La idea motriz que activa cualquier debate, ahora y siempre, sobre el auge o la decadencia de la cultura es “el apoyo institucional”. Ya sea en épocas de bonanza o de crisis económica, el debate se centra siempre en la lucha dialéctica entre los “pro” y los “contra” a la intervención del Estado en la cultura del país.
Pero dejemos este debate, real, importante (no lo niego), aunque algo cansino, para los que de verdad lo sienten como algo suyo. Tirando de hemeroteca digital, encuentro la síntesis de este debate en las palabras de Borja Hermoso en un artículo de hace algunos años en el diario “El País”:
En un país donde los sistemas educativos nunca supieron inyectar en los jóvenes la pasión por la cultura (como sí se hace en Francia) y donde los políticos y gestores nunca se preocuparon más de la cuenta en buscar alternativas financieras en el sector privado (como sí se hace en Reino Unido), la muerte lenta de ciertas formas de expresión y de ciertas infraestructuras de los llamados “bienes del espíritu” no es más que el triste sino provocado por una asombrosa falta de ambición y de visión de futuro. De aquellos polvos vienen estos lodos. Más que lodos, arenas movedizas para la cultura en España.
Quizá esté aquí el verdadero sentir de la debacle cultural que vive España. Porque, y me anticipo a los que ya claman contra la palabra “debacle” para calificar la situación actual, aunque las inquietudes y actividades culturales de muchos artistas, escritores, intelectuales… y ciudadanos de este país sean relevantes y, en muchos casos, magníficas, no es suficiente para evitar pronunciar la palabra “debacle”, que se cierne sobre todos los que nos movemos en el ámbito cultural y artístico.
Si nos guiamos por la contundente frase del músico, e icono de la contracultura, Frank Zappa, irónico y crítico como pocos, “El arte es crear algo de la nada para venderlo”, quizá estemos dando en la tecla correcta a la hora de interpretar la intención subliminal del artista en su actividad creativa. No niego la veracidad de la creación de belleza en la composición artística; es más, creo que la verdadera obra de arte es belleza, independientemente del compromiso del artista con su tiempo, con la sociedad, etc. La belleza, llamémosla también “calidad” para agradar a los estetas de la técnica, es la razón del arte y, por tanto, de la literatura.
Los dos paradigmas que encierra la contundente frase del sr. Zappa son la clave de la existencia del arte: crear y vender, belleza y dinero, el summum de la felicidad para cualquier miembro (salvo excepciones) de ese colectivo que conocemos como artistas. Analicemos, a través de estos dos conceptos, la salud de la cultura actual en nuestro país.
¿Es la creación artística una actividad valorada actualmente?
La respuesta puede variar. Los muy valorados dirán que sí, los pocos valorados dirán que no, y los no valorados preguntarán anonadados: “¿Qué?”. Porque el problema, si alguien lo tiene, son los no valorados, y entiendo esta negatividad de forma literal: no valorados, es decir, que nadie los valora porque desconocen su existencia.
Desde esta posición, el problema del arte no se situaría en la dualidad artistas buenos-artistas malos, sino, más bien, en dar el reconocimiento de artista o escritor a un creador por el mero hecho de crear. Es decir, juzgar su obra de arte sería un paso posterior al previo reconocimiento de que es un creador, un artista…, y es aquí, pienso, donde fracasa la interacción necesaria entre arte y sociedad, entre el artista y el ciudadano. Porque la percepción de que una creación es arte se da posteriormente al hecho mismo de crear; esto es de Perogrullo, pero al parecer lo olvidamos: qué otra cosa es, si no olvido, que nos empeñemos en considerar artista solo al que ha alcanzado fama independientemente de sus valores como creador. No olvidemos que hoy en día para el ciudadano de a pie, y esto es una triste realidad, un artista es aquel que sale por televisión y no el que crea arte.
Esto me da pie a enjuiciar la labor de los grandes medios de comunicación en la labor de promoción, encumbramiento y/o hundimiento de un artista. Si ya hemos asumido que el periodismo y, subsidiariamente, la publicidad, son el cuarto poder; en relación con la cultura y el arte creo que son el primero. Es por ello que no hay color: hoy se es artista si lo han consagrado los medios de comunicación; si no es así, mejor será que calles y sigas creando hasta que un especialista (generalmente a sueldo de los medios) ponga su mano en tu frente y pronuncie las palabras mágicas que te entronicen en el paraíso de los elegidos.
La cultura debe tener el apoyo ineludible de los poderes públicos. ¿Qué tipo de apoyo? Es cuestión de estudio, pero no creo que se discuta la necesidad de apoyo en los ámbitos educativos bajo ningún pretexto. Sin embargo, hay otra reivindicación, que atañe a los poderes privados y que no se debe pasar por alto: el escritor, el artista, independientemente del apoyo de los responsables culturales del país, debe contar con la oportunidad de, primero, demostrar su existencia y, segundo, encontrar la ecuanimidad de juicio entre los, llamémosles, especialistas (críticos, marchantes, mecenas, editores…, etc.). Esta es la verdadera crisis que actualmente padecen la literatura y el arte. Solo existe reconocimiento para las obras que dan dinero, no para las que ofrecen belleza. Tenía razón Frank Zappa en su afirmación. Crea algo, pero crea algo que puedas vender; si no, te verás abocado a que la belleza de tu creación te la comas con patatas, en comandita con tus amigos, seguidores (que probablemente sean pocos) y con algún despistado que pase por allí y caiga rendido a tus pies.
El dinero, que en otro tiempo era el medio obvio y necesario para ejercer el mecenazgo, es ahora el origen y el fin de la cultura. “Toma dinero y crea algo que dé más dinero, y, para que no equivoques el camino, yo te diré qué es lo que da más dinero”: este es el lema que guía las relaciones entre promotores y artistas con la inestimable ayuda de los medios de comunicación.
Hoy, entre los consumidores (que palabra más al pelo) de cultura y los artistas no hay más relación que la meramente empresarial, un intercambio a precio de mercado para presumir de algo que tiene más valor en función del precio que hemos pagado y no de la calidad artística que se le supone. Porque no es que no debamos pagar por una obra de arte; al contrario: paguemos por ella, y más de lo que pagaríamos por otra cosa. Pero que el precio no lo ponga el mercado: el precio lo pones tú, amante del arte, en función de las emociones que esa obra despierta en ti; en función, en definitiva, de la belleza de la obra. Tú aprecias, tú te emocionas, tú valoras, tú adquieres la obra con plena conciencia de lo que es, para ti, arte; tuyo es el poder y la gloria (valga el símil religioso) pues no otra cosa es apreciar el arte en toda su grandeza: el poder de juzgar y la gloria de apreciar.
El mundo de la política hace tiempo que dejó de apoyar la libre creación artística, y esta dejación ha servido fielmente a los intereses del poder económico, que ha acabado imponiendo sus leyes, inflexibles y castradoras, de mercado. Ahora el arte se mueve al ritmo que anticipó en su día Andy Warhol cuando dijo: El arte comercial es mejor que el arte por el arte. Y ahí nos hemos quedado. Navegamos en el negocio del arte, con más pena que gloria, y ya solo esperamos la respuesta de la ciudadanía, que si ante la bajada de sueldos, los recortes en sanidad y educación y la amenaza del paro se ha quedado en nada, qué respuesta podemos esperar ante la vulgarización del arte.
Cuando a principios del siglo XX, el coleccionista y marchante de arte Daniel Henry Kahnweiler visitó el taller de Picasso percibió la revolución artística que se avecinaba con la llegada del cubismo. Este alemán, nacionalizado francés, hijo de una familia rica, esteta profundo, y admirador del impresionismo, se dio cuenta de que su pasión por el arte guiaría su vida, pero no como artista, sino como mecenas. Él dio su incondicional apoyo a los pintores que estaban iniciando el cubismo (Picasso, Braque, Gris, Derain) cuando estos pasaban hambre y privaciones; les dio dinero, les compró sus obras para promocionarlas, creyó en ellos cuando todos les daban la espalda y se burlaban de sus creaciones revolucionarias, y todo por (aunque suene cursi) amor al arte. Su carácter visionario, su persistencia y convicción, son un ejemplo de cómo se debe plantear una relación estable y honrada entre el dinero y la creación artística. Kahnweiler nunca manipuló ni coaccionó a los artistas con los que se relacionó; nunca les impuso sus ideas (que las tenía) artísticas: simplemente creyó en ellos, les dejó crear y les apoyó incondicionalmente. El caso de Kahnweiler es un ejemplo de lo que hoy raramente pasa.
Hay en nuestro país grandes escritores y artistas, cuyas obras rebosan calidad y belleza, pero la sensación cultural de globalidad es la propia de un erial. Si hacemos una encuesta rápida en la calle preguntando por el nombre de un poeta español vivo, un alto porcentaje de encuestados no sabrá qué contestar. Si la pregunta es que nos digan un poeta español, es posible que ese mismo porcentaje conteste Lorca o Machado, y no porque los hayan leído, sino porque a fuerza de hablar de ellos a lo largo de los años, y no siempre por motivo de su obra, sus nombres han quedado en el subconsciente colectivo y son ya patrimonio de la memoria de este país; pero leerlos, lo que es leerlos, es otra cosa. Sin embargo, preguntemos a las mismas personas si han leído, por ejemplo, El Código Da Vinci, de Dan Brown (paradigma de mala literatura), y el porcentaje de síes, no lo duden, aumentará una barbaridad. ¿Motivo? Los poderes económicos te guían por la senda correcta para que tú disfrutes leyendo (si la belleza y la calidad no son tus prioridades de lectura) y ellos se enriquezcan vendiendo (que esa sí es su prioridad).
Pero intentemos no ir de puristas, o nos lloverán palos desde todos los lados; que cada uno lea lo que quiera y allá ellos con su forma de adquirir cultura. Hoy en día tiramos muchas cosas a la basura. También podemos tirar nuestro intelecto (de hecho, muchos ya hace tiempo que lo tiraron), y aquí paz y después… ¿Gloria? No, desde luego; otra cosa sí, pero no gloria, ni belleza, ni justicia, ni creación, ni ninguna de las cosas que dan verdadero sentido a la literatura y el arte.
Las sucesivas crisis económicas nos han mostrado el lado más oscuro de muchos políticos, corruptos e interesados, y el lado más débil de gran parte de la ciudadanía, desculturalizada y seguidista. La cultura ha desaparecido de las prioridades de unos y otros, y sus carencias democráticas y solidarias han salido definitivamente a la luz.
Si este país se cierra a la cultura, al arte, en definitiva a sus creadores e intelectuales, estará condenado a la humillación y al descrédito, las relaciones sociales serán inexistentes o, si existen, se basarán en el puro intercambio económico; la solidaridad y el conocimiento serán sustituidos por el odio y la envidia; la vida en comunidad saltará en pedazos azuzada por vacuos nacionalismos de pensamiento único y escasa racionalidad cultural; y, en definitiva, nos hartaremos de ver el desolador panorama que ahora inunda nuestras calles: millones de personas con la vista perdida en un teléfono móvil en lugar de en un libro.
O cerramos ahora el paso a tanta estupidez e injusticia que campa a sus anchas, o despidámonos del arte y la cultura (los auténticos, los que amamos) para siempre.