abril de 2025

EL ECO Y SU SOMBRA / Asterión en Marte

Fotografía de Marina Sogo

No hay ningún Bowie que no me guste, ninguno al que no le deba una canción que me haya cautivado, ninguno que me haya decepcionado. Otro asunto a considerar, que no se extrae directamente de la música, es el Bowie icónico, la imagen que ha ido modelando y con la que hemos ido creciendo. No creo que haya ningún otro personaje célebre, provenga de la música o del cine, de las letras o del deporte, que haya comprendido mejor la idea de la transformación. El interior tarda en revelarse.  Por eso cuidamos el cuerpo y vigilamos con esmero el deterioro de la piel. No hay un adjetivo que lo explique. A Bowie no es posible reducirlo al modo en que procedemos con los demás. Ni siquiera él mismo sabría cómo entenderse, imagino. Fue mutando, abrazando corrientes musicales o artísticas (el mod, el glam, el pop, el jazz, la música disco) e inyectando en esos estados del arte una brizna relevante de su talento. No podría encontrar alguien que se le pareciera. Tampoco tiene clones fiables. Es una especie de cosa extraordinaria y única que ha atravesado los últimos treinta años del siglo XX y los primeros de este XXI. Estaba un poco al margen del mundo, pero lo inspeccionaba con lupa, registraba sus vaivenes, adquiría esa facultad que consiste en aprovisionarse de lo que realmente importa y madurarlo hasta que pareciera una creación propia.

Fotografía Borges: Levan Ramishvili
Fotografía Bowie: Brian Duffy

Borges, en literatura, procedía con parecidas herramientas a las que usaba Bowie en música. Borges no era original en casi nada: recababa tramas de las mitologías nórdicas, griegas, medievales, latinas o árabes, agazapado frente a los anaqueles, declinando si lo contando era original o no. Una vez masticado y engullido, era suyo y solo mostraba una inapreciable ligazón con su origen. Bowie mastica y engulle a lo Borges, pero no se embelesa en las bibliotecas, no hurga en las runas, no concibe el mundo como el sueño de un dios caprichoso y rudimentario, sino un continuo diálogo con su tiempo. Bowie leyó a Kant, imaginamos. Borges no ha escuchado Be Bop. O al menos ninguno de todos los Borges posibles de una manera trascendente supo qué era el glam. En el fondo, creo que se hubieran llevado bien. De una forma inargumentable, alejada de las convenciones con las que la amistad suele despacharse, Borges y Bowie hubiesen encontrado una vía para discutir sobre el mundo y sobre lo que hay dentro, pero lo importante está afuera, hubieran convenido. Por eso Bowie miraba a las estrellas y Borges, menos inspirado en la mecánica celeste y en la sci-fi, recurre al alma, que es en sí misma un universo tan insondable como el que nos circunda y abruma. Y no conozco ningún Borges que verdaderamente no me guste, ninguno al que no le deba un poema o un cuento maravilloso. Acudo a él con veneración. Me responde siempre. Creo que no podría vivir del todo (este tipo de vida al menos) si por alguna circunstancia extraña tuviera que prescindir de sus libros. Tampoco me imagino cómo podría estar años sin escuchar algunas piezas de Bowie. En realidad uno vive a expensas de esos vicios. Los exhibe públicamente, como yo ahora, pero se guarda lo más precioso, la verdadera naturaleza de esa adicción. De hecho, no se sabe ni cómo expresarla. Tampoco a qué obedece y qué secreto rumor persigue. Esta noche voy a leer La casa de Asterión con las arañas de Marte sonando de fondo. Será la primera vez que ambos me susurren, quién sabe eso.

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