julio de 2024 - VIII Año

EL ECO Y SU SOMBRA / “El amor es un bolero infinito”

Fotografía de Marina Sogo

A veces se ama a sabiendas del mal que ese amor trae: se consigna en el alma el daño, se la hace fuerte adentro y se transporta allá donde va uno, sin obedecer a nadie que reprenda esa tutela loca, sin mirar a conciencia ni aplicar la razón o dejarse convencer por las evidencias. Suelen ser muchas, las evidencias. Nadie está tan enamorado como para no advertirlas, solo aplaza su ejecución, solo secuestra el deseo de liberarse y sigue viviendo preso de su hechizo.

Al amor lo pintan como una cárcel, lo hemos visto en el cine o leído en las novelas demasiadas veces, pero la realidad posee su narrativa de vida también e imita con enconada frecuencia al arte, o era al revés, no se saben bien estas cosas, no se tiene a mano un modo de entenderlas cuando hace falta.

Uno ama lo que le hace daño, ya lo hemos dicho: lo hace en la creencia de que elegir cómo se sufre es mejor que sufrir sin haberlo elegido. Más vale que yo me administre mi pena a que otros la inventen y gobierne, podría decirse.

La literatura está enfebrecida de amores malos, de los que duelen. Si no fuese por ellos, habríamos perdido siglos enteros de novelas maravillosas. No existiría el siglo XIX: estaría borrado, de cuajo, con saña. Y el XX, tan voluble, de tan acelerado su pulso, también se habría ido, conmovido por la ausencia de toda la novelística precedente. El siglo en curso es extraño. No sé qué patrón sigue. Se acoge a muchos, no persevera en ninguno.

La vida, que es la sublimación del amor, es una novela, una diaria, una que no puede dejar de leerse y a la que aplicamos un esmero descomunal, una paciencia infinita, un deseo atroz y certero, pero no hay quien pasee la vida sin sentir que la está desperdiciando o la está apurando, como un buen vino en un almuerzo, no queriendo que acabe, no deseando que se vacíe la copa y no encontremos caldo parecido que la ocupe.

Uno ama en silencio, cree en silencio, vive también en silencio: todo lo amado lo madura adentro sin que el ruido lo zarandee y lastime, lo hace suyo como una extensión misma, tangible, corpórea, pero todo a lo que nos entregamos se hace rico, dejándonos pobres, como dejo escrito Rilke. La pobreza se instala y se adueña de las cosas y produce la sensación de que no ha habido otra cosa que pobreza, como si nunca amar hubiese sido una manera de conducirnos, un modo de vivir.

Uno ama el jazz o a la vecina del quinto que nunca nos mira como si el mundo se acabase y le hubiésemos encomendado al amor que nos bañe en el tránsito a la nada. Como si todo fuese amor, como si el peso del mundo fuese amor, que cantaba Hilario Camacho en sus tiempos fértiles y líricos. La propia Milady de Winter, en Los tres mosqueteros, pide piedad antes de que la manden al otro barrio, parisino no, sin duda. Pide al mosquetero que la contempla en ese postrero instante, al que ha traicionado y dañado, que la perdone, pero él no lo hace, no puede hacerlo, solo declama —porque esas cosas se dicen en tono grandilocuente, midiendo el pulso, colocando las palabras más oportunas— que su amor fue hermoso y que la amó “como se ama a la guerra, como he amado el vino, como he amado lo que me ha hecho daño”, y el mosquetero la llora, a sabiendas de que es el mal el que muere, de que su alma será más pura no teniéndola cerca y de que se acordará de ella a diario y la tendrá en sus sueños y la verá en las calles de la vigilia.

No es el amor el motor, así quisiera el mismo amor vanidosamente: no lo es desde que lo canjeamos por el confort. Se prefiere vivir bien a vivir enamorado. Incluso tiene mala prensa el amor, mala con colmo de maldad. Las novelas románticas, incluso las buenas, no son, por más que el lector avezado lo desmienta, las mejores historias que puedan contarse, las de acabado más lustroso y feliz, las que acarician la soledad del espíritu y lo izan hacia el azul de la dicha.

Al amor le hemos relegado a un estadio inferior. Al amor le dejamos estar ahí, le permitimos que ahí resida o que sea indistinguible de la sustancia misma de nuestra existencia, como si viniese de fábrica o como si no pudiésemos, por más que lo anhelemos, borrar su presencia, vivir a su margen, entablar con la vida una relación donde él no reine ni imponga. Las buenas causas las rubricamos con amor, el entero depósito de la esperanza de un mundo mejor está convincentemente construido de amor, pero luego se le da de lado, no lo percibimos cuando se arrima, apenas le damos cuartel, como si apestara.

Tiene el alma humana, por decir alma, no sé, bien pudiera ser otra cosa, esa querencia a ir de un lado para otro, de inclinarse al bien puro o al mal puro también, sin que haya razones que soporten una cosa o la otra, sin que podamos entender del todo a qué ese escorarse, los porqués. No habrá porqués, y si los hay, si existe una pedagogía, no estarán disponibles, no se podrán someter al criterio de la razón o lo que sea. Todo es de una fragilidad asombrosa. Quizá solo valga hacer un bolero, cantar al amor, ponerlo en una melodía y que las parejas se abracen, se confiesen y se prometan la eternidad. Puede estar embozada en esas letras infinitas de los boleros.

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