septiembre de 2024 - VIII Año

El mundo en llamas: crímenes locales, violencias globales

Ídolos, vírgenes y sicarios

La Avenida de Acueducto es un largo tramo de vía que corre a la vera de otra importante arteria central de la ciudad: la Avenida Madero. Nos encontramos en Morelia, México, en medio de las celebraciones por sus 438 años de vida. Fundada en 1541 y conocida primero como Valladolid, y luego como Morelia, en honor al héroe de la Independencia, José María Morelos y Pavón, la ciudad celebró su natalicio el sábado 18 de mayo con varios conciertos gratuitos que se organizaron en el centro. Un cartel que aunó los ritmos más bailables de la música latina con el sonido de la banda norteña proveniente de Sinaloa. Pero sin duda el plato fuerte de la velada fue Emmanuel, todo un emblema de la música romántica y del pop latinoamericanos.

En Escenas de pudor y liviandad (Ed. Grijalbo, 1988), el escritor Carlos Monsiváis se refirió precisamente al concierto que Emmanuel había dado en el sur de la Ciudad de México en 1986. En aquel tiempo, el joven cantante arrancaba suspiros a quienes admiraban sus originales movimientos. Sus letras y contoneos daban forma al sexenio priista de Miguel de la Madrid, pues —a decir de Monsiváis—, Emmanuel encarnaba «el enlace entre el sentimentalismo de los miembros del Gabinete Económico y el de los clubes de admiradoras». Ahora, casi cuarenta años después, un veterano y bien conservado artista hacía un concierto al aire libre junto a la imponente catedral moreliana. Desde allí, detenía unos segundos el concierto para referirse a la violencia que asolaba al país y lanzaba un mensaje referido a Dios, Jesús y la Virgen de Guadalupe. ¡Ojalá que Monsiváis hubiera estado allí para comparar ambos conciertos!

Pero lo cierto es que Monsiváis no apareció; en su lugar, lo único que quedó para «hacer el paro» (expresión coloquial mexicana que significa ‘ayuda’ o ‘intercesión’) a su recuerdo fue un flaco y güero (‘rubio’) antropólogo, poeta de extranjis, errante hijo de la emigración gallega llegada a América del Sur, y que ahora, ante el totémico cantante, que ya sólo parecía poner un significado a la nostalgia, pensaba en esta otra América norteña, en el México presente, un país que no dejaba de interpelarlo con sus múltiples expresiones y excesos. De hecho, para comenzar a entenderlo, probablemente uno debería aprender a deslizarse desde el éxtasis sensorial de una riqueza cultural inconmensurable hasta el temblor que nos recorre cuando nos enteramos, un día sí y otro también, de los nuevos cuerpos que han aparecido en el centro de la nota roja, pero que en cambio se pudren en los márgenes de la historia, en trozos con claras señales de tortura de los que, en poco tiempo, ya nadie hablará.

El propio Monsiváis conjugó aquella pudorosa liviandad del sexenio priista de Lamadrid y su pop-emmanuelismo con el temblor de un presagio futuro que trocaría la imagen nacional de la Morenita Guadalupana por la antítesis de la Santa Muerte, a la que los criminales se encomiendan para salvar el pellejo un tiempito más o, cuando menos, para dejar un cadáver de una pieza y no en pedazos metidos en bolsas de basura. Así fue que el escritor ideó otro título clarividente: Los mil y un velorios (Debate, 2009), en el que da cuenta de los relatos más sangrientos en la historia reciente del país, incluidos los de eso que se ha dado en llamar «narcocultura», cuya banda sonora ya no apuesta por las melodías románticas, los rostros aniñados y los movimientos felinos, sino más bien por un corral humano de gallos «crudos» y belicosos que salen a escena cargados con cocaína y plata —la del dinero y la de las balas—, y con los movimientos secos que mejor convienen a su nihilismo desesperado, dispuestos a matar o morir por un sicariato de la nada. A fin de cuentas, como cantaba el legendario cantante de corridos Chalino Sánchez, «pa’ todo el que vive recio se encuentra lista una fosa».

Inventando naciones, violentando imaginarios

Precisamente, en su libro Corridos tumbados: bélicos ya somos, bélicos morimos (Ed. Ned, 2024), el profesor José Manuel Valenzuela Arce menciona esas terribles palabras del intérprete sinaloense, al que «juraron» de muerte en medio de uno de sus conciertos y al que mataron poco tiempo después. La obra del profesor aborda esa música, cuya popularidad lleva tatuado el triple recorrido de las mercancías culturales, tanto el de su sentido local como el de su confusión con las falsas epopeyas nacionales y los mensajes de un mercado global que le lava la cara al crimen con reduccionismos, clichés y billetes. En este punto, da igual que hablemos del flamenco «trapeado» de Rosalía, del impostado carisma que muestran los narcos de series y telenovelas, del Grammy de Peso Pluma o del corrido tumbado como parte del llamado estilo «regional mexicano», todo acaba convirtiendo el dolor local en herida nacional y en beneficio transnacional; todo brilla con el truculento resplandor que tiene para los vivos el oro adulterado con la sangre de los muertos.

Aunque el problema no es ni mucho menos reciente, las aterradoras cifras de asesinatos políticos traslucen la delicada situación de violencia que sufre México y el desafío que supondrá para la jefatura de Estado de la recientemente electa Claudia Sheinbaum. A partir de octubre, la nueva presidenta deberá enfrentar una violencia que se desparrama a ritmo de narcocorridos, pero que sobre todo lo hace a partir de una intrincada situación a escala local, nacional y mundial en la que concurren distintos modelos en lucha por el poder: el del Estado, el del crimen organizado y el de las corporaciones trasnacionales que compiten por expoliar los recursos del país. Pese a la complejidad de una situación tal, medran posturas simplificadoras que tienden a usar a la nación como el solo pretexto válido para estar a bien con Dios y con el diablo: o bien presentándola como lo único que tenemos a mano para enfrentar al capitalismo global, o bien intentando convencernos de que las respectivas historias culturales de las naciones prueban que algunos países guardan una mayor inclinación a la violencia que otros.

Lo primero se ha convertido en la estrategia predilecta de la ultraderecha a la hora de fabricar confusión social y ocultar detrás del cacareo hueco de la nación una reeditada versión de darwinismo social. Pensemos en la reciente presencia del presidente argentino Javier Milei en España (invitado, condecorado y jaleado por tres versiones de la extrema derecha ultraliberal: Vox, Isabel Díaz Ayuso y el Instituto Juan de Mariana de Madrid) y en su belicosa pero estudiada mercadotecnia de anarcocapitalismo gore, con motosierra incluida. Lo segundo, en cambio, sacrifica la imagen de unos países en beneficio de otros, con base en simplismos y tópicos que enmiendan la plana a los segundos, permitiéndoles reafirmarse en la arrogante y narcisista idea de civilización, modernidad y desarrollo que se han confeccionado a la medida de sí mismos. En ambos casos, se trafica con una visión adulterada de la realidad que toma lo local y lo nacional como prueba de un destino, antes que como un proceso histórico que involucra al capitalismo ultra y neoliberal en el aumento de la violencia en todo el mundo y en todos los sectores, desde los delincuenciales hasta los económicos, mediáticos y políticos.

Mientras las mercancías globales (en las que cabe ya casi todo, mafias, canciones y razias étnico-políticas) desvían de sí la sospecha de truculencia, algunos países y sus desgarros internos son utilizados como chivos expiatorios de una violencia que no podemos limitar de ningún modo al crimen organizado, ya que se ha convertido en algo mucho mayor, en un mal generalizado que degrada a la política, al periodismo y a la comunicación, a los que convierte en sucursales de una visibilidad violentada. En este sentido, lo más sencillo es escandalizarse de las masacres perpetradas por los cárteles de la droga. Lo difícil es reconocer nuestra complicidad con el siniestro rumbo de las cosas cuando devoramos sin inmutarnos una morbosa serie de HBO que prevé hacer caja con el descuartizamiento de un cirujano plástico en Tailandia cometido por el hijo de un popular actor, o deslizamos en una pantalla la imagen del grito cristalizado de miles de niños palestinos, con un dedo que, resignado a no poder hacer nada, sólo desciende y desciende cada vez más, como quien fuera dormido camino del infierno.

Horrores locales, fosas globales

El antropólogo e historiador Claudio Lomnitz ha abordado el tema de la violencia en México. Así lo ha hecho en dos de sus libros: El tejido rasgado (Ed. Era, 2022) y Para una teología política del crimen organizado (Ed. Era, 2023). En ellos alude, entre otras cosas, al macabro resurgir de prácticas caníbales en el seno de algunos grupos criminales. Sin embargo, lo que más destaca es la aterradora pregunta que plantea: ¿y si lo que estuviera emergiendo fuera otro tipo de Estado cuya soberanía es la propia del líder criminal que puede matar sin temer reciprocidad alguna? Una escalofriante posibilidad la de esta «reciprocidad negativa» que nos hace pensar en el concepto de «necropolítica» del pensador camerunés Achille Mbembe, pero que también nos recuerda la sospecha que históricamente ha señalado al ejército como el brazo ejecutor de los desmanes y abusos ordenados o autorizados por el Estado.

En la conciencia de países como México, la mala prensa de la milicia es algo todavía muy presente (Europa, por desgracia, lo ha olvidado y, en su lugar, pide ejército propio y hasta armas nucleares), con crímenes asociados a los sucesivos gobiernos de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto —hoy instalados cómodamente en Madrid gracias, en gran parte, a los mismos que agasajan a Milei— y con denuncias que también han salpicado al sexenio de Andrés Manuel López Obrador, al que acusan de militarizar el país y de supuestos vínculos con el Cártel de Sinaloa. Esto último, propalado especialmente tras la publicación del libro La historia secreta: AMLO y el Cártel de Sinaloa (Grijalbo, 2024), de la periodista Anabel Hernández, ha sido, sin embargo, severamente criticado y desmentido por el oficialismo gubernamental, que tilda dicha obra de oportunista, capciosa y apenas documentada.

Pero mientras la violencia produce sus muertos en los baldíos regionales y los cuenta o silencia a millares en las solipsistas narrativas de la nación, el tráfico de influencias internacionales lava sus manos de sangre y amplifica las consecuencias del tejido social rasgado señalado por Lomnitz. Es ahí donde el análisis del antropólogo chileno-mexicano puede complementarse con otras lecturas. Desde un nivel microcultural, con la que apunta al boom comercial de las series de narcotraficantes, a la conquista «glocal» de la música norteña y a los imaginarios de poder, destrucción y muerte a través de los cuales la amplia gama de narcocorridos acapara los paisajes sonoros de ciudades como Morelia. Desde uno macrosocial, con la que ha vinculado el avance del capitalismo neoliberal a un dispositivo transhumanista que fusiona la violencia planetaria con el control tecnológico e integral sobre la vida, tal como sostuvo el periodista e intelectual mexicano, Sergio González Rodríguez, en su obra Campo de guerra (Anagrama, 2014).

Ante un panorama semejante, ni la violencia puede verse como algo ajeno a la historia concreta de los lugares (lo contrario la convierte en una abstracción), ni tampoco podemos considerarla como la expresión exclusiva de cierto carácter local (algo que sólo exagera el relativismo). El llano incendiado con el que Juan Rulfo cifró metafóricamente una parte real de la violenta historia del México rural en su obra El llano en llamas —algo que haría también Elena Garro en su impresionante novela Los recuerdos del porvenir (Alfaguara, 2019)—, convive hoy con un mundo irreal que pretende negar las propias llamas que lo consumen con una violencia atroz, creciente y global. No se trata, pues, de rechazar los particularismos, pues ¿cómo entenderíamos entonces que Dios, Cristo y la Morena Guadalupana convivan con un viejo ídolo de la canción? De lo que se trata es más bien de integrarlos en una historia general de la violencia neoliberal que incluya nuestros propios consumos y la agresividad de nuestras agónicas relaciones sociales. Sea como fuere, como metáfora o nota roja, lo cierto es que hoy una gran parte de nosotros caminamos como si una fosa común nos estuviera esperando: así de recia anda la cosa.

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