septiembre de 2024 - VIII Año

El acueducto de Tembleque

De la ingente obra civilizadora que España realizó en América, cabe destacar con orgullo la construcción del Acueducto del Padre Tembleque, un humilde fraile franciscano, natural de Tembleque (Toledo) que llegó a Nueva España, actual México, en 1542.

El Descubrimiento llevaba sólo cincuenta años de transformación mutua: la cultura de la Edad de los Metales, vigente en el continente americano al llegar Colón, estaba siendo inseminada por los valores y conocimientos de la cultura europea del siglo XVI que transferían los castellanos, mientras estos se domesticaban en pro de una misión sagrada y aprendían a respetar a los nativos.

Es importante señalar que el mayor respeto hacia los indios comenzaba en las escuelas, enseñándoles a leer, escribir, el manejo básico de los números y las técnicas de un oficio manual. Así se creaban hombres libres, autónomos y capaces de defenderse. Baste indicar, como ejemplo, que, cuando los indios fueron capaces de leer las leyes promulgadas en la península por Carlos I, colapsaron con sus denuncias el sistema judicial que se había implantado, mediante los Cabildos y Reales Audiencias. Ante los abusos de los altos funcionarios, el Consejo de Indias había establecido el Juicio de Visita, que se hacía por sorpresa, y repuso el Juicio de Estancia, de origen romano. Algún que otro gobernador y virrey pagaron con la muerte sus desmanes…

Fray Francisco de Tembleque quiso llevar agua desde el manantial de Tecajete al municipio de Otumba, que distan entre sí, 48 kilómetros. Él era fraile, no ingeniero; pero, tenía intuición y buenos propósitos. Tampoco era jurista; pero sí previsor y garantista. Mucho menos era arquitecto; pero supo confiar en el sentido común y la experiencia de Juan Correa y Agüero, otro castellano paisano suyo, sencillo maestro albañil.

Era fecundo el virreinato de  Antonio de Mendoza y Pacheco, primer Virrey de un territorio americano, que obtuvo su nombramien­to el 17 de abril de 1535 e inició la organización de las tierras inmensas que constituían el territorio de Nueva España, que se extendía desde Chiapas a California del Norte y abarcaba Texas y Nuevo México; creó la Casa de la Moneda en ciudad de México;  dictó las ordenanzas del tratamien­to que se debía otorgar a los indios; estructuró la minería y el tráfico que esta exigía, el Camino Real de Tierra Adentro, hoy patrimonio de la Humanidad; dispuso las primeras obras para acondicionar el puerto de Veracruz; estableció la imprenta, y comenzó las gestiones para la creación de la Univer­sidad de México, siguiendo el modelo de la de Salamanca. La muerte temprana de Antonio de Mendoza hizo que gran parte de estos proyectos, como el del acueducto, los continuara Luis de Velasco, segundo Virrey de Nueva España. A ninguno les movían intereses extractivos, sino los correspondientes a una labor transformadora eficaz.

Así pues, el dos de febrero de 1553 se redactó un convenio entre las autoridades indígenas de Zacuala, como municipio donante y las de Otumba, como última población beneficiaria, por el que acuerdan la cesión de la mitad del fluido del manantial, y así lo firman y sellan junto a los frailes como testigos. Seguro que les enseñaron que pacta sunt servanda, en latín, para darle mayor solemnidad y aun sacralidad. Fue un buen comienzo que despejaba disputas futuras que pudieran sobrevenir y aseguraba que la solidaridad es una gracia de la fraternidad, un don que nos hace más humanos a todos: a quienes pueden ser generosos merced a la naturaleza y a quienes resultan agraciados para favorecer su desarrollo posterior. Son valores nuevos, un lenguaje diferente, fundamentado en un código axiológico muy distinto al del imperialismo azteca y la exclusividad de los mexicas precolombinos. ¿Verdad?

La construcción del acueducto comienza en 1555 y se extiende hasta 1572. Son 17 años de constancia, de disciplina laboral, de aprendizajes múltiples, de colaboración para hacer sinergia. Los indios empleados en la construcción dejaban aparcada la economía de trueque, porque cobraban un salario básico que les permitía comprar…Una habilidad nueva, sobrevenida; un beneficio colateral y un avance civilizador, puesto que ya había en Nueva España Casa de la Moneda.

El 95% del acueducto es subterráneo, con profundidades que oscilan entre algunos centímetros y dos metros de hondura. El resto son puentes, con arquerías que alcanzan a 38,7 metros de altura y que, casi 500 años después, aún se mantienen en pie. Es destacable la Arquería Mayor, o Arquería Monumental de Tepeyahualco, en los límites entre los Estados de México e Hidalgo, que cuenta con 68 arcos para librar 904 metros de longitud.

Y empieza el sincretismo: el agua discurría por apantles, ingenio precolombino, que consistían en pequeños y angostos canales hechos en piedra, cuyas juntas hacían con argamasa y cal. Los castellanos, herederos de la cultura árabe, enseñaron a los indios a fabricar tuberías de cerámica, cajas de agua, aljibes y abrevaderos para el servicio hasta completar los 48 kilómetros, más otros diez kilómetros de la bifurcación de Zempoala.

Efectivamente, la obra del padre Tembleque es un monumento al genio creativo del hombre y una manifestación clara del intercambio de influencias, en un proceso yo gano-tú ganas-ellos ganan, si no idílico, sí altruista y filantrópico, como hubiera hecho don Quijote, de haber sabido que había entuertos por desfacer allende los mares.

Sin duda, es un monumento al avance del proceso de humanización del hombre: cada persona, tan sencilla como un fraile y un maestro albañil, puede enriquecer a los demás compartiendo el agua de sus saberes y voluntad de progreso. El emisor da un modelo noble de filantropía y generosidad. El receptor aumenta su capacitación, potencia su desarrollo y mejora su vida. Ambos acrecientan la plasticidad neuronal, porque quien enseña, aprende mejor lo que sabe y quien aprende se ve obligado a ejercitar su fuerza neuronal. Moralmente, se aproximan, se hermanan y se hacen más iguales; es decir, también crece la humanización del hombre.

El acueducto, hoy Patrimonio de la Humanidad con toda justicia, es un símbolo, pese a quien pese, de un proceso de progreso real y armonía política, que achicaba los 5.000 años que separaban a aquellos hombres. Si no, ¿cómo entender que Hernán Cortés, que llegó a Nueva España en 1521 al frente de unos cientos de soldados, lograra gobernar un imperio de 15 millones de personas y establecer la paz, que duró trescientos años? La clave explicativa no es la fuerza bruta. Esa había sido la táctica de Moctezuma que le sirvió para mantener la guerra con las civilizaciones que lo rodeaban. La paz sólo puede asentarse sobre la justicia, la equidad y el progreso.

Igual que los pilares de los arcos del acueducto se sostienen sobre cimientos sólidos, capaces de soportar los embates de los terremotos, la estructura social se asienta sobre valores éticos de denso calado.

El terremoto, seguramente, lo produjeron un encomendero abusivo, un gobernador corrupto, un virrey sobornable y el conjunto de todos ellos desobedeciendo las leyes promulgadas en la península, fuera en las Capitulaciones de Santa Fe (1492), fuera en Burgos (1515), fuera en Barcelona (1542). Pero, la bonhomía de otros, su entrega a la misión encomendada, el esfuerzo docente, y decente, que resultaba redentor, la habilitación de un modo de vivir sereno y nutriente en todos los sentidos y la paulatina introducción de la autonomía, como opción real, arrojaban el progreso material fehaciente y la dignificación del ser humano, a raudales. Entre el imperialismo azteca y las políticas del descubrimiento hispano no hay comparación posible. Quizá eso explique los 300 años de paz.

Desgraciadamente, incluso alguna institución, que detenta un cierto prestigio cultural como el Museo Thyssen Bornemisza, presenta hoy una exposición denominada “La Memoria colonial”, que pretende ser ejercicio de resignificación (sic) del pasado colonial desde una perspectiva no eurocéntrica, y se queda en pura desinformación descarada, bochornosa e injusta. Primero, porque mezcla las prácticas coloniales holandesas e inglesas, asperjándolas urbi et orbi como si correspondieran a la generalidad del sistema colonial. Segundo, porque ignora la labor transformadora que siguió Castilla, en sus territorios de Hispanoamérica, introduciendo valores que garantizaron 300 años de paz interna. Cuando España arrió de los cuarteles la bandera roja y gualda y el pendón borbónico de los edificios civiles, dejó en funcionamiento 32 universidades, cientos de misiones con escuela, biblioteca, laboratorio y hospital que incluso asombraron a Humboldt, que no era precisamente un hispanista. Y ahí están decenas y decenas de monumentos que han sido reconocidos, ahora, como bienes del patrimonio de la humanidad, tal como este acueducto de Tembleque. Tercero, porque la exposición juzga y condena los comportamientos de los siglos XV al XIX con criterios políticos ideológicos de la izquierda del siglo XXI; eso se llama hacer presentismo. Cuarto, porque incurre en el vicio de resaltar el victimismo indigenista, ignorando que algunas de las civilizaciones prehistóricas precolombinas seguían siendo antropófagas o, en el caso de los mayas, sumergían criaturas de cuatro o cinco años en los cenotes sagrados, o los incas que los llevaban, drogados, a 6.000 metros de altura para que murieran congelados;  unos y otros niños iban a la muerte como emisarios de las súplicas que los adultos formulaban ante sus dioses… Sexto —no podía faltar para rematar el tópico—, la exposición destaca el sentido hetero-patriarcal del machismo de los colonizadores, en un encuadre donde el sexo no tenía la significación que hoy le damos, menos cuando incluso era un arma de progreso. Estos seis criterios producen indignación, por el atropello de la verdad y por su alcance manipulador.

Castilla encontró en América un paraíso atroz, despiadado e inhumano, donde los caciques en el poder ejercían violencia de forma sistemática para imponer sus credos y privilegios y mantener así el statu quo que les permitía prevalecer. Este marco violento de la ley del más fuerte no se puede ocultar, ni olvidar, ni tiene nada que ver con la bonhomía del padre Tembleque, que he querido resaltar, porque hizo una obra de excelencia. Por cierto, la exposición del Thyssen no efectúa ni un solo elogio a la labor transformadora realizada, todo estuvo mal formulado, fue extorsionador e ignominioso. ¡Vaya resignificación! Es otro tipo de terremoto, el cultural, que amenaza a la excelencia.

Afortunadamente, en la UNESCO no rigen los criterios ideológicos de la Fundación Thyssen.

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