La planta del tabaco, la Nicotiana Tabacum, era originaria del altiplano andino y ya se consumía tres mil años antes de que naciera Jesucristo. Los indígenas americanos no la usaban con fines estimulantes: fumaban con intención curativa o para conectarse con la divinidad. El tabaco se masticaba o se inspiraba por la nariz. Sus hojas servían en ancestrales ritos mágicos y espirituales.
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A Cristóbal Colón le asombró ver a los nativos aspirar el humo de unos tubos de hojas secas. Rodrigo de Jerez, marino de la Santa María, pudo ser el primer europeo que cayó en el vicio de fumar. La Iglesia lo encarceló por practicar algo pecaminoso e infernal, cosa de brujas o de demonios.
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La costumbre absurda de meterse humo en el cuerpo la introdujo en Inglaterra Sir Walter Raleigh, corsario, poeta e incesante buscador de El Dorado. Se le tiene como auspiciador de la costumbre del tabaco, aunque no murió por causa suya, sino por la del filo de una hoja que separó su cabeza del tronco. Dejó una bolsa de hojas de tabaco en la que se leía una inscripción en latín: “Comes meus fuit in illo miserrimo tempore” (“Fue mi compañero en los momentos más miserables”). La primera construcción industrial del mundo fue La Real Fábrica de Tabacos de Sevilla. En el segundo tercio del siglo XVII, el Estado funda la Institución del Estanco del Tabaco cuyo fin es la recaudación de impuestos por liar y fumar las hierbas americanas. El pujante imperio inglés, a la muerte de la reina Isabel I, amasó su fama de rico gracias al impuesto de dos peniques por libra de tabaco. Mediado el siglo XVI, Jean Nicot, embajador de Francia en Portugal, también escritor y probador de cualquier novedad que alentara la embriaguez, preso del estupor de su ingesta, regresó a su patria con algunas hojas de tabaco como obsequio a la reina Catalina de Médicis. Francia había abierto sus puertas a un alcaloide nefando: la nicotina.
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Molière, en su Don Juan, escrito en 1665, hace decir a uno de sus personajes que “nada es igual que el tabaco, pasión de la gente honesta”; y que “quien vive sin tabaco, no es digno de vivir: no sólo alegra y purga los cerebros humanos, sino que instruye las almas en la virtud y se aprende con él a ser un hombre honesto”. Se colige que la honestidad es inherente al tabaco.
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Urbano VIII, un antecesor de Rodríguez Zapatero, que canceló la tradición de fumar en los bares de nuestra patria, prohíbe el tabaco en el interior de los templos, excomulga a quienes lo hacen incluso afuera y hace que su guardia persiga a los que lo aspiran en las cercanías de las iglesias.
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El Cardenal Richelieu, probador de novedades recaudatorias, decretó gravar las libras de tabaco. Napoléon, un par de siglos después, reprobó ese impuesto, pero no lo cancelaría hasta que le nombraran “una virtud que produzca un ingreso semejante”.
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En las dos grandes guerras mundiales se proveía de tabaco a los soldados como forma de subir el ánimo y amenizar los preámbulos de la batalla. La verdadera revolución en el comercio del tabaco se produjo con la máquina de vapor Bonsack, capaz de liar de manera automática 12000 cigarrillos a la hora frente a los cuatro que un enrollador profesional elaboraba por minuto. La patente la compró James Buchanan Duke en 1885. La demanda desbordó a la enclenque oferta. El imperio de la nicotina había desplegado sus ejércitos por los cuatro vientos. Casi cerrado el siglo XIX, se crea la primera Liga Antitabaco del mundo. El tabaquismo ha causado la muerte de más de cien millones de personas a lo largo del siglo XX.
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Oscar Wilde escribió que “el cigarrillo es el tipo perfecto de placer perfecto. Es exquisito, y nos deja insatisfecho. ¿Qué más se quiere?”.
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Una de las mejores frases sobre el efecto del tabaco la regaló un predicador jesuita llamado Jakob Balde: una ebriedad seca; a Gómez de la Serna debemos la probablemente más devastadora: “Los cigarros son los dedos del tiempo que se convierten en ceniza”.
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Marcello Mastroianni calculó haber fumado un millón de cigarrillos: cincuenta al día durante cincuenta años. Sentenció que “cada uno viva y muera como le plazca” e imaginó que el humo que había tragado serviría para oscurecer el cielo de Roma.
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Groucho Marx, en “El conflicto de los hermanos Marx”, hace decir al ocurrente Capitán Spaulding: “¿Le molesta que no fume?”. Con todo, Groucho Marx no fue un fumador empedernido: fumaba poco y muy deleitosamente. Los puros que gasta en sus películas no están nunca prendidos. Si se observa, siempre tienen el mismo tamaño. El cómico atribuía a la edad la licencia para concederse ciertos vicios, ella era la única concesionaria de esos vicios: “Fumar un puro es lo único que te queda”.
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Mark Twain decía que era fácil dejar de fumar: “Yo ya lo dejé unas cien veces”. Se impuso una regla de oro: “No fumar mientras duermo, no dejar de fumar mientras estoy despierto, y no fumar más de un solo cigarrillo a la vez.
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Enrique Jardiel Poncela metía al amor, al tabaco y al café en la misma consideración vital: “Todos los venenos que no son lo bastante fuertes para matarnos en un instante se nos convierten en una necesidad diaria”.
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Sigmund Freud, siempre tan atento a las periferias del instinto sexual, afirmó que “fumar es indispensable si no se tiene nadie a quien besar”.
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El tabaco era el vegetal favorito de Frank Zappa. Se puede ser vegano a nivel estrictamente pulmonar, añado yo.
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Julio Ramón Ribeyro escribió un aforismo que adoro: “La vida es corta, fumes o no fumes”. En “Sólo para fumadores”, un ensayo delicioso que hace que hasta uno tosa, podemos leer: “La adicción al cigarrillo se explicaba por una regresión infantil en busca del pezón materno o por una sublimación cultural del deseo de succionar un pene. Leyendo estas idioteces comprendí por qué Nabokov –exagerando, sin duda– se refería a Freud como el charlatán de Viena”. Suyo es también un razonamiento más que curioso en el que hace del fumar un acto religioso que viene de Empédocles, quien fijó en el aire, el agua, la tierra y el fuego los elementos primordiales de la naturaleza y el origen de la vida. Escribió: “Secularizados y descreídos, ya no podemos rendir homenaje al fuego, sino gracias al cigarrillo. El cigarrillo sería así un sucedáneo de la antigua divinidad solar y fumar una forma de perpetuar su culto. Una religión, en suma, por banal que parezca. De ahí que renunciar al cigarrillo sea un acto grave y desgarrador, como una abjuración”. Fumador compulsivo, Ribeyro no sabía si fumaba para escribir o escribía para fumar.
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Hans Castorp, en La Montaña Mágica de Thomas Mann, no comprende “que se pueda vivir sin fumar. Es privarse, sin duda alguna, de la mejor parte de la existencia y, en todo caso, de un placer muy considerable. Cuando me despierto, ya me alegra el pensar que podré fumar durante el día”. Finaliza Castorp, el joven sano que convive con enfermos, afirmando que “mientras tenga mi buen cigarro sé que podré soportarlo todo, que me ayudará a vencer las adversidades”.
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Vladimir Nabokov engordó treinta kilos al reemplazar el tabaco por una confitura tradicional sudamericana hecha de miel espesa.
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Cristina Peri Rossi se lamenta de haber dejado de fumar con enternecedora franqueza: “La vida me gustaba más con humo…; he dejado de toser, de expectorar, mi hipertensión ha disminuido y la isquemia cardíaca que padecía ha desaparecido. En cambio, me siento mucho más sola”.
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Alejandro Zambrano cita a Ribeyro con soltura, recuerda que se puede fumar sin escribir, pero no escribir sin fumar. Cuando dejó de tragar humo, creyó sentir una orfandad literaria tan atroz que se encendió un cigarrillo por mero interés creativo. “No sé si escribiendo soy bueno, pero puedo asegurar que fumando era uno de los mejores. Lo digo sin exagerar: yo fumaba muy bien, yo fumaba con naturalidad, con fluidez, con alegría. Con muchísima elegancia. Con verdadera pasión”. Sin fumar, tampoco se puede leer, añade. “Ningún libro es bueno”. Sostiene Zambrano que dejó de fumar por querer vivir más. Agradeció a sus editores que perdonaran su absentismo comercial: no hilaba una frase con otra cuando el humo no hacía volutas sobre la máquina de escribir. “Sinceramente pensé que no volvería a leer ni a escribir una línea, pero esta historia, como se ve, termina bien. Muy de a poco, por fortuna, lo conseguí. Y estoy orgulloso. He vuelto a leer y a escribir. Y a fumar”.
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Javier Marías murió con anticipación por todas las novelas que escribió. Ninguna de ellas prescindió del acompañamiento de un cenicero groseramente ocupado de colillas. Leí un artículo de Jesús Marchamalo en el que citaba una preciada posesión del escritor: una pitillera adquirida en una subasta y que había pertenecido a Robert Donat, el actor de 39 escalones, la maravillosa película de Alfred Hitchcock. Tenía hasta sus iniciales. “En Tu rostro mañana hay un personaje que hace comentarios sobre una marca rara de tabaco, fuma unos cigarrillos, Ramses II, que yo mismo compro algunas veces. Me gusta, de vez en cuando, fumar cigarrillos exóticos; hay otro tabaco que también sale en algunas de mis novelas, el Karelias, y en mi cuento “Sangre de lanza” aparecen unos cigarros indonesios, Gudang Garam, que tienen un peculiar sabor a clavo. Estoy acostumbrado a trabajar con un cigarrillo encendido; luego, no fumo tanto porque es difícil escribir y fumar al tiempo, pero no sé trabajar sin humo”.
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Antonio Machado era descuidado en el fumar, pienso ahora en lo del torpe aliño indumentario. Solía vestir traje oscuro cuando daba sus clases y los lamparones de ceniza ocupaban buena parte de la chaqueta. En la leyenda, en lo que uno ha escuchado y de lo que no tiene certeza, se dice que los alumnos se mofaban de su torpeza. Para la sorpresa de sus discentes, un día se esmeró en depositar con extremo mimo la ceniza en el cenicero, pero nada más terminar la clase lo cogió y ceremoniosamente vertió su contenido sobre su ropa. No se deben perder las buenas costumbres, debió decir.
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Guillermo Cabrera Infante fue un preboste del cáncer lúdico. Todo en él era tabaco. Holy smoke (“Humo sagrado” en el inglés original y titulado aquí Puro humo) es un libro delicioso sobre el vicio de fumar. Es una historia del tabaco y es también una manifestación culta de las virtudes de esa embriaguez sorda, como desprendida de cuerpo, que ha agasajado con su belleza a muchas de las artes del siglo XX. La prescripción médica desconoce las bondades artísticas de fumar mientras se crea. Yo he hablado con algún médico fumador. Me ha confesado que lamenta no saber prescindir del tabaco, aunque presume de que sus admoniciones a sus pacientes fumadores son antológicas. Lo malo es cuando ven mis dedos índice y corazón amarillitos de nicotina, me dijo.
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En Baudelaire, la ebriedad es una manera de no pensar en el tiempo. Fumar debe ser una de esas convincentes razones para que alguien no precise tambalearse, darse de bruces en el suelo o perder la cordura por la ingesta de sustancias más desquiciantes para adquirir el don de estar feliz sin que haya motivo para estarlo.
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André Gide murió cerca de los noventa sin dejar de fumar ni de escribir. Consignó: “Escribir para mí es un acto complementario al placer de fumar”. Fumaba Giuba en el frío y en la niebla de los andenes. Pasear, carraspear, escribir. Una vez dijo gustarse en el acto de esperar a que llegase el tren. Yo lo veo ahora fumando. Parece un fotograma de una película en blanco y negro. Hasta dudo de que exista Gide.
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Algunas veces un cigarro es solamente un cigarro, escribió Sigmund Freud. Las otras…, ¿qué puede ser las otras? Yo creo que en ninguna de sus cavilaciones mayestáticas logró dar sentido al acto de pudrirse adrede con todo ese humo absurdo.
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Aparte del inmortal Peter Pan, tal vez su única obra absolutamente memorable, J. M. Barrie publicó “Lady Nicotina”, estimulante ensayo sobre el infierno de dejarlo y el cielo de su añoranza.
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La frase sobre el vicio de fumar que más me gusta (y debo tener varias) se debe a George Bernard Shaw: “Cigarrillo: pequeño y delgado cilindro de papel relleno de tabaco, con un fuego en un extremo y un idiota en el otro”.
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Al hombre que más se quiere, puede el lector reemplazarlo por una mujer, se le espera fumando. Es “el placer genial, sensual” que Sara Montiel inmortalizó en un tango. Ella, la amante expectante, no consumía su vida mientras fumaba: al ver flotar el humo se solía adormecer. Era “el humo de su boca” lo que la enloquecía. “El humo embriagador que acaba por prender la llama ardiente del amor”.
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El único libro que Juan Carlos Onetti escribió sin fumar se llama El pozo. Lo escribió en una tarde, sin apenas retoques: lo hizo a modo de desahogo. En los años 30 se trasladó a Buenos Aires y estaba prohibida la venta de cigarrillos durante el fin de semana. El acopio de tabaco del viernes fue escaso y el hambre de humo alumbró el cuento. Durante años no concebí leer la prensa sin un paquete de tabaco cerca. Lo ideal, la conjunción perfecta, consistía en una barra de bar, un día de lluvia y un café humeante. A ser posible sin compañía, y me tengo (comenten quienes me tratan y conocen) por un ser declaradamente social. El cine siempre contribuyó a endiosar el tabaco. Pienso ahora en que sé para qué sirve el emboquillado contra la pitillera o, en su defecto, la mesa más a mano o incluso la esfera del reloj, que es lo que yo solía hacer en mis tiempos de fumador semiempedernido. Las volutas imperiales del tabaco han llenado escenas fantásticas de cine del alma, aunque después las autoridades adviertan (con hipócrita trompetería) que el cine puede matar y que la literatura de Juan Carlos Onetti debiera eliminarse de las estanterías porque contiene nicotina, y el mismo Onetti, con su aspecto enclenque y enfermizo, apalancado en su cama precursora de maravillosas historias, parece también estar hecho de esa sustancia volátil, quebradiza, tóxica y lírica, según desee el ya entendido lector hacer inclinar la balanza de los vicios.
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Charles Laughton, en Testigo de cargo, casi cometía asesinato por echarse un buen puro entre pecho y espalda.
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Pessoa, en su hermoso “Tabaquería”, insistía en seguir fumando. Así haría mientras se lo consintiera el destino. Tan solo ver sonreír al dueño del establecimiento. El universo tiene sentido.
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Para Rodolfo Fogwill, fumar era un “placer pequeño, humano, tolerable, / social, fiscalizado, numerable. / Fumar: desear que lleve hacia un deseo / de volver a desear buscando el nuevo / desear que nunca cese y siga ardiendo / y en sed arda insaciada arder viviendo”.
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En sus memorias Luis Buñuel cuenta cómo veló a su padre. Había bebido mucho coñac y salió al balcón a fumar un cigarrillo. Es particularmente hermosa la irrupción del olor de las acacias en flor en la remembranza de ese pasaje luctuoso de su vida. Al volver a la habitación donde yacía escuchó un ruido y vio a su padre, erguido desde la muerte, “con gesto amenazador y las manos extendidas hacia mí”. La alucinación se desvaneció, relata. Tras dar cristiana sepultura al padre, es muy arriesgado calzar el adjetivo cristiano en lo concerniente al maestro aragonés, se acostó en su cama. “Por precaución, puse su revolver –muy bonito, con sus iniciales en oro y nácar– debajo de la almohada, para disparar sobre el espectro si se presentaba. Pero no volvió. Aquella muerte fue una fecha decisiva para mí. Mi viejo amigo Mantecón todavía recuerda que, a los pocos días, me puse las botas de mi padre, abrí su escritorio y empecé a fumar sus habanos. Había asumido la jefatura de la familia”.
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Antaño se fumaría porque Humphrey Bogart fumaba. No tiene defensa esa imitación, pero cada uno elige qué modelo adoptar. No me imagino a Bogey en el piano del Rick’s Café bebiendo un zumo de melocotón, sin engorrocinar el aire de recias volutas de seco y rancio humo. En un comunicado entregado a la prensa cuando estuvo a un palmo de morir dejó escrito: “He leído que me han extirpado los dos pulmones, que mi corazón se ha parado y que lo han sustituido por una vieja bomba de gasolinera, que he pedido plaza en todos los cementerios imaginables desde aquí al río Mississippi, incluidos varios en los que estoy seguro de que solo admiten perros. Todo ello disgusta mucho a mis amigos, por no hablar de las compañías de seguros. Tuve un pequeño tumor maligno en el esófago. La operación fue un éxito, aunque durante algún tiempo no se supo si el que iba a sobrevivir era yo o el tumor”.
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El hombre de Marlboro murió fumando. Hubo dos más tras el primer sacrificado. Esos viejos anuncios han desaparecido. Declinó el favor popular, la anuencia ante la muerte, el elogio a la vida salvaje de las grandes praderas norteamericanas. Estos tiempos no difieren de aquellos, aunque no haya cowboys en el imaginario popular, ni el atardecer cubra de melancolía el idilio del hombre con el paisaje. El hombre Marlboro es usted, soy yo, será cualquiera que encienda su cigarrillo y anhele reconciliarse con el mundo. No hay armisticio posible. El mundo va a lo suyo, no se aviene a sentimentalismos, ni agradece que lo contemplemos con delicada parsimonia. Como si fumar nos revelase su sustancia más íntima. Todo fue un engaño, todo es un engaño ahora.
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El tabaco de liar es reflexivo. Mientras lo lías, en ese momento artesano, la cabeza bulle en pensamientos, urde prodigios, censura tentaciones, hasta recapacita sobre la necesidad que habrá de matarse uno tan a lo despacio, sin que se aprecie el mandoble en el pecho, sin que la sangre exhiba la cercanía de la muerte. Yo dejé de fumar tabaco liado por una mera cuestión de urgencia. Hay un poco de vértigo en la necesidad de que el deseo se cumpla con presteza.
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El tabaco es la peste moderna. Además de clínica, su cruzada es moral. Resulta paradójico que un veneno tan cierto se expenda con el más que intimidatorio aviso de que su consumo nos hará más corto el viaje a la tumba. Estáis avisados, parecen decir las cajetillas. Luego no digáis que no sabíais. Los que legislan hacen algo desconcertante: demonizan lo que les lucra. Su activismo censor es paternalista. Luego está la fascinación estética, la aureola del humo ocupando el aire con barrocos arabescos o su voluntad de asignar una especie de cohesión pecaminosa (no llega a intelectual) a quienes lo practican. Somos furtivos los que encendemos un cigarrillo. Salimos a la puerta de los bares, nos cuidamos de que no haya nadie a quien moleste la expulsión festiva del humo. Nos hemos hecho a lo clandestino y creo que está bien que así sea. El rito exige un dispensario íntimo, una especie de escenario privado en el que la administración del humo posea su preciso protocolo. Debe aclararse que esa representación teatral es una liturgia de pésimas consecuencias, el que la perpetra acaba dañado, pero qué habrá a lo que uno gozosamente se incline que no acabe zahiriéndolo, royendo su hueso inocente, concediéndole el más que dudoso placer de acortar su estancia en el paraíso de los vivos.
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El humo que los que fumamos metemos en nuestros pulmones es el contubernio máximo de todos los venenos posibles. Quizá la nicotina sea el menos nocivo de ellos. En el cigarrillo hay combustible para cohetes espaciales o aviones (metano, hidracina), líquido para baterías (cadmio), amoníaco del que usamos para fregar el suelo, algún elemento radioactivo (Polonio-210), alquitrán, veneno para ratas (arsénico), butano del de las bombonas, plomo, níquel… La parte bastarda de la tabla periódica participa en la fabricación de esa herramienta del mal. El causante de que sintamos una especie de embriaguez es el acetaldehído, un metabolito del alcohol etílico que se oxida en nuestro organismo. Las patologías de su ingesta son severas y casi nunca retráctiles: tumoraciones, hipertensión arterial, osteoporosis, úlcera péptica, gastritis, problemas cardiovasculares o respiratorios, pérdida ósea dental, cáncer de labio o bucal o de vejiga o de laringe o de esófago o de pulmón. El asombrado lector puede añadir a este léxico infame dos entradas más: enfisema y bronquitis. Quienes valoren su hombría, deben saber que el tabaco merma la potencia sexual y produce infertilidad masculina. Sirva esta rendición de quebrantos para dejar claro que fumar es un invento del diablo. Ni él mismo se pondría un cigarrillo en la boca. No se atrevería a lastimarse adrede.
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El humo es un acostumbrado paisaje del escritor. La nicotina es una ceguera que obra la paradoja de verter una luz.
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El cine negro es de humo, es de esa cualidad del humo que hace evanescente hasta a la muerte.
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El mismo cine, el hecho técnico de que una máquina proyecte imágenes sobre una pantalla, tiene un componente asociado al tabaco: las hebras de luz se convidan de las volutas del humo.
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Uno echa de menos la rendición plástica de todas esas cajetillas de cigarrillos que engolosinaron las novelas de Cortázar y el cine francés de la Nouvelle Vague: Gauloises, Gitanes, Parisiennes. Pero también las que fumaba mi padre y mi abuelo: Un-X-2, Reales, Habanos, Coronas, Sombra, Rex, Continental, Partagás, Kruger, Celtas, More, Lola. Ninguna mereció que Cortázar, mi padre y mi abuelo murieran. Quién sabe si esas marcas a las que profesaban lealtad condujeron a que se fuesen con triste anticipación. De lo que estoy seguro es que los tres murieron fumando. A mi padre, en sus últimos días, le entusiasmaba que lo sacara de su residencia (le habían amputado la pierna por la diabetes, un ictus le robó el habla) y lo invitara a un café. Entonces le ofrecía un Chester o un Camel. Era admirable el modo en que apuraba el cigarrillo. Creo que contenía el dolor al quemarse los dedos con el contacto flamígero de la boquilla, pero la cara de felicidad era absoluta. Un médico me dijo: “No te preocupes porque fume. Un cigarrillo al día no le hará mal. Lo de sus pulmones es el problema menor que tiene”.
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El apestado moderno es el fumador, un individuo razonablemente pacífico, que no desea el cáncer a nadie salvo a sí mismo. Siempre hay un peaje, aunque no es ocupación fiable el martirio constante y encuentra uno aplazamientos para dejarlo, y paga sus impuestos y compra en los estancos o en las máquinas la mercancía ansiada con todos los beneplácitos del sacrosanto dios del mercado y, una vez abierta la cajetilla y encendido el perverso cigarrillo, pasa a ser pecador, delincuente, pervertido, todo lo malo elevado a una potencia escandalosa. Un crimen. Son tiempos en que lo lucrativo convive con lo prohibido. Hay una vehemencia casi enferma en satanizar al fumador y hay cruzados en plena calle que se arrogan el derecho a limpiar el aire. Valdría más que se abrieran otros frentes y tuvieran el mismo consenso social. Estaría bien que no se pusieran en marcha ciertas leyes de rango secundario hasta que otras de más perentorio cumplimiento no diesen visos de funcionar fiablemente. Lo que están consiguiendo es que se fume a escondidas, alejado de miradas recriminatorias. Los que legislan están borrando toda huella del tabaco. A Jean-Paul Sartre, enfermo de nicotina, le hicieron un apaño infográfico en un festejo conmemorativo de esos a los que los franceses son tan proclives y hacen tan bien: le sustrajeron el cigarrillo de sus dedos. Habían conseguido que, por fin, albricias, loado sea el Señor, el filósofo dejara de fumar.
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Pienso en la televisión. Se dispensa a la cadena X de hacer estricta observancia de ciertos códigos éticos y no emitir en horario principal –digamos– programas en donde guayabos de planta apolínea se tiran los tejos y comercian con la carne, ofreciendo al infante limpio e inocente (sí, ese que no es conveniente que vea a los adultos fumar) un modo de comportarse, una manera de vivir. La masa, la que fuma y la que no, está siempre a expensas de los administradores de turno. Estos de ahora se conjuramentaron para construir una sociedad perfecta, pero marraron: no es posible el bienestar absoluto, no es ni siquiera necesario vivir en un mundo ideal en donde nada se extralimite y en donde ninguna circunstancia esté fuera del control de quienes la adecentan y se arrogan el oficio de vigilarla. Hay advertencias del Estado que sancionan que tomes más azúcar de la cuenta: penalizan que te extralimites en tu ocio y te dé por tirarte al mar desde un acantilado, si es que posees esa expeditiva inclinación. La situación es la siguiente: nos están amonestando por ser lo que antojadizamente queremos ser. No es nuevo, hubo siempre esa afición ajena a gobernar las aficiones propias. A la gente no le gusta que uno tenga su propia fe, como cantaba Pablo Ibáñez en su premonitoria La mala reputación. “Haga lo que haga es igual / todo lo consideran mal, / yo no pienso, pues, hacer ningún daño / queriendo vivir fuera del rebaño”.
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El que está envalentonado con esta nueva forma de vivir el tabaco (o de no vivirlo) podrá argumentar que fume cada cual en su ámbito privado. Y podemos extender ese razonamiento a otros territorios de lo social. Hay muchas cosas que hacen los demás que nos molestan. Algunas pasan de la molestia a la irritación. Una vez se está irritado, hay un paso muy pequeño a la violencia. No una física, una gráficamente muscular, sino una sintáctica, dialéctica, que no es mala, al cabo, siempre que de ese conflicto de intereses surja una vereda por donde discurrir hasta que uno de los bandos admita el error de sus razones y abdique. En esto del tabaco se abdica con cierta dificultad. Uno cree que los bares, tan asociados al hecho de fumar, son una especie de templo. En ellos nos desembarazamos de muchas de las máscaras que llevamos y nos sentimos confortablemente refugiados en un país prestado, en un limbo perfecto en el que todo está a nuestro servicio. Por eso duele especialmente que el fumador no pueda, al paso que vamos, ejercer en el reducto de las terrazas el placer que lo devora y por el que paga religiosamente lo que el Padre Estado desee marcar. Impuestos. Gravámenes útiles. La moneda tintineando. Un paquete pronto se pondrá en seis euros.
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La vida es placentera y hermosa cuando nos hace aceptarla sin pensar en que tiene su finiquito, en la niebla que la corteja y que nos conduce (irremisiblemente) al abismo, al negro fin en donde ningún reloj marca las horas. Nos prohíben elegir cómo enfermar, dicho con brusquedad. Así que uno se inmola a capricho, se entrega con fruición al veneno con el que desea partir. Le asiste el mercado. Ya sabemos a esta altura del metraje de la película que el mercado es la religión moderna. Le rezamos, le ponemos velas, le pedimos que no nos asfixie en demasía y esperamos, en su gracia infinita, que el más allá sea siempre una vejez agradable, libre de cargas éticas excesivas, razonablemente bendecida en el saldo de la cuenta de ahorros, y que portemos una salud aceptable. Lo demás es literatura. La hay a espuertas. Ahora pienso en la de Ramón María del Valle-Inclán, que cabalgaba sobre su pipa de kif y extraía del humo rosado el encendido verbo y la gracia socrática del ritmo de su corazón avinagrado, en la de Jean Cocteau, obsesionado por el opio, comido de opio, convertido en un fumador convulso que prefería curarse de la inteligencia en vez de sanar en su vicio.
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Yo fumo pasiva, activa y protocolariamente. También con promiscua vehemencia en ocasiones. La culpa de esa adicción no la tuvo el humo en el cine. No fue gracia de ver a Rita Hayworth en Gilda sujetando el cigarrillo con esa rara perfección griega. Tampoco haber visto a Gloria Swanson en El crepúsculo de los dioses, una diosa decrépita que fumaba tabaco turco marca Abdullah. Ninguna ilusión fílmica liberó mi yo fumador escondido y lo alumbró al mundo. Fumé con ambición hasta que dejé de hacerlo con el mismo empeño. Lo dejé algunas veces, como Mark Twain, ahora que lo pienso. Recesos. Pequeñas trampas. Volví a fumar esporádicamente y no he dejado de hacerlo en los últimos quince años, serán más. He fumado oyendo a Billie Holiday en un nirvana alucinatorio de bar provinciano y sencillo, entrada la madrugada, cegado de humo, yo mismo convertido en un templo cerrado y perfecto. He fumado viendo portadas de jazz en las que los músicos a los que adoraba fumaban: Mingus, Monk, Reinhardt, Ellington, Baker, Gordon, Coltrane, Davis, Evans, Baker. Yo no podía tocar jazz, pero podía emparentarme a ellos compartiendo un placer secreto. Qué ingenuo. Éramos feligreses de una misma homilía. Qué ciegos todos, qué tontos, pero qué felices. Quien desee relegar a Mingus a un plano secundario, diga Bogart, diga todo el bendito cine negro que no podría existir sin el humo que Raleigh trajo allende los mares, hace quinientos años, ya saben.
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El humo es cinematográfico y la política de la corrección nunca se dejó engatusar por la estética. A los que administran los gustos y las fobias, la exacta cópula entre la prudencia y la estulticia, les va de maravilla en eso de manipular a la siempre cordera masa.
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Mi padre fumaba. Mi abuelo fumaba. Mis tíos fumaban. Ninguno vivió sin tener un paquete de tabaco en el bolsillo. Ojalá ninguno lo hubiese tenido, ni yo vaya a cerrar este escrito encendiéndome un cigarrillo en el patio de mi casa. Mi abuela, no excesivamente reticente a la afición al tabaco pero determinativamente combativa en el abuso del alcohol, nunca me vio fumar. Me habría amonestado con su gracia habitual. Es humo, me habría dicho. Ni siquiera lo puedes masticar.