septiembre de 2024 - VIII Año

Escribir o morir como impulso de supervivencia. ¿Desmontando un artificio?

Ilustración de Eugenio Rivera

Confesiones de alguien que escribe…y no sabe por qué lo hace. ¿Dejar de escribir supone morir en el intento?

Alguien me dijo hace mucho y no deja de repetírmelo: “para ti, escribir es una pulsión”; conviene acudir a la etimología para saber que dicho término, del francés pulsion, proviene del latín pulsio y pulsum, derivados del verbo pulsāre, es decir, pujar, impeler.

Aludir al embrión lingüístico, me llevó a pensar qué pasaría si yo no escribiera: ¿estaría muerta? O quizá viviría de otra manera. Creo que dicha afirmación tan tajante me coloca en una tesitura complicada, porque se deduce que necesito escribir como el aire que respiro. Sí es cierto, y he de confesarlo, que cuando noto cierto nerviosismo en mi cuerpo o cierta agitación mental —igual que el síndrome de las piernas inquietas, imposible tenerlas en estado de reposo—, mis neuronas me mandan a gritos que plasme algo por escrito, como si fuera una suerte de nebulosa amorfa cuya hoja vital en blanco, al rellenarla, se va despejando y así parece que la escritura va desenredando la maraña cerebral que me aqueja en algunos  amaneceres; no sé si esa madeja supone un estado físico a modo de neblina pesada que abruma los primeros instantes del despertar.

Tal vez solo se trata de un mero artificio, una triquiñuela de la esencia humana; pero no seré yo quien zarandee el concepto analítico del vocablo ‘impulso’, —“doctores tiene la santa madre Iglesia”, mutatis mutandis: terapeutas, psicólogos, filólogos, antropólogos… excelentes—; tan solo ocurre que al sobrevolar sus entresijos, descubro que es propio de las personas —humanas, claro está— esa fuente que parte de una excitación interna (un estado de tensión percibida como corporal) y que se dirige a un único fin preciso: suprimir o calmar el estado de “tirantez” y “presión”, como se ha mencionado líneas arriba. Es entonces cuando adquiere sentido la desazón que me aqueja ciertos días al cobrar conciencia de mi respiración y de la luz solar, por muy mortecina que amanezca la jornada. La congoja y esa especie de zozobra han de ser analizadas y desactivadas: ¿a través de la escritura? ¿siempre?

Por lo tanto, si avanzamos por los meandros del silogismo, en el momento en que no se vea cumplida dicha pulsión, la persona que escribe, entra en un estado de letargo o de hibernación, de paroxismo incluso que le lleva irremisiblemente a la desaparición.

Funestos augurios se atisban…

La palabra pulsión posee una enjundia llena de recovecos: para algunos es similar a ‘instinto’, vocablo singular pues somos conscientes de algo ineludible por constatable e interiorizado: el universo que rodea al instinto posee cierta consideración peyorativa, muy próxima a la irreflexión, a lo irracional, ya que es propio de los seres irracionales, de los animales; no nos engañemos: muchos humanos poseen conductas muy próximas a lo instintivo, a lo animal, por eso me planteo en este capítulo qué límites deberíamos atribuir a “pulsión” para acotar y acertar con su contenido auténtico y veraz en relación a la escritura, es decir, en cuanto a escribir para no fenecer.

Resulta conveniente plantear que la salvación o la permanencia en el existir de nuestro caso particular, pende de un hilo: el de actuar como un amanuense, algo más que copista, ¿escribir o morir en el intento? ¿Y si en algún momento decidimos desmontar esa pulsión, cejar en el empeño, abandonarnos a la suerte de otra pulsión y no escribir?

Debemos, pues, parar un momento, reflexionar, escuchar nuestro yo más íntimo y decidir: abandonar el artificio engañoso, el ardid de esa pulsión —la escritura— que nos condiciona y nos mediatiza en nuestra dimensión social, en nuestras relaciones con el otro y los otros; de lo contrario, nuestra madurez y nuestro equilibrio corren serio peligro de hacer aguas y no podemos andar como elefante por cacharrería a lo largo del transitar.

Interesada por mi formación de filóloga en buscar y encontrar sinónimos, para mí la palabra ‘pulsión’ se aproxima a motor, ritmo y actividad (que no hiperactividad) frente al dicho popular, de “tiene horchata en las venas” o “se le pasea el alma por el cuerpo”, ejemplos tan propios de la pasividad y la indolencia, inercia incluso, e inmediatamente acuden otros nuevos términos como palanca, trampolín, salto, lanzadera… toda una familia léxica llena de energía y movimiento, como el agua que fluye o como el viento que sopla en otoño.

Los vocablos ‘fuerza’ y ‘tensión’ propios de la termodinámica y de la astrofísica, por ejemplo, también forman parte de la neurociencia y de la psiquiatría, o de áreas de la filosofía: Kant, sin ir más lejos, contribuyó con sus juicios categóricos llenos de pulsiones. Cuerpo y mente, mente y cuerpo se confabulan en un entramado difícil de disociar.

Mi organismo se mueve con mayor o menor energía porque así se lo manda mi cerebro. En ese juego andamos: el de la vida y la muerte; me muevo para vivir en un camino inexorable que me conduce a la muerte y por eso escribo, quizá para exorcizar a la guadaña que va a segar mi vida.

Pulsión vital que espanta la muerte: escritura ¿salvífica?…

Me malicio que tan solo puntual y coyuntural la actividad “impulsora” e “impulsiva” de escribir. Suscribo plenamente la afirmación de los especialistas al coincidir que la pulsión —a diferencia del instinto— nunca queda satisfecha de forma completa, ni existe un objeto preciso para su satisfacción. Ahí está la respuesta al desasosiego de escribir como pulsión. Cualquiera puede sentir ganas y deseos de escribir, pero si este acto se convierte en obsesión para mantenerse con vida, “apaga y vámonos”.

Estoy convencida de las discusiones y de los debates que suscita un tema tan apasionante como el de la pulsión, por eso, estas páginas pretenden dar pábulo, con cierto ingenio, y mucha dosis de experiencia personal, a la trampa que nos tiende la vida en no pocas ocasiones para seguir existiendo; nos pide y nos exige buscar “un algo” que nos mantenga en actitud atenta y vigilante por si el tren descarrila.

En el fondo, tanta conceptualización anima a continuar pensando como seres racionales que somos. Y a estas alturas, por si alguien todavía no lo ha adivinado, voy a hacer una confesión: mientras escribo, soy feliz; mi congoja amaina y el rumbo vital se ahorma a mis hechuras, no solo por la artimaña de la escritura, sino por el arte de birlibirloque de que alguien pose sus ojos y me lea: así mi permanencia está garantizada. Toda una maniobra de “autoengaño” para desenmascarar a la impostora que se ve impelida a perpetuarse, dígito sobre el teclado y mirada en la pantalla; me corregirán si me equivoco, pero creo que ya Freud apuntó que la pulsión de vida lleva aparejada la autoconservación del individuo, para más adelante modificar esta misma idea, eso también hay que reseñarlo.

Así pues, esta pulsión que provoca el estado definido como “esto o me siento satisfecho”, hemos de entenderla con fecha de caducidad en espera de otra nueva en otro momento o de la misma para impedir la parálisis de la conducta. Ejemplos de escritores famosos y escritoras célebres que corroboran lo que venimos diciendo aparecen sin cesar: Carlos Fuentes a sus ochenta y dos años, aseguró que “si no me muero es porque aún escribo”. Y añade que además la escritura le provoca dudas: “La literatura no está asociada al bien o al mal, sino a la duda y a la imaginación”; el mismo Gabriel García Márquez fue quien llegó a sentenciar en el año 2014: «Cuando no escribo, me muero; y cuando lo hago, también»; muy interesante esta segunda parte a sabiendas de la finitud humana y sin caer en la astucia manipuladora de lo que estamos tratando: escribir para no morir.

La premio Nobel de Literatura Annie Ernaux con sus libros… títulos epítome de pulsiones continuas: ¿se salvó? ¿se sigue salvando? Desde mi punto de vista, nos deja su obra como memoria de lo que ha sido su vida, pero no tengo tan claro que escribir en su caso haya servido de bálsamo curativo, siguiendo los dictados de esa pulsión vivificadora.

Para acabar, podríamos lanzar la inquietante pregunta de qué supone la vida para las personas que no escriben… ¿muerte en vida? ¿dejan de respirar?

Al final, percibo que todavía queda mucho por “pulsar” y sobre todo por desmontar.

Sin duda…escribir.

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Escrito por

Archivo Entreletras

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