La literatura del siglo XIX en el ámbito anglosajón contribuyó de alguna manera a la propagación del socialismo, aunque fuera de forma indirecta, dadas las características de estas obras y de las distintas personalidades de los autores. En general, se pueden detectar aspectos socialistas en las obras de poetas de los primeros momentos del siglo. Después, los novelistas tendrían más protagonismo. El género permitiría hacer más y profundas reflexiones que en los poemas.
El romanticismo, un movimiento muy diverso en todos los aspectos, adoptó en Inglaterra una postura claramente contraria a las consecuencias de la Revolución industrial y contra todo lo que tuviera que ver con la casi sacrosanta economía política. Entre varios autores se extendió un espíritu de rebelión ante la tiranía del maquinismo, su falta de humanidad y contra el capitalismo embrutecedor. Pero los románticos, a pesar de su enérgica indignación social contra la desigualdad y la miseria, no darían el paso hacia el socialismo propiamente dicho. Todos dejarían la cuestión a mitad del camino, pero, sin lugar a dudas, aportaron temas y lenguajes que pudieron ser adoptados por los socialistas, y no sólo de indignación por las consecuencias sociales de la industrialización, sino también aportando personajes literarios que se rebelaban contra los propietarios, contra la sociedad y albergaban la esperanza de un mundo mejor donde reinaría la justicia y la igualdad, pilares fundamentales del socialismo. Además, es muy importante destacar que las obras literarias eran más atrayentes y llegaban a un número mayor de personas que los sesudos tratados de economistas o pensadores.
La Revolución francesa ejerció una primera influencia en los literatos británicos. Muchos autores veían que al otro lado del Canal de la Mancha se estaba creando un mundo nuevo. El entusiasmo fue tal que Samuel Taylor Coleridge, un joven estudiante aún en Cambridge, pensó que no bastaba con escribir sino que había que actuar en la práctica. En 1794 propuso a sus amigos Southey y Robert Lowell fundar una colonia comunista en Pennsylvania, basada en la igualdad y sin propiedad, la Pantisocracia. Pero todo quedó en un sueño porque muy pronto se olvidaron de esta utopía. Las consecuencias de la revolución política desengañaron a muchos autores que, con el tiempo, fueron girando hacia posturas conservadoras, aunque sin abandonar una intensa preocupación social por los desfavorecidos.
Coleridge se entregará a una fuerte crítica al racionalismo y el optimismo del siglo XVIII, con una evidente influencia del romanticismo alemán, convirtiéndose, por su parte, en uno de los principales románticos británicos. El pensamiento de nuestro protagonista se basa en una vuelta a la historia frente a las categorías abstractas, los conceptos universales y la inmutabilidad de las leyes económicas. Es evidente la fuerte crítica a la Ilustración. El modelo debe ser otro y la Edad Media aparece como alternativa. En la sociedad medieval el hombre no era un individuo aislado sino que estaba integrado en comunidades o corporaciones de todo tipo. El individualismo utilitarista, propio de la Ilustración y de la Revolución industrial, era nefasto. Coleridge aboga por una concepción orgánica de la sociedad, en la que cada persona se ligaría a un orden, clase o grupo. La religión jugaría un protagonismo evidente en este modelo social por su función educadora, como plantearía en su Constitución de la Iglesia y del Estado, de 1830. La sociedad en la que vivía no era armónica, con un contraste brutal entre la riqueza de los poderosos y la miseria general de la población, y donde reinaba el embrutecimiento del maquinismo. Era la anarquía del individualismo y la competencia. Por eso proponía esa sociedad en la que se restaurase la solidaridad y la caridad. Así pues, estaríamos ante una crítica ácida del capitalismo, de la industrialización y sus consecuencias, proponiéndose una alternativa no de progreso sino arcaizante.