Así como la persona crea su personalidad y sus personajes, los pueblos labran su identidad y pretensiones, sin remedio alguno. Por la fuerza de sus proezas y miserias, cada quién va amalgamando la excelencia que canta le épica, las apariencias que apenas se ocultan por delante del visillo de la ventana escrutadora y las lacras que sentencian los juzgados.
Los antiguos romanos decían que la cara es el espejo del alma. Ellos lo decían en latín que es un idioma cuya muerte lo ha convertido en sagrado; pero, ellos nunca diferenciaron entre la cara y la careta como hábito de vestimenta ordinario. La careta estaba reservada al teatro desde los griegos, cuando el mismo actor podía interpretar diferentes personajes cambiando de careta. En la vida cotidiana, creían, sólo hay una cara, una palabra, un relato y hombres y mujeres de una pieza. El tiempo nos ha desengañado y ahora, después de Freud, sabemos que somos polimorfos y hasta perversos. ¡Qué quieren que les diga!
Cada persona, en su taller de hacerse a sí misma, tiene su no-yo, todo un amasijo de cachivaches mugrientos y asuntos por revisar, unos conscientes y otros inconscientes, con los que la persona no puede, o no quiere, o no debe identificarse. Con sus mañas, va poniendo en limpio algo, sin calibrar que la tarea es complicada, ardua e inacabable. Es la sombra irremediable que nos acompaña durante toda la vida. A cada cual la suya.
La sombra no debiera ser motivo de reproche, porque es el tajo de labranza que lleva consigo la persona. La perfección, ciertamente, es una entelequia cuya pretensión es nefasta y poco saludable. Sin embargo, el afán de superación, más humilde y al alcance, es un reto, una tarea factible que nos da razón de ser para el día a día, sin hacer aspavientos, ni alaracas.
La careta, en cambio, es una artimaña, una engañifa con la que jugamos a aparentar bondad, autenticidad y fiabilidad, que no podemos garantizar, porque tenemos mucho trabajo por hacer previamente. La careta es un quiero y no puedo, en el mejor de los casos; en otros, denuncia una estafa, dado que pregona expectativas del personaje, que luego frustra la persona; aquí, es ocultación taimada en campaña electoral, haciendo esfuerzos por convencer y hacer adeptos; pero allá, la careta es revelación de la multiplicidad de identidades —yo soy multitudes, decía Walt Whitman— tras las que se camufla la persona.
También es posible que cada persona llevemos puesta una careta, la que construimos con el ideal del yo, la mejor aspiración que pretendemos, pero que sólo está en nuestra cabeza; no está madura para que forme parte de nuestra realidad efectiva y eficiente. Cada quien engaña como puede, empezando por engañarse a sí mismo. No es que el mal de todos vaya a ser consuelo de ninguno; pero, conviene tenerlo en consideración para hacer por ser tolerantes y compasivos.
Desde mediados del siglo pasado, Steiner dejó dicho que no hay conducta sin un permiso previo. Es decir que todo cuanto hacemos en nuestra vida goza de la aquiescencia, o del impulso que nos otorga un modelo recibido antes, o del empuje de una frase de aliento que alguien con autoridad nos ha dirigido. El permiso que viene formulado en un modelo es más efectivo y radical que el verbal.
En este sentido, cabe sospechar que nuestra conducta, a estas alturas de la historia y la intrahistoria, tiene un cierto carácter especular, reproduce en espejo comportamientos anteriores cuya pertinencia viene promocionada por los iconos que se nos proponen. La responsabilidad de la conducta es personal e intransferible, por supuesto; pero, no hay nada nuevo bajo el sol. En efecto, se nos proponen santos, héroes y personas de excelencia; y, al mismo tiempo, ganapanes, pillastrones, suripantas y todo tipo de buscavidas sin escrúpulos.
En las alturas de la política y en presente, tenemos un elenco de corruptos, filibusteros y ocurrentes sin vergüenza. Traidores y felones en nuestra historia, desde los que mataron a Viriato, los tenemos a raudales. Sin ser exhaustivos, tenemos al conde don Julián, a Antonio Pérez del Hierro, Fernando VII, al general Serrano con calle en Madrid, y un largo etcétera.
Conocer que han descubierto a un inspector de policía que tenía un alijo de 20 millones de euros nos puede dejar estupefactos. Es como si hubiéramos puesto a la zorra a guardar el gallinero. Sin embargo, la picaresca está exaltada en nuestra literatura: El Lazarillo de Tormes (Diego Hurtado de Mendoza), Rinconete y Cortadillo (Cervantes), El Buscón don Pablos (Quevedo) y hasta Pérez Galdós nos ofrece un repertorio grandioso de buscavidas sin reparos de ningún género.
También la pintura de Velázquez, nada menos, exalta al Calabacillas, el apodado don Juan de Austria y otra saga de tres o cuatro pillos más que vivían del cuento, de reírse de sí mismos y hacer reír para cobrar y seguir tirando. No eran hombres de placer, son un mal modelo consagrado por el Arte.
Recuerden que hasta la música se congracia con ladrones y cacos, en la zarzuela de La Gran Vía, con el tango de la Menegilda y la jota de Los Ratas, muy populares, por cierto.
El cohecho está en el Código Penal, pero, el Consejo de Estado reside en el palacio del duque de Lerma, ladrón contumaz y valido de Felipe III, que se vistió de colorado para no morir ahorcado. Entonces, el cardenalato equivalía a lo que ahora se llama Tribunal Constitucional. La Capitanía General habita el palacio del duque de Uceda, hijo del anterior, tan ladrón como su padre, pero con menos artes, porque murió ajusticiado. El despacho de Mesonero Romanos se exhibe en el Museo Romántico, recordando el trapicheo que en él hacía su antiguo dueño. El marqués de Salamanca tiene plaza y estatua en Madrid, sin comentarios. Y, por la provincia de Cuenca, proliferan títulos nobiliarios de hijos del duque de Riánsares, nacido Fernando Muñoz en Tarancón y licenciado de guardia de corps para desposar a la Regente, viuda de Fernando VII. El duque, por sus hijos, apandó las tierras de la Orden de Santiago, tras la oportuna desamortización, amén de otros negocios que dejan pequeñita, y aun minúscula, a Begoña Gómez, ahora en fase de presunción, también consorte.
Merced a las leyes de memoria histórica y democrática, se han descolgado de los ministerios todos los retratos de los que fueron ministros de Franco. Entre ellos, ha desaparecido el de Ruiz Jiménez, Villar Palasí, López Rodó, Ullastres, Suances, etc., hombres honestos que se esforzaron por hacer bien su trabajo, en la circunstancia que les tocó vivir. En su lugar, aparecerán el de Iglesias Turrión, con vínculos probados judicialmente con regímenes dictatoriales, el de su ínclita y vociferante compañera sentimental, el de Ávalos que está en fase de presunción con su Koldo, su Aldama y su Delcy, y los ya condenados Chaves y Griñán, amparados por el cardenalato de ahora. Sin duda, todos estos son modelos a imitar…, igual que el de otro golpista, también llamado Pablo Iglesias, que ha venido a sustituir al golpista Franco en la misma plaza de San Juan de la Cruz de Madrid, y cuya estatua queda adosada a la de Indalecio Prieto, el de la motorizada…, de infausta memoria pistolera y urnas electorales rotas.
En el campo nacionalista, el ex jesuita Arzalluz no se avergonzaba de recoger las nueces cuando la Eta movía el nogal…, y el Muy Honorable Pujol, cuyo juicio va a salir un año de estos, se atrincheró, hace lustros, tras el 3%, o más, para dejar ricos a su numerosa prole, ya bien dotados de escudería de lujo y ¡Viva Cataluña Libre!, tan española como Urdangarín.
Toda esta pléyade es fuente de permisos inadecuados para la convivencia, porque son nefastos en sí mismos, producen asco, y son perjudiciales para los demás. Por más leyes de memoria que hagamos, no podemos borrar la trayectoria de nuestra historia, ni los contenidos de nuestra intrahistoria. En nuestra cultura nacional hay mucha luz, espléndida, que nos llena de orgullo y magisterio; pero, también hay que asumir la sombra, el depósito del no-yo, el fardo incómodo que arrastramos y hemos de descartar.
De no hacerlo, los pillos modernos saldrán a pillar, que es lo suyo, aprovechando la desgracia de todos, como ocurre en Paiporta y pueblos vecinos, con nocturnidad, al abrigo de la oscuridad, para medrar, hacer alijos, no importa de qué, ya se blanquearán cuando escampe y, entre risas, podremos presumir de sagacidad, riqueza sobrevenida y mañas desarrolladas, como hacían los pícaros de Velázquez y de nuestros clásicos.
Tomar consciencia del no-yo es el primer paso para el cambio.