Sesimbra se despereza sobre sus dos playas, curvadas como sendas lunas sarracenas separadas por una fortaleza de cuento. Como la hermosa villa que es, recuesta su esbelto cuerpo sobre esa arena perfecta, mientras su cabello sube por laderas cubiertas de pinos hasta el castillo que la domina desde tiempos tan lejanos que ya nadie recuerda.
Es imposible no enamorarse a primera vista de Sesimbra. En coche se llega por una estrecha carretera de las de antes, que desde las cumbres se abre hasta el mar, azul e inmenso y solo cuando se alcanzan sus primeras calles se aprecia el encanto de su arquitectura popular típicamente portuguesa, las calles estrechas orientadas para resguardar a su gente del viento marino, sus plazas recoletas, ermitas e innumerables tascas que nos ofrecen el mejor pescado del mundo.
En la fortaleza erigida sobre la playa, que en tiempos fue casa del Gobernador, ahora hay una terraza donde tomar algo sobre el mar, como si uno estuviera en la popa del Titanic. Hay también un encantador museo marítimo en el que entre otras muchas maravillas se conserva un anzuelo de hace cinco mil años, junto con infinidad de vestigios que demuestran que desde siempre ha sido una villa de pescadores.
Desde entonces, Sesimbra ha progresado gracias a uno de los oficios más antiguos, nobles y arriesgados que el hombre ha desarrollado para poder subsistir. Sin perder ese carácter, esta hermosa villa es ahora un centro de turismo, deportes náuticos y de aventura, gastronomía y cultura.
La situación no era exactamente la misma el 16 de diciembre de 1.916. Para empezar, hacía un temporal del Sudoeste de todos los demonios, y el puerto que ahora abriga a sus barcos no existía.
La antigua fragata Numancia, otra vieja dama que había conocido tiempos mejores, había llegado el día anterior a esas playas, que ahora nos deslumbran, para protegerse del temporal de Noroeste, porque nuestra villa, que goza del resguardo que le ofrece el imponente Cabo Espichel, ha sido puerto de abrigo desde los tiempos de los romanos, que desde esta costa aprovisionaban sus tropas en las Galias.
La anciana señora ya no podía caminar por sí misma, la llevaban dos remolcadores desde Cádiz, donde había sido vendida, hasta Bilbao, para que sus planchas de hierro terminasen en los altos hornos. A bordo iban 32 trabajadores que se ocupaban de librar a la anciana del escaso ajuar que todavía le quedaba, todo aquello que pudiese tener algún valor comercial antes de entregar sus restos al crematorio. Sus últimos años los había pasado entre convertida en asilo para huérfanos y la espera de un fin digno, como buque histórico y museo, pero al final se dictó sentencia inapelable de desguace.
Pero los barcos, como las mujeres de carácter, tienen sus propios planes y los de la Numancia eran bien distintos a los siniestros que le habían preparado en los despachos.
Ella, que había sido botada en diciembre de 1.864, menos de sesenta años después de que la flota española se perdiera en Trafalgar, llegó como promesa de juventud y renovación para la Armada y se merecía un final más digno. Ya no era solo un buque de vela, además de sus tres imponentes palos disponía de ocho calderas que le permitían alcanzar una velocidad impensable en aquellos tiempos y navegar al rumbo que quisiera, sin preocuparse de donde soplase el viento. Había nacido francesa, libre de ataduras, moderna, bien dotada con una artillería impresionante y tenía una coraza de hierro que la protegía de cualquier golpe. Era el futuro.
En cuanto estuvo lista y pertrechada zarpó de Cartagena; su primera misión al mando del Contraalmirante Méndez Núñez la llevó hasta los restos del Imperio en América, donde junto con otras unidades, se implicó en los combates fratricidas que el final de aquel ciclo de la Historia hizo inevitables. Cuarenta y tres de sus tripulantes perdieron la vida en aquellas acciones y fueron enterrados en la isla de San Lorenzo, frente al puerto de El Callao que acababan de bombardear, lejos de su tierra y sin que sus seres queridos pudieran llorarles ¡Honra a los caídos por la Patria! Pero estoy seguro que para nuestra fragata fue uno de sus días más amargos.
Desde allí, por motivos estratégicos, regresó a España cruzando el Pacífico con otras naves de su escuadra, recaló en Filipinas para cumplir otras obligaciones militares y por la ruta del Cabo de Buena Esperanza, como antes lo hiciera la expedición de Magallanes, ya al mando de Elcano, regresó a Cádiz el 20 de septiembre de 1.867 con el honor de haber sido el primer buque acorazado en dar la vuelta al mundo.
La prueba de sus capacidades fue muy bien evaluada, era la tercera de su clase que se construía en el mundo y aventajó a las dos precedentes (una inglesa y otra francesa) porque su compromiso entre velamen y propulsión a vapor resultó más compensado. La prueba es que se construyeron hasta otras seis para nuestra marina, siguiendo su mismo modelo, hasta que el progreso mejoró la eficacia de los motores y la vela perdió su protagonismo.
Benito Pérez Galdós, cuyo centenario de su desaparición conmemoramos este año, aprovechó la popularidad que la gesta de La Numancia había conseguido en una España ávida de querer encontrar motivos de orgullo y se inspiró en esta misión para escribir la octava entrega de la cuarta serie de sus Episodios Nacionales: La vuelta al mundo en la Numancia. Las novelas por capítulos eran entonces como nuestras series de televisión, muy populares y una de las fuentes de ingresos más interesantes para un escritor de moda. En esa novela nuestro admirado autor usa su genio para crear un lienzo en el que además de los hechos de guerra, muestra la futura clase dirigente peruana y chilena sobre el fondo de una España desgarrada por tensiones internas.
Después de tamaño viaje de casi tres años, la todavía joven fragata fue reparada y mejorada, aunque sus días propiamente bélicos en realidad ya habían quedado atrás. Como buque representativo, trajo de Italia hasta Cartagena un rey de muy buen ver pero de escaso resultado, Don Amadeo de Saboya, que dejó como recuerdo más duradero los duros de plata, que además de moneda soñada por el pueblo, sirvieron durante mucho tiempo como remedio para curar chichones en las cabezas infantiles.
Al poco se desenfrena, vive la vida loca. La capturan en puerto a la fuerza y la obligan a ser parte de la revolución cantonal. Allí pasó alguna de sus horas más tristes. El 26 de septiembre de 1873, sale de Cartagena con otros dos navíos y al día siguiente, durante más de cinco horas, bombardean Alicante como “fraternal mensaje” a sus habitantes por no unirse a dicho movimiento. Matan a nueve ciudadanos y hieren a más de cuarenta, inútilmente porque la ciudad siguió fiel a la Primera República Española, tal y como relata otro gran novelista, Ramón J. Sender, en Míster Witt en el Cantón
Apenas un mes más tarde, el día 20 de octubre, tiene otra mala hora y aborda a uno de los buques que la habían acompañado en esa acción de castigo, el Fernando el Católico. La Numancia tenía una temible proa en espolón y por causas que nunca se aclararon, aquella noche la embistió contra su compañero, echándolo a pique. De nuevo muchas vidas de pobres marinos acabaron en la mar y sin duda ella fue la primera en llorarlos.
Quizá acabe de formar su carácter en este periodo de adolescencia, a partir de aquí ya no tolerará que la hagan matar a nadie. El 12 de enero de 1874, cuando el movimiento cantonal llega a su fin en Cartagena, consigue salir de puerto y salvar de una muerte segura a 500 personas, entre ellas a los líderes revolucionarios. Tras ganar una emocionante carrera a otras dos naves que la persiguen, gracias a su velocidad y excelentes condiciones marineras, logra llegar sana y salva a Orán. Sus días locos terminan ahí, las naves perseguidoras la alcanzan en puerto, abandonada de sus secuestradores y la conducen de vuelta al hogar, de regreso a una vida decorosa en el seno de la Armada.
Los años que siguen son de representación. España ya no tiene guerras en el mar. Como buque insignia participa en numerosos actos donde luce su esbelta silueta y posa para que la pinten los mejores artistas. Hasta que en 1.888 la llevan a un deslumbrante tour por los puertos de Italia con final en la Costa Azul. Lo que empieza como un cuento de hadas, acaba en una terrible decepción cuando descubre que está presenciando en Toulon la botadura del acorazado Pelayo, nacido para sustituirla como buque insignia de la Armada y desplazarla a un papel de secundaria.
Empieza entonces su declive; primero va cayendo su imponente artillería y pierde capacidad de fuego, luego acortan sus esbeltos mástiles y su silueta ya no será tan estilizada… hasta sufre con dignidad el desaire de verse convertida en guardacostas, ella que fue la primera nave acorazada en dar la vuelta al mundo.
Pero la edad no perdona; la guerra con Estados Unidos, en 1898, la pilla achacosa en el hospital. No puede salir a tiempo, la están reparando y no llega a entrar en combate; más tarde, en la guerra de Marruecos, solo durante un brevísimo periodo resurge de sus cenizas y como un merecido homenaje es designada Buque Almirante de la segunda división de la escuadra. Son fogonazos que no pueden ocultar la realidad, pasa más tiempo amarrada que rompiendo mares, hasta que el presupuesto no puede soportar su carga y es vendida para chatarra en Cádiz.
Su nuevo amo debe necesitar con urgencia convertirla en dinero, se arriesga en pleno diciembre a remontar la costa de Portugal, cuando los temporales de Norte la hacen temible. Encarga a dos fornidos remolcadores vascos que la traigan, arrastrada como una presa porque sus calderas están fuera de servicio. La lógica de la meteorología se cumple y aquel 15 de diciembre de 1916 sus dos guardianes se ven forzados a recalar en Sesimbra para fondearla al resguardo de la costa, en espera de que la nortada viniese a menos y poder seguir viaje a Bilbao.
Aunque nadie tomó en cuenta que ella había tenido una relación con Eolo. Durante años, amorosa le había entregado sin pudor sus dos mil metros cuadrados de velamen y eso son cosas que no se olvidan. Desde que salieron de Cádiz lo venían hablando, aquella noche remataron el plan. Al amanecer del día siguiente, el dios del viento roló al sudoeste, el peor rumbo para aguantar al ancla en esa costa, y rugió con todo su poder. Los remolcadores tuvieron que abandonar su presa para refugiarse del temporal en el puerto más cercano, Setúbal. Libre de sus guardianes, empujada por su amante, la Numancia tiró con fiereza de sus cadenas, zarpó del fondo las pesadas anclas, garreó y vino al fin a recostarse sobre la playa más bella de este lado del Atlántico.
Por fin estaba donde quería, aunque todavía preocupada por los paisanos que estaban a bordo, no quería ni una muerte más sobre su conciencia. Y por eso estaba en el lugar adecuado.
Los pescadores de Sesimbra desde años antes habían creado una Sociedad de Socorro de Náufragos, que con toda modestia, pero con toda eficacia, tenía un equipo humano de primer nivel dirigido por el Arrais Estino, un pescador de raza y padre de generaciones de marineros. Esa misma noche vieron los cohetes que lanzaron los náufragos y se pusieron manos a la obra.
Con olas de más de cuatro metros rompiendo contra el casco varado era impensable un rescate por mar. Al amanecer, arriesgando la vida, consiguieron enlazar un cabo de vaivén entre la terraza de unos almacenes (ahora restaurante Ribamar) y la fragata. Colgados de este modo, empapados, sin nada en los bolsillos, pero sanos y salvos, aquella tarde todos los tripulantes pudieron descansar al fin.
Los dueños de los despojos no soltaron la presa tan fácilmente; los días siguientes descansó Eolo creyendo acabada su tarea, se aplacó la mar. Regresaron los remolcadores de Setúbal y viajaron a Sesimbra hombres importantes para tomar decisiones. El señor cónsul de España para dar cuenta a su Gobierno, un representante de la aseguradora por si fuese necesario pagar la prima, otro del dueño de lo que había sido una orgullosa fragata para ver cómo podía fundir el hierro que había comprado… también una legión de curiosos que posan ante la cámara, muy serios con sus corbatas y elegantes sombreros, y un periodista de Lisboa que escribe una crónica puntual.
De los mojados y aterrados tripulantes no hay memoria gráfica, no sabemos dónde los alojaron ni cómo pasaron los días siguientes hasta recuperar su nueva normalidad, suponemos que fue la gente de Sesimbra la que amorosamente les dio ropa seca y los alimentó porque los pescadores son hospitalarios y generosos, y estas virtudes se aprenden en Portugal desde la cuna.
Para aprovechar el viaje desde Cádiz, habían cargado a la Numancia con mil trescientas toneladas de sal que la industria conservera del País Vasco compraba bien; en cuanto calmó el tiempo lo primero que hicieron fue descargarla al mar para ganar flotabilidad. Menudo disgusto se debió de llevar ella, a los pocos días flotaba de nuevo porque su fuerte casco apenas había sufrido contra el fondo de arena. Las sucias chimeneas de los remolcadores dejaban su negra columna sobre el azul y de nuevo la enganchaban a sus verdugos.
Esa noche, sola y sin tripulantes lanzó un grito desesperado al viento que el divino amante escuchó al instante. Al amanecer su ira con los hombres fue terrible, la descargó con tal furia que la arrancó de la playa y la estrelló contra las rocas que paralelas corren a un cable mar adentro. Poseidón envió sus rugientes olas y entre ambos dioses destrozaron sus tracas y cuadernas, arrancaron su estanqueidad e inexorablemente la depositaron en el lugar que ella había elegido para reposar.
Allí sigue, desde hace más de cien años. Desde entonces ha criado millones de seres vivos en sus restos, se adorna de algas y caracolas, la visitan los peces, los buceadores y hasta las sirenas en las noches de luna llena. Lo que los hombres pretendían que fuese un instrumento de muerte y destrucción se ha convertido en fuente de vida y de placer para las criaturas del mar. Incluso para los terrícolas, porque la estilizada silueta de su casco todavía se puede ver bajo apenas cinco metros de agua desde muchos sitios de la costa, los mejores sin duda la terraza de la antigua fortaleza del gobernador o la del Hotel do Mar, con algo en la mano para brindar por ella y su eterna sabiduría de mujer.
Los tripulantes se quedaron sin trabajo. Los que tenían una familia o un modo de ganarse la vida en su tierra se volvieron, aunque al menos tres permanecieron en la amable Sesimbra y formaron familias de las que todavía hay descendientes: son los numantinos de Portugal, que todavía guardan memoria de aquel suceso. Los curiosos y visitantes regresaron a sus tareas al día siguiente, pero los habitantes de Sesimbra adoptaron de inmediato a la Numancia y la bautizaron de nuevo.
La trasformaron en El Vapor y sirvió como el más fantástico parque de atracciones para los niños. Durante años y años han nadado hasta sus restos, han trepado sus costados para pescar, para jugar a piratas y exploradores, soñar con mares lejanos y presumir ante las meninas. Tuvieron que recurrir a la dinamita para suprimir su parte emergente, fiel a su nombre jamás se dejó conquistar sin lucha y más de un disgusto dio a algún pescador que por la noche la ignoró y acabó dando con su traíña de madera contra la coraza de hierro.
Aún hoy, todos los habitantes de Sesimbra recuerdan con cariño al Vapor y se les ilumina la cara cuando se menciona. Todavía puede bucearse a pulmón para ver sus restos y sus nuevos tripulantes marinos, quien sabe si en definitiva las almas de los que alguna vez pisaron sus cubiertas; en Japón creen que las de los pescadores muertos se trasforman en gaviotas…
De seguro que el bueno de Galdós, que tanto amaba al pueblo como para hacerlo protagonista de su obra, sonreiría complacido al descubrir cómo la terrible máquina de guerra que le sirvió de protagonista para su novela, al final se había salido con la suya y en lugar de causar desgracias o inflamar orgullos patrios acabó, fiel a sí misma, haciendo lo que le dio la real gana con y donde quiso.
Agradecimientos:
Agradecemos el apoyo, la valiosa información documental y personal aportados por la Cámara Municipal de Sesimbra y su entusiasta personal del Archivo Municipal y Museo Marítimo.
Han sido fuentes muy valiosas para este trabajo la publicación rigurosa y muy completa del Shr. D. João Augusto Aldeia (Ediciones Aiola Diciembre 2016), así como la del Shr. D. Antonio Osorio de Castro.
Los datos históricos y testimonios gráficos del Museo Naval de Madrid han sido fundamentales Las fotografías proceden del archivo del Museo Naval de Madrid y del Museo de Sesimbra.