noviembre de 2024 - VIII Año

El club de algunas “damnificadas” literarias: ¿revolucionarias actuales?

Entradillas:

Si la realidad inspira la literatura y la literatura se apoya en la realidad… ¿de qué manera la mujer aparece como protagonista de la sociedad y se erige en heroína dentro de unas páginas literarias escritas por hombres?

Las serranas, Melibea, Rosaura, Laurencia, Doña Francisca, Doña Inés, Pepita, Ana de Ozores… ¿se tomaron la justicia por su mano? Hoy han formado un club de féminas reivindicativas y reinventadas.

Muchas son las protagonistas que pueblan las páginas de la literatura española. Aquella Melibea de la que hablamos en otra ocasión y que nos sigue estremeciendo con su decisión personal e intransferible de quitarse la vida: “si mi amor, yace muerto, ¿para qué quiero vivir?”. Un suicidio literario que llena de espanto y pasmo a lectores y lectoras en la actualidad. Me consta, porque al tratar de esta protagonista en mis cursos de Traducción y Comunicación, mis alumnas (mayoritariamente mujeres) no dan crédito a lo que leen casi al final de la famosa tragicomedia (como dice la sabiduría popular: “muere hasta el apuntador”).

Pero cánones ideológicos, doctrina religiosa y parámetros culturales de la época mandaban. Se imponía lección, moralidad y mucho ejemplo; no cabía otra opción.

Las jóvenes de hoy se llevarían a Melibea, poco encogida y nada frágil, de botellón y la animarían sin duda: “hasta en un charco, hay más peces, y detrás de un autobús, viene otro”. Ciertamente cómicas estas comparaciones -y muy gráficas, también- para ilustrar la sustitución del elemento masculino en el acontecer amoroso de las féminas.

Claro, que también convendría aprender de aquellas serranas del Arcipreste, aguerridas y contundentes con los viajeros que se perdían por los riscos de la sierra en la que ellas eran amas y señoras del lugar. No es muy difícil adivinar a esas “mozas recias” defendiendo lo suyo frente a las injerencias de extraños que nada les aportaban, mientras que ellas tenían que funcionar como guía salvadora ante el extravío masculino de andariegos inexpertos.

Hita conocía muy bien, por su propio oficio en el Arciprestazgo, a las mujeres de aquel momento; las había de todo pelo y pelaje y así lo refleja en su Libro de Buen Amor, todo un universo femenino acompañado de un gran compendio de máximas y advertencias para la posible -a veces auténtica- ingenuidad femenina, sin olvidar oraciones, cuentos y leyendas. Gracias a Juan Ruíz tenemos su aportación de aspectos muy innovadores que hoy se hacen realidad en nuestra sociedad. La mujer pide y exige: igualdad de condiciones y todos tan contentos; no solo en la ficción literaria, por supuesto.

Laurencia

Parece claro, por tanto, que Fernando de Rojas (no entraremos en contubernios de autoría) aprendió de su predecesor y algo se le quedó para pergeñar al inefable carácter de su protagonista, pareja de baile de Calixto. Tanto los viajeros que no encuentran el camino de vuelta por la montaña inhóspita como este joven burgués, midieron mal sus fuerzas al darse de bruces con mujeres hechas y derechas.

Semejantes mimbres le adornan a Laurencia, esa villana (sin títulos nobiliarios, que ni falta le hacían) habitante de un llano, de una villa castellana y que se ve acosada por el militar empoderado; un matón de barrio, el gallito del patio escolar, caprichoso y acostumbrado en coleccionar cromos femeninos para completar su álbum de conquistas. Pinchó en hueso después de violar a la joven: lejos de esconderse la aldeana, lejos de avergonzarse y callar la ofensa personal y la ignominia familiar, lanza un alarido desgarrador (es tremendamente conmovedora esa escena que estremece hasta los espíritus más insensibles).

Malos tiempos para el feminismo, a lo largo de ese siglo áureo que miraba con lupa trato y tratamiento de las mujeres, acciones, comportamientos, juegos y discreteos amorosos; siempre una vieja de carabina, siempre un padre atosigante y por supuesto, una sociedad vigía que desdeñaba y hacía oídos sordos a los devaneos masculinos, pero escrutaba con ojo avizor y mano férrea cualquier meneo de las mujeres fuera del cuadro pintado para ellas.

El “laurel” de la protagonista de Fuenteovejuna se corona azuzando a todo un gentío popular que asiste impávido al atropello de un ser jerárquicamente superior. Ella, destrozada, saca fuerzas de las entretelas físicas y mentales y sin pensárselo dos veces, insta a la unión contra una tropelía que no se puede ni resistir ni normalizar. Defender y proteger la dignidad y el respeto como mínimo. “No es no”, antes y ahora.

Pero Lope, “miedica” por las consecuencias que pudiera conllevar su libro, y avispado también ante los posibles problemas con la censura se curó, en salud: la historia no es contemporánea, es decir, no ocurre cuando gobiernan los Austrias menores; localizada en las coordenadas de los Reyes Católicos, pone a salvo las represalias inquisitoriales que le pueden venir de tal atrevimiento: una joven se las ve con un tipo de ringorrango.

Doña Inés

Todo el pueblo, deja de ser “ovejeril” para restaurar el orden subvertido, no sin antes padecer tortura ante la consigna unánime: “todos matamos al vil depredador”.

La galería de personajes femeninos salidos de la imaginación de sus respectivos creadores continúa a lo largo del tiempo: Rosaura en La vida es sueño, o doña Francisca en El sí de las niñas, Pepita (Jiménez). Calderón de la Barca o Leandro Fernández de Moratín, Juan Valera…todo un muestrario de hacedores e ingenios masculinos diseñando a sus “criaturas”; algunas han tenido mayor suerte en sus reivindicaciones y otras se han plegado a los designios de un deus ex machina que todo lo ve y todo lo decide. Han pasado de la locura al acomodo, de la queja bisbiseada a la obediencia aplastante.

Ahora bien, el embrión de cierta incomodidad ya estaba sembrado: que luego fructificara o se encostrara, dependía de conciencias creativas enmarcadas en sociedades heteropatriarcales: dar voz y voto a las mujeres, permitirles pensar y caminar por su propio pie, equiparar derechos y oportunidades entre unos y otras…vaya susto que provocaría a propios y extraños. No solo en la fabulación: sabemos que la realidad supera a la ficción.

¿Colegueo entre escritores y escritoras?, ¿aficiones literarias compartidas? ¿juegos florales y justas dialécticas en igualdad de condiciones?, reconocimiento y aplausos… ¿Acaso esa situación -tan utópicamente simétrica- se daba por aquel entonces?

Lo que dominaba era el desajuste de un binarismo consolidado, más allá del género (gramatical), el universo masculino y el universo femenino permanecían monolíticos, separados y acartonados tanto en la sociedad que vitoreaba la literatura a su gusto, como la propia literatura que plasmaba retazos de la realidad.

Impensable para autores aclamados por la crítica, encumbrados por la masa, próceres de las letras: ellos daban a la cultura literaria lo que su público pedía: ni más ni menos. Y pasará mucho tiempo, décadas y siglos, hasta que la mujer real y fingida ocupe el lugar que le corresponde en páginas literarias y en posiciones sociales.

Ana de Ozores

Y conforme avanza la historia, no se atisbaban mejores augurios durante las convulsiones decimonónicas: turnismo político, jura de constitución y “vivan las caenas” vociferaban los correligionarios de un absolutista regio que no cumplió con las expectativas de los liberales reunidos en 1812 en Cádiz. Fantasía y realismo, periodismo afrancesado. Pasiones y afectos, enfermos de amor y piratas que surcan los mares libertarios, guerras intestinas y fronterizas, economía maltrecha y revolución industrial, determinismo ideológico. Después de la evasión por paisajes medievales, tumbas inquietantes y bosques animados, abanicos evanescentes y almas penando…la caída en la cruda realidad.

Doña Inés, muerta y descansando en las alturas celestiales, al observar cómo las puertas del averno se abren para recibir al impío y mujeriego impenitente, se apiada de su “particular maltratador”, mentiroso y embustero, histrión, payaso y pobre diablo, a fin de cuentas; y derrochando generosidad femenina, comprensión y entrega más allá de la muerte, lo recoge de las fauces infernales para disfrutar la vida eterna juntos, como una pareja en apariencia bien avenida.

Seguro que hoy encontraríamos a muchas “doñasinés” que harían la peineta a esos “donjuanes” de pacotilla, manipuladores y perversos. Y no solo en la realidad del día a día, sino también en la literatura.

Sobre todo, para no acabar exhaustas y derrotadas como Ana Ozores, esa regenta vetusta y trasnochada que acaba desplomada en el frío y duro losado de una catedral imponente que aterra a la feligresía. Una figura siniestra se apodera de la mente (y casi del cuerpo) de esa mujer de personalidad meliflua y sin fuste personal arraigado que semeja una hoja mecida al gusto ventoso de las estaciones ovetenses. Hoy, iría al edificio eclesial a cantarle las cuarenta a ese cura, orador turbio, protegido con sus hábitos, mordiéndose las ganas de saltar sobre ella.

Y dejaría plantado a un marido inerme y desapasionado; cabalgaría por la playa a la grupa del caballo veloz que la reuniría, no con tantos “álvaros” dispuestos a abrazar a una fémina despechada, sino a convocar una reunión junto a sus “hermanas” literarias: Melibea y Rosaura, Pepita, Laurencia, las serranas, doña Inés y doña Francisca…damnificadas por la escritura literaria, redimidas con el tiempo. Se sumarían también Jacinta y Fortunata, doña Rosa y Yerma (a las que ya conocemos de otros momentos).

Figuras literarias, figuras humanas…mujeres imaginadas, mujeres reales.

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Escrito por

Archivo Entreletras

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