede impedir el acceso de Biden a la Casa Blanca? Tal vez se trate tan solo de una mera cortesía prudente, que obedezca a que México ha conseguido aplacar a Trump gracias a las negociaciones directas de López Obrador y éste; y que, mientras no abandone su interlocutor la Casa Blanca, prefiera no cabrearle para que vuelva a las andadas.
Pero no solo el líder presidencial del país azteca se ha mostrado remiso a la hora de felicitar a Joe Biden. También Vladimir Putin, líder supremo de la Federación Rusa, ha adoptado una actitud parecida a la de su colega mexicano respecto al candidato presidencial electo en Estados Unidos. Cabe preguntarse si esta reserva aparentemente descortés de Putin puede tener algo que ver con informaciones relativas a los negocios en Ucrania de Hunter, hijo de Joe Biden, denunciados por Trump y que, motivaron e fallido impeachment, el juicio político de éste, por haber congelado la ayuda oficial estadounidense al Gobierno de Kiev mientras no le facilitara información sobre aquellos tratos del vástago del candidato demócrata a la Presidencia. La reserva de Jair Bolsonaro se explica, quizá, por la sintonía personal existente el presidente brasileño y su colega norteamericano.
En los ambientes políticos de las democracias occidentales y en muchos otros regímenes del mundo se plantea una evidencia aplastante: ¿por qué, cómo y por qué ahora permanece en la cima del poder mundial, en los Estados Unidos de América, un personaje como Donald Trump que antes, durante y después de su llegada a la Casa Blanca ha alterado, por acción u omisión, casi todas las convenciones de la cultura política no solo de Estados Unidos, sino de la tradición democrática mundial y del Derecho Internacional?
Aproximarse a un respuesta cabal resulta altamente arriesgado, pero el hecho incontrovertible es que más de 70 millones de estadounidenses, cuatro millones más que en las elecciones de 2016, han dado su voto a un personaje que no ha dejado títere con cabeza en su entorno, su contorno y en la arena internacional. Por ello, mientras se resuelve el gravísimo problema coyuntural de su salida de la Avenida Pennsylvania 1600, sede de la Casa Blanca, todo parece que pueda suceder: desde un supuesto de máxima gravedad, del tipo de emergencia nacional, un estado de excepción, un conflicto entre grandes potencias, hasta, incluso, un golpe de Estado bien para permitirle retener el poder o bien para expulsarle de la escena. Lo cierto es que la democracia estadounidense tiene ahora su talón de Aquiles situado sobre su misma cabeza. Y, mientras no sobrevenga una profunda estela de cambios en la composición del poder económico, social y cultural en los Estados Unidos de América, la incertidumbre y la inquietud seguirán instaladas en el corazón del país norteamericano. Confiemos en que este peligroso interinato hasta el 20 de enero no desencadene algún conflicto incontrolado en el club de las grandes potencias, asentadas sobre un tablero en el que su jugador formal y potencialmente más poderoso, Estados Unidos, se desliza sin rumbo y de manera inquietante hacia nadie sabe dónde. Y que Joseph Biden, cuando acceda a la Casa Blanca, sea capaz de aplicar una política que tenga en cuenta más a la sociedad norteamericana y mundial que a los codiciosos poderes fácticos cuyos desmanes provocaron el acceso a la Presidencia de un personaje como Donald Trump.