julio de 2024 - VIII Año

El insulto voraz

En esta España de nuestros quebrantos hacemos muchas cosas bien, qué duda cabe, pero cuando nos ponemos a hacerlas mal somos los cabeza de lista y nos subimos al podio en cuanto los otros países se despistan un poco.

No voy a hablar de los problemas tradicionales, la educación camaleónica, la cultura desprotegida, la investigación exiliada, la industria a trancas y barrancas, la corrupción en vena. No, de eso ya se habla mucho. Hoy voy a hablar de los insultos.

Veréis, últimamente, hasta en esto de los insultos nos hemos puesto a hacer las cosas mal y hemos perdido gran parte de nuestra riqueza nacional.  Tal vez se deba a la falta de vocabulario de gran parte del personal, otro mal endémico en nuestra tierra que se empeña en darme la razón cuando afirmé hace tiempo que somos un país lleno de cultura pero repleto de incultos. Que muchos insultos se estén perdiendo es sintomático de la pobreza idiomática que sufrimos.

Cada vez se reduce más este campo otrora tan diverso. Ahora los hay sonoros y explosivos, pero repetidos hasta el aburrimiento. Se lleva la palma gilipollas, aunque cabrón, puta e hijo de puta o hijoputa le van a la zaga —dónde va a parar la rotundidez de este último comparado con bastardo, de aire anglosajón peliculero—; idiota, imbécil, memo tonto han disminuido su uso; intentan resistir al envejecimiento algunas como capullo o mamón;  de vez en cuando se escucha bocazas o chulo o gilipuertas —que es como gilipollas pero dicho en un colegio de pago— y cerdo o guarroburro o asno, que ya me diréis qué culpa tienen los pobres animales para que los comparen con nosotros.

Pero hay cantidad de insultos sonoros, con tronío, incluso con enjundia literaria que se están perdiendo y se utilizan con menor frecuencia —sigo hablando de insultos, no de expresiones groseras o frases descalificadoras—. Veamos algunos ejemplos, muchos de ellos referidos a la poca inteligencia, simpleza o necedad: mequetrefe o  mostrenco, sonoras donde las haya; soplagaitas, de aire tan castizo, mameluco, que siempre nos recuerda aquellos soldados egipcios; gilí, sin añadidos, que es más clásico, tolai, con su aire gallego;  y esos compuestos maravillosos como papanatas y sus hermanastros zampatortas,  mamacallos, cagalindes, tontolaba, lameculos, tocapelotas o pelagatos, de tan sonoras etimologías; sansirolé, que nos trae a la lengua el sancirolé (por San Cirilo); y no digamos majadero, con ese regusto a oficios de mortero. Otras lindezas serían fantoche, pazguato estólido, sandio, piojoso, ceporro, muermo, alcornoque, meapilas… y los tan explosivos mastuerzo o mentecato.

Hay otras con diferente motivo, como cochino, que también es cerdo, pero casi ha perdido el significado real; asqueroso, que más que insulto suele ser definición; payaso, que es de las que duelen porque los payasos son gente extraordinaria y usarlos como insulto una bajeza moral. También han caído muy en desuso fantochependón, bujarrón, berzotas, pelma, abanto, pazguato, merluzo, cenutrio, gaznápiro, zascandil, bellaco, zopenco, mamarracho, botarate, mendrugo, panoli, pasmarote, zarrapastroso y otras muchas.

Hay algunos de moderna factura y origen compuesto que tienen su momento y que tal vez duren como pagafantas, bocachancla o tocapelotas, pero se han perdido casi por completo sus hermanastros culopollo, cuerpoescombro, tuercebotas, malparido tiralevitas barriobajero, pinchauvas, cantamañanas, huelegateras o zampabollos.

Observará el amable lector que en todo lo dicho no ha saltado más que el femenino puta, de tan deplorable gusto machista aunque también lo frecuentan ellas, siendo todos los demás masculinos. Esta ausencia está, sin duda, muy en consonancia con los tiempos que corren y más vale que así sea ahora que hasta la mal empleada zorra está siendo reivindicada en torpes cantos eurovisivos.

En fin, que es una pena que el idioma se pierda. Menos mal que en la América hispanoparlante tienen también una montonera de palabras arrojadizas —son adorables hijo de la chingada, huevón, malparido, pendejo, pelotudo o comemierda, por citar sólo algunos—; ojalá no las pierdan.

No seguiré, esto no es un diccionario sino un palique y, además, no quisiera resultar un plomo y ya hay suficientes palabrejas para que nadie venga a llamarme gandul.

Enrique Gracia Trinidad

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Archivo Entreletras

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