noviembre de 2024 - VIII Año

EL ECO Y SU SOMBRA / Jalogüin no more

Fotografía de Marina Sogo

Diremos, en adelante, América, pero no es el continente entero, sino un trozo o una anomalía fascinante. América no es un país, sino un negocio del que no se advierte su naturaleza comercial o del que únicamente se aprecia el ruido de las monedas cuando entran en la caja. Uno con la suficiente confianza en la superioridad moral de sus leyes como para desoír o sancionar satisfechamente las leyes ajenas, las que ven con horror el hecho de que después de un tiroteo en una escuela se dispare (hay que cuidar los verbos) la venta de armas o que los políticos citen a Dios en sus mítines. Uno convencido de que el mal está afuera y que hay que defenderse de él y tener en casa con qué combatirlo. Un país que tiene a Dios en sus billetes de dólar, un Dios en el que confía a ciegas y del que espera las mayores ventajas fiscales. Un Dios no muy distinto al que aquí se adora, aunque el americano tiene más fotogenia y brilla en las homilías evangélicas con el góspel y con todos sus aleluyas. Quizá sea ésta la raíz del asunto: que se sienten bendecidos, que se saben (no sé por cual extraña confidencia celestial) el pueblo elegido, el depositado en la tierra prometida, el lugar en donde nacen y mueren los héroes, los que forjan la épica del mundo, los que escriben las grandes páginas, el Billboard de la prosperidad del mundo…

En estos días toca festejar la muerte y hay quien abraza la ocasión y la mercantiliza. Como los infames saqueadores que entran en las tiendas cuando las inclemencias severísimas del clima las dejan abiertas y los dueños andan lejos o han muerto. Sabemos de esa circunstancia en esta semana, por desgracia. América (ellos se llaman América sin incluir ninguno de los otros países americanos) es un país joven y está en rodaje. Quizá sea bueno, en el fondo, que ese rodaje como patria exija vaivenes, torceduras, conspiraciones, invasiones, las perturbaciones de rigor que jalonan las páginas de los libros de Historia.  El arte de la guerra lo escriben los vencidos y los vencedores, los países invasores y los invadidos, todos hocican su bravura y su honor en su caudal de miserias y de grandezas. Las de ahora son guerras invisibles, en muchos casos. La que batalla Estados Unidos es sutil y lo impregna todo. Ayer celebramos (es un decir eso de que de verdad lo celebráramos) Halloween, que es un rito ajeno, en el que no tenemos nada nuestro, aunque los muertos sean los mismos y el fondo sea parecido. En la escuela se facilita y hasta se potencia que los festejos de Halloween no decrezcan, a beneficio de tiendas de disfraces y espanto de algunos padres y maestros que no entienden la pompa del festejo. Aprender un idioma, el inglés, es también aprender su cultura, pero no imponerla a la nuestra, hacer que sea un fragmento más de la identidad de nuestra nación. La fantochada de Halloween será nociva cuando suprima la festividad de nuestros protocolos mortuorios y el Día de Todos Los Santos pase a mejor vida, como se dice. Podemos poner fecha a esa defunción: una generación, dos a lo sumo, a este paso. Somos de castañas asadas, no de calabazas. Jack O’Lantern es un personaje irrelevante en nuestro imaginario popular. Aquí pedimos por Navidad el aguinaldo (la campana gorda de la catedral se te caiga encima si no me lo das), no es propiedad nuestra el truco o trato.

Lo yanki (término despectivo) penetra por el cine, por los libros, por la música, que son ejércitos pasivos que hacen su oficio (el de colonizar) sin que el sujeto colonizado se percate, ni se sienta vulnerado. Ayer parecía carnaval el Halloween organizado en mi colegio o el que vi más tarde en las calles de mi pueblo. Era un desfile de monstruos del cine y, a falta de modelos o de pasta para adquirir los trajes o tiempo para hacerlos en casa, pasearon personajes nada lúgubres, de poco o ningún predicamento terrorífico. Está mal y va camino de ir a peor. Una cosa es entrar en la pantomima (aunque explicar en clase el origen de Halloween, trabajar vocabulario, poner alguna cancioncilla de casas encantadas, cosa que he hecho desde hace más de treinta años porque el saber no ocupa lugar y porque no hay niño que no desee que se le asombre con los cuentos) y otra, lesiva, aberrante también, hincarse de rodillas a la musiquilla de las brujas y de los zombis y convertir el colegio en un cementerio de Maine, a mayor gloria de mi amadísimo Stephen King. Conste que un servidor no ha puesto todavía el basta en la mesa del claustro, pero el año que viene, que es el último de mi vida laboral, me daré ese gusto. Por hartazgo, por negarse uno a ser embajador de los muertos ajenos, aunque todos sean un poco muertos de todos y todas las campanas doblen por uno, ya saben. No es que el mundo de hoy esté globalizado: la expresión más certera es que está americanizado. Es el negocio el que abre las puertas y deja que entre la mercancía. América no es un país: es una franquicia. Nos la cuelan nada más abrir los ojos, nos la venden sin que tengamos la preocupación de que el producto comprado no nos hace más falta que el propio, que pierde en este litigio. Pierde porque no se difunde bien su contenido y su cometido. Estamos más al tanto de las novedades cinematográficas americanas (buenas en muchísimos casos, amo el cine norteamericano) que de las de aquí, que imitan sin éxito el modelo foráneo.

El Congreso de EE UU aprobó por primera vez la inclusión de la frase In God We Trust (En Dios confiamos) en las monedas en 1864 durante la Guerra Civil. Después se rubricarían en los billetes. Podían poner un Colt 45 en esos billetes. No desentonaría. El buen americano sabe que el rifle es el sustento emocional de su ideario patriótico. Fue el rifle el que hizo que se tendieran las vías del tren y la civilización se extendiera del flanco atlántico al pacífico, pero no fue un avance limpio, ninguno lo es. Se ocuparon las tierras de los nativos sin que prevaleciera respeto a las tradiciones. Las demolieron, crearon una especie de odio a la raza que todavía impera. Da igual que sean negros (que contribuyeron forzada y estajanovistamente al florecimiento económico del país recién construido) o indios o asiáticos. No dudo que se perciba a diario el esplendor de la cultura y de la tolerancia y, al tiempo, su reverso, el paulatino e implacable avance de la barbarie, del odio al otro. Les protege Dios, les comprende Dios. Tienen de Dios cierta idea personalizada de propiedad. La suya excluye las ajenas. Les pertenece, protege y ampara. Dios salve a América, dicen los más envalentonados. Arrogarse el favor divino, en detrimento de otros solicitantes, siempre me pareció una frase lamentable. Hace del Dios en el que creen un sujeto caprichoso, que atiende a quien más le complace, como el padre que abraza al hijo pródigo y le hace desaires al descarriado, al que no obedece. El país de las barras y las estrellas es el país de los sueños, el país elegido por la divinidad para que la prosperidad, la bondad y la felicidad sean sus señas de identidad. Por eso venden armas como el que vende paraguas. Hay que ser un excelente comerciante para vender en el mismo mostrador libros usados y armas, fruta y armas, biblias y armas, pero ahí está también el país que inventó el jazz e hizo el mejor cine que conozco. Un país al que uno admira sin ambages por motivos culturales, por cómo ha manejado los hilos de la industria del ocio inteligente (lo de cultura parece que queda para conversaciones de más hondura, no ahora) y ha colonizado (sin que nos sintamos violentados por la injerencia, aunque haya ocasiones en que nos salga lo yanki por las orejas) al mundo entero.

Yo amo la América del cine negro de los años treinta y cuarenta, amo el jazz casi por encima de todas las cosas, amo su literatura. Hay tanto que amar en ese país que uno, en su prudencia, no lo mira mal, pese a que no faltarían motivos. Lo de Trump y cuantos lo jalean es un gigantesco paso atrás, pero no deja de ser una enfermedad curable, de la que saldrán en cuanto la sensatez se asiente y los malos tiempos (son malos, están pasando) no hagan que el votante oriente la urna al extremismo, pero no es sólo Trump. Suele pasar eso: que las penurias hacen que busquemos las soluciones en la bancada equivocada. Es un país gigantesco, se libran adentro suficientes batallas y se representan suficientes tipos de sociedad que da igual que exista un Trump o una Harris; en cualquier caso, es un filón para cualquier sociólogo, un escenario cinematográfico en sí mismo, un vaudevil de causas y de azares. América, ya no digamos América de nuevo, Estados Unidos diremos, es un escaparate enorme. No tienen el pudor de sus ancestros europeos: todo lo airean, a todo le dan difusión, les fascina que se les observe, da igual que empuñen un arma o una biblia, es lo mismo que pongan calabazas en la puerta de sus casas o trinchen el pavo en el día de Acción de Gracias. Todo es exportable, todo tiene tasa y precio. El negocio es boyante. Siguen haciendo caja. Son de fanfarria, son el circo romano de los nuevos tiempos.

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Archivo Entreletras

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